—Lo nuestro debía terminar tarde o temprano. De veras lo lamento.
—¿Por qué?
—No hay remedio —repuso Bacon.
—Prometo no decírselo a nadie.
Conforme Vivien hablaba, Bacon más la despreciaba y, también, de una forma que era incapaz de comprender, más la quería.
—Hay algo que no sabes —añadió sin mirarla—. Estoy comprometido. Se llama Elizabeth —la voz se le cortaba—. No podía ser de otro modo, debes entender… ¿Podrás perdonarme? Prefiero ser sincero y decirlo ahora…
Claro que podía perdonarlo. Bacon lo sabía —era capaz de adivinar cualquiera de sus reacciones—, pues de otro modo no se lo hubiese dicho, o al menos no con semejante crudeza. Acaso, rompiendo sus costumbres, Vivien se enfadaría y se marcharía, pero Bacon tenía la sospecha de que ella no iba a hacerlo. Estaba seguro de que, al final, terminaría regresando con él, de que se amarían sin palabras y de que ambos volverían a ser tan desdichados como siempre. Mientras tanto, debía comenzar a planear su boda.
—De acuerdo, Vivien. Será como tú quieras.
El Instituto de Estudios Avanzados era un lugar mohoso y lúgubre: no contaba con laboratorios y menos aún con estudiantes ruidosos e impertinentes. Los instrumentos de trabajo de sus inquilinos se reducían a unas cuantas pizarras, tiza, papeles… Si uno quería dedicarse a realizar experimentos mentales, se trataba sin duda del mejor sitio para ejecutarlos. En el interior de los gruesos muros de Fuld Hall, se congregaban algunas de las mentes más poderosas del mundo: los profesores Veblen, Gödel, Alexander, Von Neumann, así como los célebres conferenciantes que peregrinaban con frecuencia por sus instalaciones, por no hablar del patrono tutelar de los físicos, el propio Einstein. Sin embargo, Bacon se aburría.
Apenas habían transcurrido unos meses desde que había comenzado a trabajar al lado de Von Neumann, pero aún no había encontrado un estímulo que lo entretuviese. No es que le disgustara el trabajo con el matemático húngaro, por lo demás bastante rutinario, ni que pensase que podía hallar un lugar mejor para continuar su aprendizaje, pero había descubierto en su corazón una veta que lo alejaba de la especulación pura o, al menos, de la ciencia silenciosa que se practicaba allí. En un par de ocasiones intentó acercarse a los profesores que se reunían a tomar te con galletas a las tres de la tarde, pero sus deseos de iniciar una conversación con alguno de ellos se vio frustrado por el desinterés que mostraron hacia su persona. Hastiados de su propia meditación, se dedicaban a charlar entre sí sobre temas tan trascendentes para el futuro de la ciencia como los resultados del béisbol, la forma de conseguir vinos europeos o el sabor grasiento de la comida norteamericana. Las preguntas serías que Bacon trataba de formularles se desvanecían entre risillas nerviosas y repentinas muestras de distracción. Aunque lo estimaba, Veblen lo saludaba con condescendencia y luego se apartaba lo más pronto posible. Von Neumann se limitaba a tolerarlo —tal como le había advertido— y los demás científicos, a los que apenas conocía, ni siquiera lo tenían en cuenta.
Acostumbrado a destacar en todas las materias de su carrera, esta falta de atención lo sumía en un letargo muy similar a las depresiones que experimentaba cuando aún vivía con su familia. En esos momentos, pensaba que quizás hubiese sido mejor marcharse a otra universidad, a CALTECH probablemente, donde al menos habría tenido la posibilidad de enfrentarse a problemas más vitales. A pesar de que Von Neumann había publicado, en 1932, uno de los tratados más importantes sobre física moderna, titulado
Fundamentos matemáticos de la teoría cuántica
, era cierto que ahora estaba más preocupado por sus juegos y, peor aún, por la programación de calculadoras mecánicas. A Bacon ninguno de estos temas le interesaba: podía divertirse con las ingeniosas formulaciones de su preceptor, pero ello no lo llevaba a apreciar mejor sus obsesiones.
