Así, mientras pasaba informalmente de un grupo a otro, saludando a viejos conocidos, presentándose a los nuevos, Luca Rossini intentaba decidir a quién destinar el primer voto en la primera votación de la mañana siguiente. Ésta siempre era una prueba impuesta para establecer, si era posible, la variedad de candidatos y para identificar, si era posible, los bloques de votantes que los promovían. Sin embargo, aquella noche era sólo un preludio y un preámbulo: una reunión del club más pequeño y más poderoso del
mundo. Se sirvieron bebidas, se ofrecieron canapés. La charla fue afable y los intercambios, de tanteo. Los miembros estaban más ansiosos por oír opiniones que por ofrecerlas.
Rossini no se demoró demasiado tiempo con ninguno de los grupos. Sabía que estaba siendo cortejado, solicitado, estudiado, no sólo por su voto sino por la influencia que podía ejercer después de una supervivencia de un cuarto de siglo dentro del Vaticano. Hubo alguna que otra broma acerca de su reciente notoriedad en la prensa. Podía interpretarlas como quisiera: mofas, o gestos de respeto hacia un veterano. Se detuvo un momento con un par de prelados de Estados Unidos. Uno era el cardenal arzobispo de Baltimore, y el otro el hombre de Los Ángeles que había estado presente en la reunión del día anterior con el camarlengo. Contaba con una numerosa feligresía de espaldas mojadas y refugiados de América Latina, y tenía un amplio dominio del castellano y los dialectos del español. Parecía ansioso por recuperar la oportunidad perdida con Rossini.
—Esa entrevista con Guillermin en
Le Monde
, una actuación espléndida. Me ha gustado su estilo duro con respecto al tema del sexo. ¡Muy viril! Nos ayuda a todos. ¡Ya sabe la tormenta que acabamos de atravesar por el tema del sexo! Pensé que Gruber estaba equivocado cuando sugirió que usted renunciara a su candidatura. Sentí la tentación de intervenir, pero…
—Menos mal que no lo hizo. —Rossini era suave como la miel—. Nuestro colega de Tokio dijo lo que hacía falta, y además evitó la discusión.
—Es un individuo impresionante. Un poco exótico en su teología, tal vez; pero es una opinión personal. Nosotros, los occidentales, nos sentimos mucho más cómodos con la de Aquino, ¿no le parece?
—Depende de cómo la enseñemos —dijo Rossini—. En los últimos años hemos tenido algunas teologías peligrosamente estrechas.
—¿Está sugiriendo —preguntó el hombre de Baltimore, sumándose a la conversación—, está proponiendo seriamente que deberíamos cambiar nuestra forma de enseñar?
—Sería mejor que fuéramos cautos en la elección de nuestro nuevo líder —respondió Luca Rossini.
—¿Qué le parecería un Papa de Estados Unidos? —preguntó con una sonrisa—. Acaso esta vez sea demasiado pronto; pero los americanos, los del norte y los del sur, tarde o temprano tendrán que hacer un intento por acceder al trono de Pedro. Al fin y al cabo, Estados Unidos todavía mantiene al mundo en un equilibrio militar y financiero.
—Espiritualmente —opinó Rossini— ustedes parecen con frecuencia muy divididos. Profesan la libertad de palabra y de conciencia, pero aún entrenan asesinos para contraatacar la insurgencia en los países de América Latina. Reivindican el derecho a la vida, pero todavía llevan a cabo ejecuciones oficiales. Reivindican la libertad de conciencia pero realizan violentos bloqueos a las clínicas de abortos. Detestaría ser el primer Papa americano.
—Alguien tiene que ser el primero. —Lacey de Los Ángeles tenía sentido del humor.
Baltimore era menos tolerante. Desafió a Rossini.
—Entonces ¿a quién propondría?
—No propongo a nadie —repuso Rossini en tono amable—. Emito mi voto y dejo que el Espíritu Santo se ocupe del resultado. Discúlpenme, caballeros.
Mientras Rossini se perdía entre la multitud, Baltimore comentó escuetamente:
—Otro bastardo arrogante. ¿Qué hace Roma con esta gente?
—No creo que sea arrogante —dijo Lacey de Los Ángeles—. Es un hombre duro que conoce el nombre del juego. Tal vez sea la mejor protección que tengamos contra el Opus Dei y los grandes electores.
—¡Por favor! ¿Y qué tiene de malo el Opus Dei? —preguntó Baltimore—. Nos ha ido muy bien trabajando con ellos.
—No lo dudo —dijo Lacey—. Pero yo me reservaría la opinión hasta después de haber visto la factura final.
El siguiente encuentro de Rossini, más agradable, fue con su ex profesor y erudito de la Biblia, en ese momento arzobispo de Milán, la diócesis más importante de Italia. Era un hombre tranquilo y cordial, de gran erudición, que cuando no estaba viajando por sus parroquias, organizaba en su propia catedral seminarios para cristianos, judíos, musulmanes y eruditos seglares de todos los credos, a quienes ofrecía un foro abierto a la discusión y el debate. Con él se encontraba el arzobispo de Montreal, que acababa de plantear la siguiente pregunta:
—¿A quién tenemos que pueda pasar por alto los siglos y llevarnos de vuelta a las cosas sencillas de la Iglesia apostólica?
