Eminencia (9 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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El cardenal Salvatore Pascarelli —Turi para sus pocos íntimos— era alto y delgado como un palo y deploraba la obesidad en los clérigos, era algo que, decía con cierto ingenio sardónico, le daba mala

reputación a la Iglesia. Era un hombre laborioso y sutil que había trepado por la formidable escalera de la formación y la educación en la Secretaría, pasando de agregado de segunda clase a agregado de primera clase, y luego a secretario de actas, consejero, jefe de asuntos generales, secretario suplente, y finalmente al premio de un capelo cardenalicio y al principal título de la curia romana.

Desempeñaba su rango sin alardes, pero las responsabilidades de su cargo hacían sentir todo su peso sobre sus huesudos hombros. Afirmaba, y algo de razón tenía, que el único modo de manejar los intereses políticos de mil millones de creyentes practicantes en un planeta tan desordenado era pensar en ellos como una suerte de enorme mosaico y mantener unidas las piezas sueltas, por pequeñas o poco importantes que pudieran parecer. Si las piezas que se aflojaban eran demasiadas a la vez, todo el armazón podía desmoronarse. Esta disposición de ánimo podía hacer que pareciera exigente, pero su sentido de la historia, de cómo el pasado prefiguraba el futuro, era sólido y, algunas veces, profético. Por eso Luca Rossini había considerado prudente tener escrita y entregada antes del almuerzo su minuta sobre el candidato a embajador. El secretario de Estado le pidió que se la leyera y se disculpó por la excentricidad con una sonrisa irresistible.

—Cuando era joven me enseñaron que la prueba de la calidad de un documento reside en la corrección de sus cadencias. La verdad, Luca, me gusta cómo suena tu voz. Por favor, léemelo.

—¡Eres el anfitrión, Turi. Tú das el tono. Es un texto muy corto. Supongo que no querías un ensayo minucioso.

—Por supuesto que no. Adelante.

—Minuta sobre Raúl Jaime Ortega, propuesto por el Gobierno de Argentina para el cargo de embajador ante la Santa Sede… He leído la propuesta. Nunca he tratado personalmente al candidato, pero tengo algún conocimiento sobre sus antecedentes. Observo que reivindica que ha desempeñado un papel importante en el operativo que aseguró mi salida sin contratiempos de Argentina durante el régimen de la Junta Militar. Según la información de que dispuse en aquel momento, su influencia fue mínima. Quien ejercía un poder

real era su padre, el general Jaime Alfonso Ortega, un personaje importante en la Junta. Por otra parte, la esposa de Raúl Ortega, Isabel, fue quien se ocupó de cuidarme hasta mi restablecimiento después de la paliza y me procuró un refugio secreto mientras su padre negociaba mi salvoconducto para salir del país. Dado el deseo de Raúl Ortega de obtener este puesto en el Vaticano, que significaría la culminación de su carrera diplomática, tal vez sea comprensible que haya exagerado su propio papel en ese episodio. No veo ninguna buena razón para cuestionar su versión. Estoy seguro de que sería, cuando menos, un embajador competente, y por lo que se dice, decorativo. En suma, expreso un
nihil obstat
, no tengo ninguna objeción fundamental que hacer. Sin embargo, en cuanto a la posibilidad de que su gestión pueda ser beneficiosa o perjudicial para la Santa Sede, sugiero que las expectativas deben ser mínimas.

El secretario de Estado se echó hacia atrás en la silla y rió.

—¡Bellamente leído, Luca! ¡Bellamente redactado! ¡Una manera elegante de ordenar una ejecución sin efusión de sangre!

—¿No es eso lo que estabas esperando?

—Digamos que tenía curiosidad por saber qué dirías, dado lo especial de las circunstancias.

Luca Rossini lo censuró con dureza.

—¡No juegues conmigo, Turi! ¡Nos conocemos desde hace demasiado tiempo!