Para colmo, su relación con Elizabeth se tornaba cada día más seria y la cercanía de un compromiso formal lo horrorizaba. Al principio se había tratado de una especie de prueba —era la primera vez que una mujer de su condición decía quererlo—, pero jamás pensó que su compromiso evolucionase con tanta rapidez. Por otro lado, no podía optar públicamente por Vivien: sería un escándalo que terminaría por marginarlo hasta de los círculos académicos. El brillante porvenir que creía haber iniciado al ingresar al Instituto se disolvía en una trampa de la que no hallaba modo de escapar. Pero no podía darse por vencido: debía resistir al menos un año antes de pensar siquiera en marcharse a California.
—¿Qué le sucede, Bacon? —le dijo un día Von Neumann con su acostumbrada extraversión—. ¿Tiene algún problema? Ah, ya puedo imaginarlo… ¿Mujeres, no es así? Los hombres siempre están abrumados por las mujeres. Es el gran problema de nuestro tiempo, Bacon. ¿Se ha puesto a pensar en el tiempo que desperdiciamos atormentándonos con este asunto? Si los hombres le dedicasen a la física o a las matemáticas una cuarta parte de las horas que tardan en resolver sus líos amorosos, la ciencia avanzaría en proporciones geométricas. Pero ¡diablos! ¿No es maravillosamente divertido?
—Divertido y doloroso, profesor —masculló Bacon.
—¡Claro, eso lo hace tan interesante! Debo confesarle que yo también paso muchas horas meditando sobre este tema… Soy un hombre casado, ¿sabe? Desde luego usted conoció a mi esposa, en la fiesta… Pero aún soy joven. Tengo derecho a preguntarme si no volveré a conocer otro cuerpo además del de Klara, ¿no cree? —la charla había hecho que Von Neumann se ruborizase—. ¿Le parece si al final del día nos tomamos una copita para continuar charlando? Perfecto, Bacon. Mientras tanto, ¡a trabajar!
El atardecer hacía que los ladrillos rojos del Instituto ardiesen con llamas rosadas y violetas. Sobre ellos, las nubes se habían desprendido de su tristeza habitual y se dejaban atravesar por los últimos rayos del sol. Como la vez anterior, Von Neumann citó a Bacon en su casa. Klara había ido a una partida de
bridge
con alguna vecina, de modo que tenían libertad para hablar. Bacon se sentía cada vez más cómodo en aquel amplio salón.
—Cuando me dijeron que en Estados Unidos estaban prohibidas las bebidas alcohólicas —exclamó Von Neumann mientras sacaba dos vasos de uno de los armarios—, creí que era una broma. Fue horrible constatar que era cierto. ¡Vaya locura, la de los americanos! Por eso sólo accedí a trabajar como profesor visitante en la Universidad, para poder regresar a Europa cada verano y reponerme de la sequía —tomó una botella de bourbon y sirvió el líquido rubio en dos grandes vasos; era un
barman
experto—. Gracias a Dios se dieron cuenta de su error. ¿Agua? Yo lo prefiero solo. Vamos, beba… En fin. Cuénteme, Bacon, qué le sucede.
—No lo sé —mintió Frank—. Suponía que sería diferente —luego trató de corregirse—. No es que me sienta mal en el Instituto, profesor, sino que me da miedo no estar en el lugar adecuado en el momento adecuado…
—¿Pues en dónde querría estar?
—Ése es mi problema. Por una parte, no encuentro mejor sitio que éste… Están todos ustedes… Pero justo por ello, siento que mi trabajo nunca podrá ser importante.
—Qué impaciente es usted, Bacon. Yo también era así, no lo dude. Le comprendo —el profesor sacudía la cabeza, como si estuviese realmente apesadumbrado—. Siempre he dicho que la capacidad matemática declina a partir de los veintiséis años, así que a usted le quedan…
—Cuatro.
