Ahora, inmediatamente después de su muerte, hay una nueva sorpresa. Podría ser interpretada —y eso es lo que con seguridad harán muchos— como un intento póstumo de intervención en el mismísimo cónclave.
En nuestra próxima edición dominical publicaremos, simultáneamente con otros periódicos importantes de todo el mundo, un documento extraordinario. Se trata del diario privado que el difunto Pontífice escribía todas las noches. Lo guardaba en un lugar secreto de su vestidor, y finalmente se lo entregó, como legado personal, a su ayuda de cámara de muchos años, Claudio Stagni, quien en esas madrugadas solía hacerle compañía mientras el Pontífice trabajaba.
El documento ha sido autentificado sin dejar lugar a la menor duda por dos peritos calígrafos, uno en Europa y otro en Estados Unidos. La procedencia es simple y directa: del Pontífice a Stagni. El título de propiedad es incuestionable: una carta a modo de legado escrita por Su Santidad a Stagni en los últimos
días de su vida. Todas estas pruebas serán exhibidas en nuestra publicación.
El diario contiene reveladores comentarios marginales sobre las políticas del Vaticano y vívidos retratos de altos prelados de todo el mundo, entre ellos los que en este momento están reunidos en asamblea en Roma para elegir a un nuevo Pontífice. El material será publicado completo, con la excepción de algunos pasajes que, según nuestros consejeros legales, podrían ser considerados difamatorios…»
Había más todavía: la promesa de chismes de lo que ocurría entre bambalinas aportados por el propio Claudio Stagni bajo el título: El pequeño mundo de Fígaro y su Papa. El resultado final de estos anuncios, y una cadena de otros similares en varias grandes capitales, obligó al cardenal camarlengo a convocar una reunión de emergencia de cardenales en el palacio apostólico. Estaban todos muy ofendidos. Él mismo sentía una gran incomodidad, que se acentuó cuando el cardenal arzobispo de Nueva York presentó una copia de las pruebas de imprenta del controvertido material y distribuyó copias que habían sido tiradas esa tarde en la Villa Stritch, donde su eminencia se alojaba. En su brusco estilo militar —era capellán general de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos—, se dirigió a su público:
—Esto me fue entregado esta mañana por la oficina romana del New York Times. Fueron sumamente corteses. Dijeron que no tenían nada que ocultar. Me aseguraron que el título de propiedad era incuestionable y, por lo que he leído, los documentos son auténticos. Lo que todos queremos saber en primer lugar es cómo pudo ocurrir esto, y, en segundo lugar, si a estas alturas de los acontecimientos tenemos alguna esperanza de poder obtener una orden judicial para impedir la publicación.
—Me temo que no hay absolutamente ninguna esperanza. —El camarlengo se mostró apenado pero firme—. He discutido el asunto con monseñor Ángel Novalis y con nuestros consejeros legales, laicos y clericales. Al parecer Claudio Stagni es el propietario legal de los documentos, a los que el propio Pontífice alude como un legado. Obviamente, los compradores y los agentes literarios que los vendieron en todo el mundo han hecho sus propias investigaciones. El consejo que nos han dado es que no hay fundamentos para
impedir la publicación por medios legales en ningún país.
—Pero ¿cómo pudo Su Santidad haber cometido una locura como ésta? Usted lo veía más que cualquiera de nosotros, Baldassare. ¿Estaba en sus cabales?
—No tengo ninguna duda, absolutamente ninguna duda.
—¿Existe alguna posibilidad de que ese sujeto, Stagni, haya ejercido sobre él una influencia indebida?
El camarlengo esbozó una sonrisa forzada.
—Usted sabe, todos nosotros lo sabemos, lo difícil que era para cualquiera de nosotros influir sobre el difunto Pontífice en estos últimos años.
—¿Dónde está Stagni ahora?
—No es ningún secreto. Está en Río de Janeiro, de vacaciones.
—Que pagamos nosotros.
—Naturalmente. Había acumulado muchos días de vacaciones y tiene perfecto derecho a que le sean pagados. También tiene derecho a una jubilación, para la cual él y nosotros hemos contribuido por un largo tiempo.
—¿Vamos a pagar eso también?
—Puesto que no hay ninguna prueba de comportamiento criminal, estamos obligados a hacerlo.
—¿Estamos buscando esas pruebas?
—No sabemos por dónde empezar. Piensen un momento. Antes de que Su Santidad muriera, hice una inspección minuciosa de su estudio, de su dormitorio y de su vestidor en compañía de su secretario y de su ayuda de cámara. Estos documentos no estaban allí.
—¿Vio el lugar secreto donde escondía sus cosas?
—Me fue mostrado. Estaba vacío.
—¿Y el ayuda de cámara no mencionó los documentos?
—No.
—Con lo que sabemos ahora, ¿no resulta al menos sospechoso eso?
—No lo suficientemente sospechoso como para acudir a la justicia, ni entonces ni ahora. En el peor de los casos, su silencio podría ser considerado como un acto inteligente motivado por un interés personal.