—Esto no es ningún juego, Luca. Es simplemente el preludio a nuestra discusión de la hora del almuerzo. Cuando llegaste a Roma con el nuncio apostólico, sé muy bien cuántos años atrás, te acompañó una buena cantidad de rumores. El nuncio no los tuvo en cuenta en su informe, pero señaló que la Junta no vacilaría en usarlos contra ti si intentabas denunciarlos.

—Hace mucho que la Junta no está en el poder, de modo que la amenaza es irrelevante.

—Cierto. Pero esos rumores todavía están en tu expediente.

—Como un dato más, simplemente. ¿Qué dicen?

—Que durante tu rescate resultó muerto un sargento y que mientras te estabas recuperando, oculto en un lugar secreto, tuviste un amorío con la esposa de Ortega.

—El amorío surgió como un rumor, pero lo cierto es que ocurrió. La primera vez que Su Santidad me recibió en Roma se lo hice saber. Nunca fingí ni inventé ninguna excusa acerca de lo que había pasado. Por otra parte, nunca me sentí obligado a propalarlo. Hacerlo habría significado un riesgo aún mayor para Isabel. Había matado a un hombre para salvarme. El amor que ella me dio me devolvió la hombría.

—¿Nunca sentiste la tentación de quedarte en Argentina y continuar esa relación ?

—Por supuesto, pero eso habría significado poner en riesgo su vida y la de su padre. Mi exilio fue el precio de la seguridad de ambos.

—¿La amabas, Luca?

—La amaba. La amo.

—¿Y ella te ama?

—Sí. Todavía nos escribimos. No cura las heridas, pero las hace más soportables. ¿Por qué estás sacando a relucir todo esto ahora, Turi? ¡Ha estado enterrado durante más de veinte años!

—Porque me preguntaba cómo reaccionarías ante el nombramiento de Ortega como embajador si él se propusiera, como obviamente se lo propone, traer a su esposa y su hija con él.

—De hecho, Turi, su esposa y su hija están a punto de llegar a Roma en visita privada.

—¡Esa sí que es una novedad para mí! —El secretario de Estado estaba auténticamente sorprendido—. ¿Cuándo lo supiste?

—Esta mañana. Había un mensaje de Isabel en mi correo electrónico. Espero que tu gente pueda reservarles un par de buenos asientos en las filas de los diplomáticos en San Pedro y en la Piazza.

—Por supuesto. ¿Debo suponer que vas a verlas durante su visita?

—Isabel dijo que se pondría en contacto conmigo cuando llegara a Roma.

El secretario de Estado se permitió una tibia sonrisa de aprobación. Dijo con dulzura:

—Espero que sea una experiencia agradable para los dos. Te ha sido concedido un don especial, Luca, el don de sobrevivir en la más absoluta soledad del corazón. Me he preguntado a menudo cómo podías ser tan audaz en tus negociaciones, incluso con el propio Santo Padre. Nunca ocultas nada. Siempre respondes a todas las preguntas, exactamente como lo acabas de hacer ahora. Pronto todos vamos a necesitar ese don… Ahora almorcemos. Hay cuestiones importantes que discutir y necesitamos alimentarnos.

La frugal comida pronto concluyó. El vino era tan suave como siempre, pero se entretuvieron un buen rato frente al café. El secretario de Estado le abrió su corazón a Luca Rossini como nunca lo había hecho hasta entonces:

—Nuestro hombre está agonizando, Luca, el hombre que nos dio el capelo rojo a cada uno de nosotros, el que me confió a mí este trabajo. La prensa del mundo se dispone a juzgarlo. Antes y durante el cónclave, tú y yo habremos de pronunciar nuestros propios juicios.

—¿Y cuál será el tuyo, Turi?

—Debemos derogar muchas prácticas que hemos consentido durante demasiado tiempo, y muchas políticas que nuestro señor ha elaborado.

—Y que tú administraste.