—¡Cuatro! Terrible, ¿no es así? En fin, yo tengo treinta y ocho y todavía disimulo bastante bien —le dio un par de sorbos a su vaso, limpiándose los labios con una servilleta de lino—. Sin embargo, mi amigo, creo que no sólo le preocupa el Instituto… Tiene un problema de faldas, ¿verdad?
—Temo que sí.
Bacon agradecía los consejos de su tutor, pero no estaba seguro de que le gustara charlar con él sobre su vida privada; en realidad, prefería no hacerlo con nadie.
—Cuénteme, ¿qué sucede?
—Hay dos mujeres…
—¡Lo sabía! ¿Ve qué buen ojo tengo, Bacon? La gente piensa que los matemáticos no tenemos ningún contacto con el mundo, pero no es cierto… Incluso podemos ser más observadores que la gente normal. Vemos cosas que los demás no ven. —Hizo una pausa—. ¿Las quiere a las dos?
—En cierto sentido, sí. No estoy seguro. Una es mi prometida. Es una chica agradable, abierta…
—Pero no la ama.
—No.
—Entonces cásese con la otra.
—Eso también es imposible. No sabría cómo explicárselo, profesor —Bacon le dio un trago al
bourbon
para darse valor—. La otra es muy diferente… Incluso no sé si en verdad la conozco y menos aún si la quiero. Apenas hablamos…
—Un problema, claro que sí, ¡un verdadero problema! —interrumpió Von Neumann—. ¿Ha visto como, de nuevo, yo tenía razón? esas son las cuestiones que nos afectan todo el tiempo aunque lo neguemos. Pero no crea que las matemáticas no sirven de nada en estos momentos —el profesor terminó su bebida y de inmediato procedió a servirse otra ración. Bacon apenas había tomado la suya—. Por eso me interesa tanto la teoría de juegos. ¿O pensaba usted que era una de mis excentricidades pasar el tiempo con el cara o cruz y el poker? No, Bacon, lo verdaderamente interesante de los juegos es que reproducen el comportamiento de los hombres… Y funcionan, sobre todo, para aclarar la naturaleza de tres cuestiones muy parecidas: la economía, la guerra y el amor. No bromeo… En estas tres actividades se resume la lucha que llevamos a cabo unos contra otros. En las tres, hay al menos dos voluntades en conflicto. Cada una intenta sacar el mayor provecho posible de la otra sin arriesgarse demasiado…
—Como en su ejemplo de la guerra.
—Exacto, Bacon. Aunque últimamente he estado más preocupado por sus aplicaciones económicas, será un buen ejercicio si analizamos su caso. Veamos. Hay tres jugadores: usted y sus dos mujeres, a las que llamaré, para no ser indiscreto, A y B. Usted será C. Ahora cuénteme qué pretende cada uno.
—Trataré de resumirlo —a Bacon le sudaban las manos, como si se estuviese confesando—. La primera, a la que usted llama A, es mi prometida. Quiere casarse conmigo. Me lo insinúa todo el tiempo, me presiona, no piensa en otra cosa. Por su parte, lo único que desea la chica B es que yo esté con ella, pero esto resultará imposible si accedo a casarme con A.
—Comprendo. ¿Y usted qué busca?
—Eso es lo peor. No lo sé bien. Creo que me gustaría mantener las cosas como hasta ahora… Que nada evolucionara.
Von Neumann se levantó de su asiento y comenzó a dar vueltas alrededor de la estancia. Golpeaba sus palmas una contra la otra, como si aplaudiese, mirando a Bacon con una especie de condescendencia paternal.
—Me temo, querido amigo, que usted está apostando por la inmovilidad, lo más peligroso que puede hacerse en un juego como éste… ¡Claro que puede intentarlo, pero hasta las leyes físicas irían en su contra! En los juegos uno siempre intenta avanzar, ir consiguiendo nuevos objetivos, derrotar lentamente al adversario… Así actúan sus dos mujeres. Las dos están acorralándolo poco a poco, mientras que usted sólo realiza una defensa pasiva —Von Neumann regresó a su asiento y puso su gruesa mano sobre el brazo de Bacon—. Como amigo suyo, debo decirle que su estrategia lo llevará al fracaso. Tarde o temprano, alguna de ellas terminará venciéndolo. En realidad, aunque no lo sepan, sólo están compitiendo entre sí… ¡Usted no es un jugador, muchacho! ¡Usted es únicamente el premio!
