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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (23 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Las otras páginas no eran mejores. Quejas, remordimientos, acusaciones mutuas, una ambigua sensación de fracaso: nada más. Leyendo entre líneas, lo único que llamó la atención de Bacon era la constante queja de Gerlach de que muchos de los recursos que podían haber sido utilizados para la investigación atómica iban a parar a otros programas «secretos». Pero ¿quién asignaba esos recursos? ¿Quién era ese él al que acusaba tantas veces? Bacon se sentía incómodo. ¿Realmente podía suponer la existencia de Klingsor a partir de estas pocas alusiones? ¿No sería, quizás, una manera de justificar su investigación, asumiendo riesgos inexistentes e inventándose su propia tarea? ¿No sería mejor renunciar y afirmar que Klingsor no era más que uno de tantos nombres, uno de tantos verdugos?

UNIVERSOS PARALELOS

Núremberg, 2 de noviembre de 1946

DE: Tte. Francis P. Bacon

PARA: Prof. John von Neumann

Querido profesor:

No sé por dónde empezar. Hace tanto que no hemos tenido contacto que serían demasiadas las cosas que me gustaría contarle. Hemos vivido en un tiempo que ha producido mucha más historia de la que somos capaces de digerir, como ha dicho (más o menos) Winston Churchill. El juego de la guerra, como solía usted llamarlo, es mucho más aburrido y despiadado —para no caer en el error de los lugares comunes— de lo que cualquiera de nosotros pudo haber supuesto… En fin, no lo distraigo con cosas que seguro conoce mejor que yo. Lo único que puedo añadir es que la solución de un juego como éste parece ser, mal que nos pese, la de no jugar.

Ahora estoy metido en otro juego, mucho menos peligroso pero, quizás por ello mismo, más arduo. ¿Quién iba a decir que yo iba a convertirme en un soldado, qué digo, en un detective encargado de perseguir hombres en lugar de ser un físico que persigue abstracciones? En alguna medida usted tiene la culpa de esta conversión y por ello me atrevo a pedir su ayuda. ¿Puedo explicarle lo que sucede sin temor a que me cierre su puerta en las narices? Gracias. Mi problema es que ya estoy jugando y, por desgracia, no sólo desconozco el nombre del juego, sino que ni siquiera estoy al tanto de sus reglas y, mucho menos, del significado de ganarlo. ¿No sería ésta una nueva perspectiva para su tipología lúdica? Un juego en el cual los participantes luchan entre sí sin conocer cuál será el premio que consigan al final. ¿Y si se trata de un castigo? ¿Ello trastocaría toda la lógica que durante tantos años se ha dedicado a construir? Quizás exagero. Soy un hombre impaciente, usted lo sabe mejor que nadie. Sólo tengo un pequeño cabo del hilo de Ariadna, y un alud de incógnitas, y me resisto a seguirlo en medio de la oscuridad de Alemania en estos días. Se trata, desde luego, de una misión secreta, y se supondría que no debería decir nada al respecto, pero he decidido arriesgarme.

Vuelvo, entonces, al problema inicial.
Klingsor
. ¿Le dice algo esta palabra? Aún no sé si se trata de una tomadura de pelo o, por el contrario, de uno de esos expedientes perdidos que pueden llegar a conducir a algo muy gordo. Sólo puedo decirle que se trata del nombre clave de un científico alemán que, según algunos, fue muy importante. Una especie de espía, de quintacolumna de Hitler en la comunidad científica alemana. ¿Otro de los rumores en torno al viejo Adolf? Lo dudo. Sea como fuere, los de inteligencia militar me han puesto a cargo del caso. De acuerdo, voy al grano. Sabe que voy a pedirle algo, de otra manera no me detendría a contarle estas linduras. Necesito que me oriente. A pesar de mi trabajo previo, no sé por dónde empezar. Espero su respuesta con impaciencia.