—A nadie —contestó Rossini—. Todos llevamos demasiada historia a nuestras espaldas, y la historia modifica todo lo que hacemos o decimos. El Santo Padre viajó a París para saludar a los jóvenes. Grandiosas manifestaciones, gran fervor y entusiasmo… hasta que de pronto la Matanza del Día de San Bartolomé se alza como una negra nube del pasado.
—Creo que ésa es la cuestión —intervino el erudito de Milán—. No podemos cambiar la historia. Cometemos los peores errores cuando tratamos de glosarla o escribirla de nuevo. El cautiverio de Babilonia y de Egipto son una parte tan permanente de la historia judía como el holocausto de nuestra era. Nuestro problema consiste en que creemos que el tiempo nos quitará parte de la suciedad antes de que tengamos que reconocer nuestras propias fechorías. Y no es así.
—La confesión pública es, como mínimo, un proceso que desarma. —Rossini se sentía cómodo con estos hombres. Su manera de ser era diferente, abierta y espontánea—. En lo que a mí respecta, sé que no habría podido sobrevivir en esta ciudad si hubiera intentado ocultarme o fingir. Pero con frecuencia nos vemos reducidos al absurdo. Ahora se nos propone que tengamos confesionarios con laterales de cristal, para que los fieles puedan controlar la conducta del confesor y del arrepentido. ¿Y al mismo tiempo intentamos suprimir la antiquísima práctica de la reconciliación pública por parte de todos los fieles durante la misa? No sé qué ganamos con eso nosotros o nuestra gente.
—Poca cosa —coincidió el hombre de Milán—. La intimidad está al alcance de aquellos que la necesitan. La reconciliación ha sido un acto público desde los tiempos remotos en que Cristo se acercó al Bautista en los vados del Jordán. El problema es que nadie admite que nosotros, los pastores, quebrantemos las reglas de Roma, y hasta ahora sólo podemos torcerlas.
—Éste es uno de los problemas que hemos venido a resolver —dijo Luca Rossini—. Debemos abrir las ventanas otra vez y dejar que el aire fresco entre en la casa de Dios.
—Las ventanas han estado cerradas durante demasiado tiempo —dijo el canadiense—. Los postigos están duros y deformados. Hará falta un hombre fuerte para poder abrirlos.
—O un hombre sencillo —opinó Rossini—. Un simple carpintero no tiene miedo de usar un escoplo y una palanca para romper la madera que no sirve.
Un instante más tarde, mientras él se alejaba, los dos prelados se miraron. Su expresión encerraba la misma pregunta tácita: ¿podría él hacer esa tarea? Para Rossini la pregunta debía formularse de otra manera. La Iglesia necesitaba un conciliador, un hombre de mentalidad abierta, corazón franco y sentido de la historia. Dieciséis siglos antes, Milán había sido capital del Imperio de Occidente, y Ambrosio, gobernador de la Emilia y la Liguria, había acudido a la ciudad para mediar en la disputa entre los candidatos al obispado cristiano. Según los historiadores, él mismo había sido proclamado obispo cuando aún no era cristiano. Ambrosio había sido un fenómeno en su propia época. Y tal vez, pensaba Rossini, un paradigma profético del futuro. Había nacido y se había educado para el servicio senatorial en el ocaso de un imperio. Sin embargo, se las había arreglado para conservar y transmitir a las eras sucesivas lo mejor del pasado: la creencia en la continuidad, en la justicia elemental, el respeto al orden cívico. Era un hombre que había recorrido el mundo del espíritu y el mundo de las sensaciones, y se había mantenido firme en ambos.
Rossini se sorprendió preguntándose si su antiguo mentor, un hombre de pensamiento eminente, experto en historia, optimista con respecto al futuro, podía ser el hombre que condujera la Iglesia en las postrimerías del siglo XX. Sin duda, sería una batalla elegirlo. No le interesaban las intrigas. Era jesuita, y los jesuitas habían carecido de prestigio durante mucho tiempo. Los hombres del Opus Dei habían estado durante mucho tiempo atrincherados en sus puestos de observación y control financiero.
Aun así, éste era un hombre en quien se podía confiar plenamente, un hombre con quien valía la pena arriesgar su propio voto personal.
A las seis y media de la mañana, la Casa de Santa Marta había sido abandonada por todo el personal no autorizado. Los cardenales y sus asistentes estaban encerrados en el interior y los miembros de la
Vigillanza
vaticana estaban apostados en las entradas y salidas. A las siete en punto se tomó el primer juramento del cónclave a todos los participantes y al personal.
«Prometo y juro que respetaré el secreto inviolable de todos y cada uno de los temas relacionados con la elección del nuevo Pontífice que se discutan o decidan en las reuniones de los cardenales, lo mismo que todo lo que ocurra en el cónclave o en el lugar de la elección, directa o indirectamente, y finalmente con
respecto a la votación y a cualquier otra cuestión de la que pueda llegar a enterarme.