—¿Qué he de hacer entonces?
—Oh, mi querido Bacon. Yo sólo le estoy hablando de teoría de juegos, no de la realidad. Una cosa es la razón, como usted tan bien observó la vez pasada, y otra muy distinta la voluntad. Sólo puedo decirle que yo, en su caso, sólo encuentro una salida…
—¿Va a decirme cuál es, profesor?
—Lo siento, Bacon, yo soy matemático, no psicólogo —en el semblante rubicundo de Von Neumann se dibujó una sonrisa felina—. Tendrá que descubrirla por sí mismo… ¿Le sirvo otra copa?
Bacon sabía que, desde su época de Berlín, a Einstein le encantaban las caminatas. Todos los días acostumbraba realizar a pie el recorrido entre el Instituto y su casa, y le agradaba compartir esos minutos con alguien con quien charlar. Sólo eran unos instantes, pero sus interlocutores los valoraban como sublimes momentos de iluminación. Muchos de los ilustres físicos que visitaban Princeton lo hacían con la esperanza de compartir uno de estos recorridos con el profesor, pues era cuando su mente se hallaba más relajada y chispeante. Aunque todavía no había tenido la oportunidad de serle presentado, Bacon pensaba que quizás alguna vez podría acercársele para cruzar unas cuantas palabras con él. Luego, con un poco de suerte, quizás se convirtiera en uno de sus acompañantes habituales.
Una mañana se decidió a esperarlo afuera de su despacho, el cubículo 115 de Fuld Hall, escondido en el rellano de la escalera. Tenía miedo, una especie de vergüenza secreta, similar a la de los fanáticos que persiguen a las estrellas de cine para pedirles un autógrafo, mas no estaba dispuesto a dejar pasar aquella ocasión. Había decidido quedarse en Princeton para conocer a hombres como aquél, no para escuchar los extraños sermones de Von Neumann o soportar la indiferencia de sus colegas.
Como aseguraban los periodistas encargados de popularizar —o mas bien de malinterpretar— las ideas de Einstein, Bacon pudo comprobar por sí mismo la relatividad del tiempo. Los segundos pasaban tan lentamente como si las tuberías de la clepsidra universal se hubiesen secado. Llevaba más de cuarenta minutos ahí, parapetado como un espía o un centinela, aguardando la salida del físico como quien espera un milagro. Cada vez que alguien pasaba cerca de él, Bacon lo saludaba con timidez, se llevaba una mano a la frente para mostrar que al fin había recordado el motivo que lo había llevado ahí y partía en la dirección contraria hasta confirmar que el peligro había cesado. Se imaginaba como una especie de guardaespaldas inepto, el anacrónico ujier del Instituto de Estudios Avanzados.
Por fin se abrió la puerta. Einstein salió apresuradamente —vestía un traje negro y su melena no era tan blanca ni estaba tan revuelta como en las fotografías— y se dirigió hacia la salida. Era el momento, justo la oportunidad que había venido buscando. No obstante, Bacon dudó, y esa duda bastó para alejarlo del profesor que se precipitaba ya escaleras abajo. Einstein ni siquiera había reparado en su presencia cuando había comenzado a descender; simplemente siguió su camino, indiferente a aquel fantasma. Cuando Bacon reparó en su torpeza, era demasiado tarde: el profesor había salido del edificio y se internaba en los terrosos senderos de la Universidad. No podía correr y cogerlo por sorpresa: la idea era que su encuentro pareciese casual, pues de otro modo, Einstein se limitaría a despacharlo cuanto antes. Furioso consigo mismo, tampoco consiguió abandonar del todo la empresa. En un estado que le hacía pensar en el sonambulismo, Bacon comenzó a seguir a Einstein, a prudente distancia, enfundado en su abrigo. Fuld Hall quedó atrás.