Princeton, N. L, 9 de noviembre de 1946

DE: Prof. John von Neumann

PARA: Tte. Francis P. Bacon

Querido Bacon:

Me complace recibir noticias suyas, sobre todo porque ello significa que sigue con vida. Una inferencia razonable, supongo. No había vuelto a saber de usted desde que nos vimos en Londres ¡hace mil años! ¡Qué época tan extraordinaria nos ha tocado vivir! Es como si el tiempo se hubiese acelerado sólo para agradar a los hombres de ciencia. Desde luego, no quiero parecer insensible: sé que las tragedias han sido mayores, quizás, a las que ha conocido la humanidad en toda su historia, pero estoy convencido de que no teníamos otra opción. La guerra debía terminar
ya
. Lo peor es que no hemos acabado con una cuando empieza otra: ahora contra los rusos. Pueden llegar a ser peores que los nazis, se lo aseguro. Yo viví en Hungría durante un gobierno rojo, y era peor que el infierno, muchacho. Así que aquí estaremos de nuevo, querido amigo, aplicando nuestra teoría de juegos para ganarle la partida a Stalin…

Mi querido Bacon, yo también querría contarle decenas de cosas interesantes sobre el trabajo que desarrollamos durante los últimos meses de la guerra en Nuevo México, pero estoy muy fatigado y, como supondrá, tengo prohibido hacer cualquier referencia a aquella labor. Respondo, pues, a su pregunta. ¡Buenas nuevas, muchacho! La suerte, sin duda, está de nuestra parte. ¡He movido cielo, mar y tierra por su culpa! Pero tengo la impresión de que ha valido la pena. Hablé con mis amigos de Washington, de Londres, incluso con gente cercana a Patón y a Eisenhower… Al principio, nada, como suponía. Un silencio hermético. Así que insistí. «Lo sentimos, Johnny», me respondían por todas partes, «no tenemos idea de a quién pueda referirse el apelativo Klingsor». Entonces, yo volvía a la carga. «¡Estamos hartos de ti y de tu Klingsor!». Pues no voy a dejar de molestarlos hasta que encuentren algo para mí, por Dios. Soy asesor de seguridad nacional, ¿saben? Todos los días hacía una llamada y todos los días obtenía el mismo silencio y los mismos reclamos… La burocracia es igual en todas partes. Un burócrata nunca va a resolverte una duda a la primera, ésa es una de las reglas de su código de conducta. Tiene que pedir autorización a su superior, y éste a su vez a su jefe, y así hasta el presidente, el secretario de Estado o el secretario de la Defensa. Si uno quiere vencer a esas alimañas, lo único que se requiere es paciencia… Como preví, al fin se abrió una puerta.

No quiero que se haga ilusiones. No se trata de algo enorme, sino de un resquicio que quizás pueda servir. Pero es un principio. Si uno quiere llegar a algo grande, hay que empezar por lo más pequeño. Seguir la ruta de las partículas elementales, muchacho, porque de ellas está formado el universo. Escuche esta historia: en 1944, un grupo de oficiales del ejército alemán decidió poner fin a la vida de Hitler. Su idea era asesinarlo, dar un golpe de Estado y eliminar a los nazis del gobierno. Tenían la esperanza de que, con esta maniobra, podrían firmar un acuerdo de paz en mejores condiciones. ¡Ilusos! De cualquier manera, siguieron adelante con su plan y, en julio, colocaron una bomba en uno de los cuarteles del Führer. Por desgracia, algo falló. Hitler salió ileso y el golpe fue sofocado con una crueldad sin precedentes por Himmler y las SS, expertos en esas tareas. Hasta aquí, no cuento nada nuevo, aunque en esta época este episodio ha sido casi olvidado. La conjura involucraba a gente en el ejército, la diplomacia y los círculos civiles. Himmler ordenó que cualquiera que hubiese tenido que ver, así fuera lejanamente, con los involucrados en el atentado debía ser detenido, acusado de conspiración y ejecutado. Cientos de personas fueron atrapadas durante los meses de agosto a diciembre. La mayor parte de ellas fueron fusiladas o enviadas a campos de concentración.