—Que administré, que hice cumplir, y contra las cuales, como mínimo, no protesté con fuerza suficiente. Aun así, me sentiré como un traidor a su memoria.

—No te culpes demasiado, Turi. Somos lo que nuestra formación nos hizo ser: obedientes de corazón, de mente y de voluntad.

—¡No estoy de humor para burlas, Luca!

—No me burlo de ti. ¡Dios no lo permita! Yo también he llorado por nuestro Pontífice. Él me dispensó bondad cuando la necesitaba y dignidad cuando no la tenía. Luché contra él, a veces más encarnizadamente de lo que supones, porque veía detrás de él las formas de las viejas tiranías, y delante de él la sombra de otras nuevas.

—Pero tú luchaste. Yo no.

—Tú siempre fuiste un buen funcionario, Turi. Eras incapaz de rebelarte. Yo he estado a punto de hacerlo muchas veces.

—¿Dónde estás ahora, Luca?

Luca Rossini frunció el entrecejo mientras elaboraba su respuesta.

—Todavía voy de uniforme. Me ciño a las reglas. Cobro mi estipendio. Hago mi trabajo lo mejor que puedo. Sólo mis razones han cambiado.

—¿Cómo?

—Ésa es una pregunta para otro momento. Dime, ¿qué tienes en mente, Turi?

El secretario de Estado permaneció un momento en silencio. Parecía estar juntando sus pensamientos, escogiendo las palabras, preguntándose si confiarse o no a Luca Rossini. Finalmente comenzó a hablar, entrecortadamente al principio, y luego con pasión y elocuencia.

—No necesitas que te haga un catálogo de los males de la Iglesia. Hemos desafiado la realidad de la experiencia humana, nos hemos negado a escuchar al Pueblo de Dios, a los hombres y mujeres de buena voluntad. Ellos nos han pedido el pan de la vida y nosotros les hemos ofrecido piedras. De modo que nos han dado la espalda: los hombres, las mujeres, y también los niños. Nosotros, ministros del Verbo, nos hemos convertido para ellos en seres irrelevantes. Últimamente he tenido una pesadilla recurrente: Su Santidad, ataviado con toda su pompa, de pie sobre las almenas de un castillo en ruinas, como un cruzado que ha perdido el rumbo, gritando su llamada a reunión en un desierto en el que no hay nadie.

—Cuando cae —Rossini aportó la coda— lo enterramos, le damos la espalda y nos dedicamos a buscar un nuevo candidato para la crucifixión. Cuando ése se haya desangrado, lo dejamos también a él clavado en la cruz, mientras los cuervos le sacan los ojos.

—¡Ése es el comienzo de la locura! —Ahora había fuego en la voz de Pascarelli—. Somos gente del siglo XX. Bien sabe Dios que a estas alturas deberíamos haber aprendido algo sobre el deterioro que acarrea y los peligros que entraña el proceso de envejecimiento. Ni siquiera un papa está asegurado contra la demencia, o cualquier otra disminución vital producida por la edad. Sin embargo, elegimos a nuestro candidato de por vida, nos arrodillamos en fidelidad perpetua, le atribuimos infalibilidad y usamos todos los sofismas de la teología para atribuirle el numen de una casi divinidad… ¡Vicario de Cristo! El título siempre me ha resultado difícil de digerir, aunque nunca he tenido el coraje de cuestionarlo. ¿Fue Alejandro VI un Vicario de Cristo, o Julio II, o Sergio III, que asesinó a sus dos predecesores? No podemos culparnos por el pasado, pero somos responsables si lo repetimos. Tú tienes razón, mi querido Luca, cuando dices que elegimos un candidato a la crucifixión. Comenzamos por tentarlo a subir a una alta montaña para que pueda apreciar desde allí, literalmente, todos los reinos de este mundo de un solo vistazo. ¡Puedo lograr ese pequeño truco en mi propia oficina con un mapa del mundo y algunas luces intermitentes! Luego actuamos sobre su ambición de cruzado. El Verbo es la espada del espíritu. Gracias a los viajes rápidos y las comunicaciones instantáneas, es posible lograr que el Verbo esté presente siempre y en todas partes, encarnado por y en el Pontífice mismo. Ése es un vino que se sube a la cabeza, Luca. ¡Todos esos rostros que miran desde abajo, esas manos extendidas! La necesidad que ellos expresan es mucho más seductora para un buen hombre que todo el oro, los brillos y la lascivia de Aviñón o la Roma del Renacimiento. De