No violaré de ninguna manera este secreto, ni directa ni indirectamente, mediante señales, palabras, por escrito ni de ninguna otra manera. Además, prometo y juro no usar en el cónclave ninguna clase de instrumento transmisor o receptor, ni aparatos para tomar fotografías; todo esto bajo pena de excomunión latae sententiae (es decir, automáticamente), reservada de manera especial a la Sede Apostólica.
Mantendré este secreto escrupulosa y conscientemente incluso después de la elección del Pontífice, a menos que el propio Pontífice me otorgue un permiso especial o una autorización explícita.
De igual manera prometo y juro que jamás prestaré ayuda ni colaboración a interferencia alguna, oposición u hostilidad, ni a otra forma de intervención mediante la cual los poderes cívicos de cualquier orden o grado, o cualquier grupo de individuos, puedan querer interferir en la elección.
Que Dios y estos Santos Evangelios que toco con mi mano me ayuden.»
Después de esto, los electores hicieron un juramento separado para adherirse a la Constitución Apostólica, defender los derechos de la Santa Sede y rechazar todos los vetos de cualquier poder secular con respecto a la elección. Una vez más, el secreto quedaba impuesto y afirmado:
«Por encima de todo prometemos y juramos observar con la mayor fidelidad y con todas las personas, incluidos los asistentes al cónclave, el asunto secreto que tiene lugar en él o en el lugar de la elección, directa o indirectamente relacionada con el escrutinio; no romper este secreto de manera alguna, ni durante el cónclave ni después de la elección del nuevo Pontífice, a menos que éste nos dé autorización explícita.»
A las siete y veinte exactamente, el secretario de Estado se levantó para entregar su informe oficial sobre el estado de la Iglesia. Comenzó con una breve despedida al difunto Pontífice.
«Lo hemos llorado. Hemos rezado por él, lo hemos encomendado a Dios como un buen y fiel servidor. Para nosotros, la tarea continúa. En primer lugar, debemos seguir la tradición apostólica y elegir un nuevo pontífice. Permitidme que os muestre el mundo al que deberá enfrentarse…»
Hizo un breve recorrido por los polvorines del mundo entero: el islam que renacía, China y sus estallidos en el siglo XX, América con su celosa vigilancia a las incursiones en sus mercados, África y su lenta agonía a causa del sida, India y Paquistán, que construían arsenales nucleares, los árabes y los israelíes, que seguían en guerra por unos simples parches de tierra, las tribus de Europa, que seguían luchando para conservar su identidad étnica y religiosa, los recursos del planeta —bosques, oxígeno y agua—, que se despilfarraban mientras la Iglesia aún se negaba a comprender la terrible realidad de la superpoblación. Luego, con el mismo estilo árido, dejó caer sobre la asamblea una granada lista para estallar:
«Nosotros, hermanos míos, tenemos nuestra parte de culpa en todo esto. También nosotros hemos fomentado nuestras guerras y llevado a cabo nuestras matanzas en nombre de Dios. Nos arrepentimos muy lentamente de nuestras fechorías. Hacemos demasiado tarde nuestras reformas. Hemos albergado dentro de la Iglesia a una poderosa organización de clérigos y laicos, una organización acaudalada y secreta que, en nombre de Dios, desarrolla programas que, aunque formulados en documentos y otras manifestaciones expresas, en la práctica contradicen el mensaje del Salvador. No somos, aunque a algunos les gustaría creer que sí, los fieles privilegiados de una Iglesia de elegidos que perseveran hasta el fin en una era apocalíptica. Somos una ciudad enclavada en una montaña, visible para el mundo entero. ¡Pensadlo bien! Pensad en los escándalos en los que nuestras transacciones financieras secretas nos han sumido…»
Luca Rossini se sorprendió al comprobar lo poco que había sabido de este hombre, y al ver cuánto estaba dispuesto a arriesgar en esta carga contra los molinos de viento. Mientras se acercaba al final, el discurso adoptó un tono distinto.
«Pensad en esto. Procurad discernir el signo de los tiempos que vivimos, que es el mensaje que Dios nos envía de continuo. Procurad discernir de qué, como pueblo de Dios, debemos arrepentirnos y qué debemos cambiar. Os recuerdo que hasta que elijáis un nuevo Pontífice sigue vigente el mandato del anterior. Están los que dicen que debería seguir estándolo por toda la eternidad. ¡No es así! Está vigente hasta que la sabiduría de un Pontífice posterior y de sus obispos colegiados lo cambien.
Todos nos hemos sentido conmocionados por la publicación del diario del difunto Pontífice, robado y vendido a la prensa por su ayuda de cámara. Sin embargo, incluso aquí hay algo que se debe discernir. El Pontífice mismo, anciano y enfermo, estaba preocupado con respecto a algunas de sus propias decisiones y directrices, y deseaba poder modificarlas. Él ya está más allá de nuestro juicio, y en las piadosas manos de Dios. Pero nosotros aún tenemos nuestros propios juicios que hacer, y debemos hacerlos con sobria sabiduría. ¡Que Dios nos ayude a todos! »