Y aquí viene lo interesante. Entre los detenidos figuraba un matemático, amigo de un oficial de la Wehrmacht que había participado en la conspiración. Como tantos acusados, tuvo que afrontar el cargo de alta traición ante una corte de Berlín, pero por alguna razón no fue condenado a muerte, sino trasladado a diversas prisiones hasta que finalmente fue liberado por una patrulla de los nuestros unos días antes del fin de la guerra… No habría nada sorprendente en esta historia si no hubiese dos casualidades que parecen obrar a nuestro favor. La primera es que, al ser interrogado por un oficial norteamericano sobre el motivo de su arresto, respondió que todo había sido culpa de Klingsor. El oficial dijo no comprender a qué se refería y entonces nuestro hombre se limitó a narrar su participación en el atentado de julio del 44… La segunda coincidencia es aún más pasmosa. Yo lo conocí. Así es, querido Bacon: el matemático del que estamos hablando fue amigo mío antes de la guerra. Su nombre es Gustav Links. Un tipo modesto pero de una inteligencia asombrosa. Lo conocí en Berlín cuando yo era alumno de Hilbert en Gotinga, allá por 1927. Él era casi tan joven como yo, pero ya destacaba en los congresos matemáticos. Estaba obsesionado, según recuerdo, con el dilema del continuo de Cantor. Se había titulado en la Universidad de Leipzig y posteriormente realizó estudios doctorales en Berlín. Nos mantuvimos en contacto con él hasta 1936, más o menos. A partir de entonces no volví a saber de él.

¿Qué le parece? Por fortuna, sigue vivo y con las mejores credenciales posibles, me atrevo a decir. Es nuestro hombre. ¿Dónde puede encontrarlo ahora? Muy sencillo. Donde están todos los científicos alemanes que no tuvieron la mala fortuna de quedarse en la zona de ocupación soviética: en Gotinga. No le será difícil dar con él. Le deseo suerte en su nuevo juego, querido Bacon, y sólo le pido que me mantenga al tanto de sus avances.

Núremberg, 28 de noviembre de 1946

DE: Tte. Prancis P. Bacon

PARA: Prof. Gustav Links

Estimado profesor:

Mi nombre es Francis P. Bacon y soy físico egresado de la Universidad de Princeton. Me encuentro en Alemania realizando un trabajo de investigación para el ejército de Estados Unidos y un amigo común, el profesor John von Neumann, me ha dicho que quizás usted podría ayudarme. Si le parece bien, yo podría visitarlo en Gotinga. Le agradeceré infinitamente su apoyo.

¿Para qué podía servirle yo a un físico que, además, como lo hacía notar groseramente, pertenecía al ejército de Estados Unidos? ¿Qué podía querer de mí? Y, sobre todo, ¿por qué Von Neumann pensaba que yo podía ayudarlo? ¿Es que mi calvario no iba a terminar nunca?

Tras mi liberación en 1945, las posibilidades de volver a una vida normal seguían siendo escasas para mí. Alemania estaba completamente destruida y los aliados se repartían su cadáver como lo habían acordado en las conferencias de Yalta y Teherán. A diferencia de los físicos que habían trabajado en el proyecto atómico, yo era un simple matemático y, aunque había colaborado con Heisenberg en distintas fases del programa, mi participación había sido marginal. Ello me salvó de correr la suerte de los demás miembros del
Uranverein
: nunca fui considerado un botín de guerra, ni llevado a París ni, posteriormente, a Farm Hall. Por el contrario, mi destino resultó más modesto: después de comprobar mi identidad y mi oposición a los nazis, los norteamericanos me dejaron partir. Pocos meses después del fin de la guerra, conseguí trasladarme a Gotinga. Tomé las pocas pertenencias que pude llevar conmigo —de cualquier modo, desde la muerte de Marianne los bienes materiales me importaban muy poco— y me refugié en aquella sombría ciudad universitaria dentro de la zona de ocupación británica.