—O una respuesta a los deseos del propio Pontífice.
El comentario vino de Luca Rossini, quien se puso de pie con el texto en la mano. Hubo un repentino silencio indignado antes de que el cardenal arzobispo le preguntara bruscamente.
—¿Es eso lo que nuestro eminente colega cree?
—Es lo que este eminente periódico sugiere. —Rossini hablaba con serenidad—. Primero señala, bastante correctamente, que el difunto Pontífice hizo ciertas designaciones en el Colegio Cardenalicio con la esperanza de que el hombre a quien el Colegio eligiera continuara las políticas existentes. Luego dice lo siguiente: «Ahora, inmediatamente después de su muerte, hay una nueva sorpresa. Podría ser interpretada —y eso es lo que con seguridad harán muchos— como un intento póstumo de intervención en el mismísimo cónclave» .
Tras el silencio que siguió a la lectura, se oyó la voz del camarlengo.
—¿Es eso lo que tú crees, Luca?
—Creo que muchos lectores y muchos comentaristas harán una interpretación como ésta.
—¿Cuál es tu propia lectura de este desafortunado incidente? Después de todo, tú estabas muy cerca de Su Santidad.
—Lo suficientemente cerca como para saber que, en sus últimos años, a veces podía emitir juicios apresurados, y que otras veces creía que podía, o debía, adelantarse al curso futuro de la historia. De todos modos, ésa es una opinión personal. No nos aporta ningún fundamento para iniciar acciones legales contra Claudio Stagni, y ni siquiera para poner en duda su reputación.
—¿Quiere decir que no deberíamos hacer nada? —El arzobispo de Nueva York estaba furioso—. ¡Ese hombre es un ladrón!
—¿Podemos probarlo?
—Todavía no. Pero tenemos que desacreditarlo.
—Podríamos terminar desacreditándonos nosotros mismos. Razonemos un poco sobre esto. Los periódicos más poderosos del mundo defenderán la autenticidad de lo que han comprado. Muchos de los que estamos en esta sala reconocemos al menos ecos de observaciones que el Pontífice hizo de vez en cuando en público o en privado. Todos podemos atestiguar, como mínimo, que la letra se parece muchísimo a la del Pontífice. Por eso pienso que pareceríamos unos tontos si tratáramos de desacreditar el documento. El
hecho de que Stagni reivindique su propiedad es otra cuestión, nada fácil de resolver. Tiene un documento ológrafo, una carta de puño y letra del Pontífice, en la que le da el diario en carácter de legado. Dos peritos calígrafos lo han estudiado y lo han considerado auténtico. Entiendo que cuando pudiéramos ofrecer en los tribunales pruebas que los refutasen, ya habríamos gastado millones, y estaríamos transfiriéndole a nuestro nuevo Pontífice una montaña de juicios en una docena de jurisdicciones. ¡Un comienzo no muy bueno para un nuevo reinado!
Rossini se sentó. Hubo un prolongado silencio, durante el cual el camarlengo paseó su mirada por la sala, a la espera de alguna otra intervención. Finalmente el secretario de Estado se puso de pie.
—Nuestro colega Luca tiene razón. Prima facie, los documentos son auténticos. Nuestra única oportunidad (difícil de preparar y cara de sostener), es impugnar la validez del título de propiedad del documento. ¿El legado del Pontífice a su ayuda de cámara es válido? La carta de donación tiene la misma letra que el diario, y la mayoría de los que estamos aquí, a primera vista, aceptaríamos que es la del Pontífice. ¿Qué hacemos entonces? ¿Montar una impugnación a gran escala, o plantear las dudas legítimas que tenemos,
sean cuales fueren, y esperar que la cosa se extinga como una vela romana en cuanto comiencen los trámites de la elección?
—¿Algún otro comentario? —preguntó el camarlengo.
—Sólo uno —dijo el hombre de París—. ¡Odio la idea de ese pequeño salaud tomando el sol en Río y viviendo como un príncipe de sus ganancias mal conseguidas! ¡Ojalá contraiga la peste!
—Yo no le desearía eso a nadie —dijo el hombre de Río—. Mi ciudad es uno de los hogares de la peste en el mundo.
—No tanto como la mía. Ni la mitad —dijo el hombre de Kinshasa.
El camarlengo puso orden en la reunión.
—Su eminencia el secretario de Estado ha presentado una moción. No impugnamos la autenticidad de los documentos. Y anunciamos que estamos haciendo averiguaciones sobre la legitimidad del título de propiedad.
—Con todos mis respetos —dijo Luca Rossini—, sugiero un pequeño addendum. Que se le dé autoridad a monseñor Ángel Novalis para que conduzca las investigaciones y se encargue de los comentarios a la prensa. Todos los demás vamos a tener cosas más importantes que hacer.
—Acepto la enmienda —dijo el secretario de Estado.
—Yo apoyo la moción con su enmienda —dijo el arzobispo de Nueva York.
—Placetne fratres? —El camarlengo hizo la pregunta ritual.
