Eminencia (42 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Eminencia
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—¿Y eso es todo?

—No se me ocurre otra cosa. Es una situación sencilla. No tienes por qué convertirla en un caso desesperado. A pesar de todo, podrías servirme otro whisky.

—Encantado —dijo Piers Hallett—. No sabes cuánto temía este momento.

—¿A qué parte te refieres? ¿A tomar la decisión o a comunicarla?

—A las dos cosas. Mucha gente habría recurrido a alguna postura convencional. Ya sabes, tómate un tiempo, pide consejo, consigue un confesor inteligente… date una ducha fría.

Luca Rossini sonrió y sacudió la cabeza.

—Ninguna postura convencional se sostiene por mucho tiempo. Tarde o temprano llegamos a una posición decisiva desde la cual luchar o morir. ¡Salud, amigo!

Después de beber, Piers Hallett dejó su vaso y comentó:

—Fui a buscar los mensajes, como me pediste. No había ninguno.

—Es demasiado pronto —comentó Rossini—. Demasiado pronto. Rezo para que salgamos de aquí mucho antes de que le ocurra algo a Isabel.

—¿Y cuando llegue el momento?

—Ésa será mi posición decisiva.

—Luchar o morir, dijiste.

—Así es.

—Es una opción drástica —dijo Piers Hallett—. Pero a mí no me la propusiste. ¿Por qué no?

—Yo tengo una discusión pendiente con Dios.

—y Jacob luchó durante toda la noche con el hombre —dijo Piers Hallett—. Y Jacob acabó cojeando. Si no te importa, me serviré otro trago.

—La botella es tuya —aclaró Rossini. Levantó su vaso para brindar—. Por la salud, el dinero y el amor… y el tiempo para disfrutarlos. ¡Te deseo toda la suerte del mundo, amigo!

Capítulo 15

Esa noche, después de cenar, Luca Rossini fue invitado a tomar café con el secretario de Estado y el camarlengo en el despacho privado de éste. Dado que su nombre había aparecido súbitamente en la votación, se preguntó si lo cortejarían o le harían alguna advertencia. Decidió adelantarse planteando la pregunta:

—¿Quién me hizo aparecer en la votación?

—Quince electores, según el recuento. —El camarlengo fue convenientemente impreciso—. Eres uno de los escrutadores, tú mismo controlaste las cifras.

—¿Quiénes son los votantes? ¿Suyos o de ellos?

El camarlengo sacudió la cabeza.

—No hay forma de saberlo. De todas maneras, es la pregunta equivocada. Ambas partes ven cierto mérito en tu candidatura. Tu sermón conmovió a mucha gente.

—También eres un espléndido símbolo —comentó Turi Pascarelli con una sonrisa—. Eres un superviviente arrepentido, que ahora lleva una vida intachable y que no ha sido corrompido por el poder.Serías muy popular entre la gente.

—Pero la gente no tiene voz en la elección. ¡E imagina lo que haría la prensa después!

—No estamos pensando en lo que ocurriría después —aclaró Turi Pascarelli—. Pensamos en el ahora, en los próximos días.

—¿En qué pensáis?

—En la estrategia —respondió el camarlengo—. La estrategia para la vieja guardia es llevar al cónclave lo más lejos posible sin tener que invocar la regla de la mayoría absoluta que, desde nuestro punto de vista, tal vez no obtengan. Para ellos, la mejor posibilidad es resistir hasta la etapa final de estancamiento cuando el Colegio Electoral se ponga de acuerdo en una elección por mayoría simple, en realidad mediante un simple recuento, el primero en cruzar la meta.

—¿Cuánto tiempo pasará?

—Con pocos competidores y cuatro votaciones al día, no pasará mucho tiempo sin que alcancen una decisión. No olvides a toda la gente que espera en la plaza, a los millones que miran la televisión en el mundo entero. Ellos son nuestro electorado. Aquí estamos en un mundo de fantasía. Nos gusta creer que somos los árbitros del destino humano, pero no somos invulnerables. Nunca lo hemos sido.

—Ahora decidme, amigos, con toda sinceridad, ¿cuál es el resultado que vosotros preferís?

—¿Esta vez? Un Pontífice italiano, políticamente limpio, lo suficientemente sereno para resolver las cosas con tino y volver a crear un clima de confianza en la Iglesia.

—En otras palabras, Milán.

—Sí.

—Es lo que yo elijo —dijo Luca Rossini.

—¿Te retirarías para dejarle sitio? —preguntó el camarlengo.

Rossini lo miró con expresión incrédula.

—¿Retirarme? Ni siquiera soy un contendiente. No existe ninguna posibilidad de que yo sea elegido. Toda mi historia me descalifica.

—Tu historia habla a tu favor —dijo el secretario de Estado en tono resuelto—. ¿No te das cuenta? Eres un hombre carismático, Luca. Tu misma debilidad te hace recomendable. ¿Quién resulta más atractivo que el arrepentido Pedro, o Pablo, que quedó ciego en el camino a Damasco? No tienes la más mínima conciencia del poder que irradias, incluso entre nuestros colegas más escépticos. Eres muy admirado por muchos cardenales pastorales con los que has tratado en tus muchas misiones. Apuesto a que a partir de ahora el total de votos a tu favor aumentará en cada recuento.