modo que cuando le preguntamos: «¿Acepta usted la elección?», él accede con la circunspección y humildad que corresponden. Luego se pone en marcha, como lo hizo Pablo, colmado de pasión, fervor

y certeza, para cambiar el mundo. —Se interrumpió bruscamente—. Puedes terminar tú la historia, Luca. Yo necesito más café.

Luca Rossini continuó el relato con una sonrisa irónica.

—Aprende de la peor manera que el desfase horario y el cansancio que producen los viajes dañan el entendimiento, y que aquellos a quienes deja a cargo de su casa en Roma tienen sus propias ambiciones: crear sus propios ducados dentro del Reino de Dios. Aprende lo que todo político y toda mujer hermosa tienen que aprender: que un exceso de exposición es un peligro, que la imagen se desgasta, las frases más nobles suenan como clichés y la bienvenida más calurosa puede resentirse, porque cuesta mucho dinero alimentar y agasajar al invitado y su séquito.

—Hay más todavía, Luca. —El secretario de Estado reanudó la enumeración—. Todo este aprendizaje no llega de inmediato. Llega a través de una serie de sordos golpes, como los temblores en una zona proclive a los terremotos. Los temblores son inquietantes. Crean una sensación de soledad, que a su vez crea una dependencia del respaldo que dan los consejeros de un gabinete íntimo. De modo que el gran viajero se convierte en un recluso, que se aferra a las certezas que anidan en su propia alma, que confía en un pequeño conciliábulo de amigos íntimos y va perdiendo el lenguaje de la gente común de la que proviene. Tenemos una oportunidad de cambiar eso, Luca, una sola oportunidad.

—Defínela para mí, Turi.

—Encontremos nosotros mismos un papa que acepte convocar a un nuevo concilio general, para establecer en los cánones una edad estatutaria para el retiro de un papa, tal como ha sido establecida para nosotros, y un consentimiento por adelantado para su propia remoción, en caso de que se tornara mental o físicamente incompetente.

—Déjame que te pregunte entonces una cosa, Turi: si tú resultaras elegido, ¿lo harías? Te darás cuenta de que hay una trampa en todo esto. Una vez que estás en el cargo, y en posesión de todos los poderes absolutos, ¿quién te hará recordar tu promesa? ¿Quién te exigirá que la cumplas? Tú debes conocer la respuesta, Turi. Eres uno de los principales candidatos.

—Yo no seré candidato. Se lo haré saber a los electores.

—¿Por qué, Turi? ¿Por qué me estás diciendo esto?

—A la primera pregunta: soy un buen diplomático porque puedo hacer malabarismos interminablemente con lo posible. Trabajo en privado, no en público. No tengo experiencia pastoral, ni el menor deseo de adquirirla. ¿Por qué te digo esto? Pues porque creo que existe al menos una remota posibilidad de que tú puedas ser elegido.

—¿Yo? —Luca Rossini se alarmó. El escepticismo y la ironía lo abandonaron—. ¡Eso es una locura, Turi! Siempre he sido un personaje exótico aquí. Algunos de nuestros colegas solían llamarme «la especie protegida». ¡No fui más que el seudohéroe, el joven mártir milagrosamente preservado para hacer grandes cosas en la Iglesia! Déjame decirte algo, Turi. .Yo fui una de las más notables equivocaciones de Su Santidad! No soy lo que tú crees que soy. Ni siquiera soy…

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