Todas las manos se alzaron. Todas las voces aprobaron, en un murmullo.
El arzobispo de Nueva York alzó su mano con los demás, pero como era un sujeto irritable, descargó una inoportuna protesta sobre su vecino, Gottfried Gruber.
—Todavía no puedo imaginarme la relación entre ese pequeño cerdo de Stagni y el Santo Padre.
—Yo si —dijo Gottfried Gruber de mal humor—. El Santo Padre se convirtió en una figura tan pública que no tenía un lugar para reír o llorar que no fueran sus propias habitaciones. Incluso con nosotros, sus colegas, se mostraba siempre cauteloso y distante. Su ayuda de cámara era la única persona con quien podía distenderse y compartir un chiste, o el chisme del día. Todos lo sabíamos. Algunos estábamos celosos.
—¿Realmente cree que le regaló su diario a Stagni?
—Estoy seguro de que compartió con él algunos de los párrafos mientras los escribía.
—Puedo ver la escena. Sé lo que se siente cuando se está solo al final de un día duro, con Dios como único interlocutor. Es un buen oyente, pero silencioso. A veces cuesta creer que esté realmente allí.
—Exactamente a eso me refiero —dijo Gottfried Gruber—. Nadie ha trabajado más duro que yo para mantener la pureza de la fe y defender la autoridad del Romano Pontífice como su árbitro e intérprete. Pero últimamente he comenzado a preguntarme…
Se interrumpió en medio de la frase. El arzobispo lo aguijoneó.
—¿Qué se pregunta? Dígalo, hombre. Aquí somos todos hermanos.
—He comenzado a preguntarme si no he ayudado a crear una receta para la revolución.
—Hay una sola manera de contestar esa pregunta, Gottfried.
—Dígamela, por favor.
—¡Pregúntese qué haría si de pronto lo sentáramos en el trono de Pedro!
La idea fue propuesta por Steffi Guillermin en el bar del Club de la Prensa Extranjera. Fritz Ulrich la apoyó ruidosamente. El voto a favor fue unánime. Se invitaría a monseñor Domingo Ángel Novalis a hablar ante los miembros del Club y a contestar luego sus preguntas, durante un almuerzo que se le ofrecería al día siguiente. Steffi Guillermin hizo la llamada telefónica y recibió una respuesta afirmativa. Un grito de júbilo atronó en el lugar cuando Steffi cortó la comunicación y alzó los pulgares.
—Le interesa. Tiene que consultarlo primero con la Secretaría. No cree que haya problemas.
—Si se negaran serían unos idiotas —dijo Fritz Ulrich—. Es la mejor oportunidad que tienen para dar su opinión sobre la publicación del diario.
—También podría ser la última aparición de Ángel Novalis en escena. Los del Opus Dei deben de estar preguntándose cómo les cambiará su papel el nuevo pontificado.
—Ángel Novalis no tendrá que dar tantos rodeos como de costumbre —les recordó Frank Colson—. Nos va a dar las respuestas a doble espacio, para que podamos leer entre líneas.
—Siempre que le hagamos las preguntas justas —dijo Steffi Guillermin—, y no perdamos tiempo duplicándolas.
—Una sugerencia, entonces: ¿Por qué no unificamos las preguntas? Si además hacemos que sea uno solo el que las formule, no va a ser fácil que el entrevistado lo esquive y se podrá avanzar más rápido. Todos sabemos que nuestro invitado tiene pies ligeros.
—Yo propongo a Steffi. —Fritz Ulrich le sonrió burlonamente. Ella tuvo la idea. Y también es ligera de pies. ¡No he conocido todavía ningún hombre que haya podido atraparla!
Steffi Guillermin ignoró la pulla y eludió la provocación.
—Las preguntas deberían ser formuladas en inglés. Nuestro invitado lo habla con fluidez. Eso facilitaría la cobertura y la unificación tanto de las preguntas como de las respuestas.
—¿Quién decide cuál será el cuestionario definitivo? —La pregunta la hizo Frank Colson.
—Los jefes de redacción de los periódicos que compraron los derechos de publicación y los servicios de televisión que contribuyeron a la compra. ¿Alguien tiene alguna objeción?
—Yo, ninguna —dijo el hombre del New York Times.
—Nosotros, ninguna —dijo el del Times de Londres.
Steffi Guillermin se quedó con la última palabra.
—Todas las preguntas deberán ser entregadas al camarero antes de las seis de la tarde de hoy. Necesitamos una mañana de trabajo para ponerlas en orden y asegurarnos la mejor oportunidad de tener una nota de primera. Propongo a Frank Colson para que traduzca las preguntas. Hasta yo puedo entender su inglés. Una cosa más: estamos más interesados en lo que se diga que en los ángulos de cámara. A la gente de la televisión y los fotógrafos les asignaremos un lugar preciso. No podemos tener gente disparando sus flashes durante el discurso o cuando hagamos las preguntas… Y los que han pagado los derechos de distribución tienen prioridad. ¿Entendido?