—¿Y vosotros, por supuesto, contribuiréis a ese aumento? .

—No damos garantías, pero sí, contribuiremos.

—¿Y estáis esperando que aumenten también los votos de Milán?

—Estamos seguros de que así será.

—Pero también estáis seguros de que elegirlo a él como Pontífice sería mejor que elegirme a mí.

—¿No estás de acuerdo?

—Claro que estoy de acuerdo. ¿Entonces, por qué molestarse en representar esta comedia? Ya os he dicho que Milán es también mi candidato. Yo no tengo ambición ni talento para ese cargo. Si os sirve de algo, retiraré mi candidatura antes de la próxima votación.

—Te rogamos que no lo hagas —le pidió el camarlengo—. Te necesitamos en la votación. Tenemos la esperanza de construir a tu alrededor un bloque de votantes que eliminará a la vieja guardia y nos llevará rápidamente a un desempate entre tú y Milán.

Rossini lo observó con expresión de total incredulidad. Enseguida lanzó una carcajada, y luego un sonoro e impetuoso bramido con cierto deje macabro.

—No puedo creer lo que estoy oyendo. Me conocéis mejor que ningún otro hombre de Roma. Conocéis mi pasado, mi presente… incluso la nube de incertidumbre que se cierne sobre mi futuro en la Iglesia, y en la fe misma. Ahora estáis presionando a los electores en mi favor, incluso poniéndome en situación de enfrentarme a Milán en un desempate. No puedo tomarme esto en serio.

—¿Por qué no?

—Porque estáis arriesgando demasiado: apostáis a mi fidelidad. Si tuviera suficientes votos, podría permitirme una travesura y quedarme con el Anillo del Pescador.

—Es un riesgo menor que la ambición de ciertos colegas que no podemos nombrar.

—Tal vez los juzgas más severamente que a mí.

—Creemos —insistió el camarlengo— que tú serías mejor Pontífice que ellos. Tus faltas hablan mejor de ti que las virtudes de ellos.

—Aunque —se apresuró a añadir el secretario de Estado—seguimos creyendo que Milán es el hombre más adecuado para la Iglesia en este momento. Hay una gran oposición con respecto a él. Es un erudito. Y jesuita. Ha permitido que en su púlpito entren voces ajenas. Podría dar nueva luz y nuevas esperanzas a la Iglesia. No obstante, necesitamos una palanca más eficaz para elevarlo al trono de Pedro. Necesitamos que sigas como candidato hasta que nosotros te digamos que es el momento adecuado para abdicar. ¿Lo harás?

—¿Y si os equivocáis al evaluar la situación ? Suponed que Milán cae en desgracia y yo me convierto en el favorito. Suponed que mi mayor rival es un hombre al que todos desaprobamos ¿En qué situación me encontraría?

—Quedarías solo en el Monte de la Tentación —respondió el secretario de Estado con expresión sombría—. Con todos los reinos de este mundo extendidos a tus pies como una alfombra.

—¿Y los dos me dejaríais solo?

—No estarías solo, Luca, amigo mío.

—¿Por qué no?

—Piénsalo —dijo el secretario de Estado, y cambió bruscamente de tema—. Este café es terrible, Baldassare. ¿No puedes hacer algo al respecto?

—Es la tradición —aseguró el camarlengo alegremente—. ¡Es necesario someter a los miembros del cónclave a una dosis razonable de incomodidad para que concluyan rápidamente la tarea!

El café lo mantuvo despierto y la conversación lo obsesionó durante las largas horas de insomnio que se prolongaron hasta después de la medianoche. A pesar de sus protestas, resultaba curiosamente seductora la idea de que él, Luca Rossini, pudiera acceder al trono de Pedro. La seductora imagen se convirtió sutilmente en una tentación que se insinuaba como el vapor en la cerrada fortaleza de su ser. Aquí era donde acechaban los odios primitivos, el viejo recuerdo de daños no reparados, la repugnancia de todas las imágenes de tiranía dentro y fuera de la Iglesia.

Empezó a jugar mentalmente consigo mismo. Estableció las reglas cuidadosamente. «Yo, personalmente, no deseo convertirme en un tirano ni en un bruto. Sólo deseo equilibrar la balanza de la justicia. Como supuesto Pontífice, tengo el poder en mis manos. He visto hasta dónde alcanza ese poder, con cuánta eficacia puede utilizarse, cómo las mujeres y los hombres buenos pueden ser persuadidos de servirlo, cómo otros igualmente buenos pueden ser oprimidos por él. ¿Por dónde empiezo? ¿Qué piezas debo retirar del tablero? ¿A quiénes concedo patentes de poder? ¿Quiénes serán mis consejeros, quiénes mis seguidores?»