A diferencia de los franceses y los norteamericanos, demasiado rencorosos, y de los rusos, que no tardarían en centralizar la investigación científica alemana para servir a sus propios fines, los ingleses se mostraron más compasivos. Su tradición antiautoritaria los llevaba a creer que sólo una relativa autonomía de los territorios alemanes bajo su control, podría garantizar la paz y la estabilidad de Europa en el futuro. Apelando a esta convicción, habían decidido convertir a Gotinga en el nuevo centro de la ciencia en Alemania: el único inconveniente de la ciudad era, quizás, su extrema cercanía con la zona soviética cuya frontera estaba sólo a unos kilómetros.

Cuando llegué a Gotinga, estaba deshecho. No me interesaba nada. No deseaba nada. No era nada. En lo único que podía pensar era en la extrema inutilidad de mi vida anterior. Números, fórmulas, teoremas, axiomas: tonterías que me habían condenado, en medio de la vorágine, a un silencio cómplice. En 1946, un científico alemán era peor que ser un insecto. ¿Quién querría ocuparse de esta escoria en un mundo arruinado? ¿A quién podía servirle un animal que, en vez de apilar ladrillos, meditaba sobre sus formas, describía su longitud o explicaba las leyes que lo hacían sólido? Yo no sólo me sentía inútil, sino superfino. Si, como llegó a decir más tarde un filósofo, la literatura se había vuelto imposible después de Auschwitz, era sólo porque cualquier forma de felicidad era imposible después de Auschwitz. Y si la poesía era imposible, ¿qué decir de las matemáticas? ¿A quién podría importarle Cantor o el problema del continuo cuando millones de seres humanos habían sido aniquilados? ¿Con qué rostro podía yo salir a la calle?

Me instalé en uno de los derruidos edificios de apartamentos en las afueras de la ciudad —tenía por vecinos a familias enteras, hacinadas en cuartuchos destartalados—, sin saber qué hacer. A fines de febrero, llegaron a la ciudad Werner Heisenberg y Otto Hahn, quien acababa de enterarse de que le había sido concedido el Premio Nobel por el descubrimiento de la fisión. Ambos tenían el beneplácito británico —que a su vez tenía el de los norteamericanos— para reconstruir el Instituto Kaiser Wilhelm de física y de química, respectivamente. Ello le confería un toque de distinción a la ciudad, pero no bastaba para arrancarme de mi letargo. En aquellos días mi voluntad estaba reducida a cero. Comportándome como autómata, acepté la cátedra de Matemáticas que me ofrecía la Universidad sólo porque me parecía el modo más sencillo de ganarme la vida sin esfuerzo. De cualquier modo, no estaba dispuesto a emprender ninguna investigación o a mezclarme en las actividades académicas.

Mientras tanto, los Aliados emprendían una acelerada política de
desnazificación
de la vida pública del país. Todos los ciudadanos alemanes mimos obligados a llenar formularios en los cuales se nos preguntaba, una y otra vez, sobre nuestra pertenencia a asociaciones o grupos ligados, de cualquier modo, al partido nazi. Quienes respondían afirmativamente, debían presentarse a declarar ante tribunales militares. Si uno era hallado culpable de haber estado inscrito en el Partido o en alguna organización afín, se le impedía dedicarse a cualquier actividad relacionada con el servicio civil. En Alemania, las cátedras universitarias siempre habían formado parte de la administración central, de modo que muchos profesores habían tenido que ingresar al Partido sólo para no perder sus puestos. Ello provocó que a centenares de buenos científicos les resultase imposible volver a la vida académica y que a muchos profesores de preparación o jerarquía inferior, pero que no habían sido miembros del Partido, se les concediesen las plazas que de otro modo no hubiesen estado a su alcance.

BOOK: En busca de Klingsor
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