Se sorprendió al comprobar cuántas permutaciones y combinaciones del juego le parecían fascinantes. Quedó conmocionado por la intensidad de los apetitos primitivos que evocaban en él. Hubo un momento en el que las imágenes de venganza se hicieron tan poderosas que no sólo no pudo apartarlas de su mente,

sino que ni siquiera pudo tomar la decisión de hacerlo. Las cicatrices de la espalda empezaron a picarle y a arderle. Se le aceleró el corazón y empezó a sudar abundantemente. Se obligó a levantarse de la cama, se quitó el pijama empapado y se dio una larga ducha para limpiar la mugre del pasado que aún parecía pegada a su cuerpo. Deseó oír música para ahuyentar a los demonios. No tenía radio. Recordó que estaba en una prisión, tan esclavizado como el primitivo papa Ponciano, forzado a trabajar en una cantera en Cerdeña. Tomó su breviario e intentó leer. Las palabras bailoteaban ante sus ojos. Trató de meditar, y el primer texto que acudió a su mente fue el de Pablo a los romanos: «Oh, ¿ quién eres tú para hablar contra el Señor? ¿No tiene poder el alfarero sobre la arcilla para convertir una pieza en una vasija de honra y la otra en una de deshonra?».

Su difunto patrono lo había instado muchas veces a pensar en aquel texto. Él lo había rumiado como si fuera hierba, hasta exprimirle todo el jugo; de todos modos, seguía en discusión con su hacedor. De todos modos, quería saber. «¿Por qué yo? ¿Por qué ella? ¿Por qué tu mundo está hecho así y no de otra manera? He luchado contigo durante demasiado tiempo. Daré por terminado el combate y te enviaré a casa… dondequiera que esté. ¡Todo ese racimo de galaxias, y me dicen que haces esfuerzos por llenar el vacío que hay entre ellas! ».

En algún momento de la noche, en medio del silencio, se quedó dormido.

Las dos primeras votaciones del día siguiente mostraron un leve cambio de tendencia. Milán se aseguró más votos. Rossini registró una modesta mejora. El brasileño y el norteamericano perdieron apoyo y se retiraron. Las pérdidas y ganancias en el resto de la lista reflejaban las discusiones y maniobras que la noche anterior habían llevado a cabo los «grandes electores» y un grupo rival de centroeuropeos.

Los rumores en la mesa del almuerzo reflejaban cierta ansiedad. Una elección prolongada pondría de manifiesto las escisiones en el seno de la Iglesia. Eso daría a entender que el que resultara victorioso podría ser considerado un candidato de compromiso. Lo cual dificultaría aún más la tarea de reunificación. Les gustara o no, cualquier nuevo Pontífice necesitaba mostrar una imagen pública que lo acompañaría, forzosamente, mientras durara su reinado.

Si los creadores de imagen hacían mal su trabajo, o si la tarea en sí misma era difícil, los fieles podían alejarse aún más.

Mientras salían del comedor, el secretario de Estado le comentó rápidamente a Rossini:

—La última votación de hoy nos dará un indicio del rumbo que tomarán las cosas.

—Me alegro de que alguien pueda aportar una interpretación, Turi. A pesar de toda la multitud que espera en la plaza de San Pedro, me pregunto hasta qué punto somos realmente importantes para el Pueblo de Dios.

El secretario de Estado se encogió de hombros en una actitud típicamente romana.

—¿Quién sabe? Te diré una cosa, Luca. Si no estuviéramos aquí, y no pasáramos por todo esto, se produciría un enorme hueco en la historia de la humanidad y un gran vacío en la psique humana.

Dicho esto, se retiró. Luca Rossini salió y dio un paseo hasta un rincón apartado de los jardines vaticanos. Se detuvo a leer su breviario y a decir sus oraciones por la amada a la que ahora no podía cuidar.

Tal como había pronosticado el secretario de Estado, la última votación del día produjo un temblor lo suficientemente fuerte para eliminar a unos cuantos candidatos más debiles y confirmar a Milán y a Rossini como punteros, mientras el belga y el chileno seguían siendo competidores viables.

Tres horas más tarde, Rossini fue nuevamente convocado a una reunión con el camarlengo y el secretario de Estado. El camarlengo fue el primero en comunicar las novedades.

—Podemos terminar esto mañana en la primera votación. Chile y Bélgica quedarán fuera. La decisión entre tú y Milán se tomará por mayoría simple de votos.

—¿Eso es legal?

—Es una situación
de facto
—dijo el secretario de Estado—. No satisface a todos, pero ninguno de los miembros del Colegio Electoral está dispuesto a objetarla.

—Sin embargo, hay un problema —añadió el camarlengo—. Un sólido núcleo de oposición a Milán. Hay gente a la que no le gusta la conexión jesuita. Hay otros… ¡Que Dios nos ayude! Hay otros que desconfían de su erudición liberal y su apertura a los no creyentes. De modo que tanto Turi como yo consideramos que esto

podría ser una carrera reñida. Podrías ganar tú.

—¡Y dejar la responsabilidad en manos del Espíritu Santo! —De pronto una carcajada de felicidad brotó de su garganta y brilló en sus ojos—. ¡Perdonadme, amigos! Os lo advertí.

—Así es —dijo el secretario de Estado.

—Y también hiciste una promesa —dijo el camarlengo.

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