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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (7 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Impaciente por naturaleza, Von Neumann detestaba a sus alumnos: maldecía su lentitud, las repeticiones innecesarias que debía desgranarles como un campesino que alimenta a sus gallinas y, sobre todo, los rostros de sorpresa y temor con los cuales ellos trataban de descifrar la belleza de sus ecuaciones. Nadie era capaz de comprender sus clases por la sencilla razón de que discurrían a una velocidad superior a la normal; cuando un estudiante comenzaba a copiar una larga fórmula que Von Neumann había dibujado precipitadamente con la tiza, el sinuoso maestro tomaba el borrador y se lanzaba a construir la siguiente como si la pizarra fuese un anuncio luminoso de Broadway. Durante su estancia en la Universidad, sólo un doctorando había sido capaz de concluir su tesis bajo su dirección, y Von Neumann no pensaba reincidir en la amarga experiencia que suponía releer demostraciones mal escritas o descodificar farragosas construcciones aritméticas. Por ello, cuando Abraham Flexner, el director del Instituto, lo invitó a integrarse a su equipo advirtiéndole que, al igual que los demás profesores que ya trabajaban allí, no tendría obligaciones docentes, el matemático aceptó encantado. Así se libraría para siempre de aquella plaga de mequetrefes que ni siquiera era capaz de diferenciar a Mozart de Beethoven.

—Ahora tengo que salir. Una reunión del claustro, ¿comprende usted? Con té y galletitas y todos esos nombres ilustres… Bueno, no tan ilustres como el suyo, pero lo bastante como para que no pueda retrasarme, ¿me explico? —Se detuvo unos momentos. Era robusto, incluso un poco gordo, con una papada lenta y aceitosa debajo de una barbilla ovalada. Su acento era realmente inconfundible—. ¿Qué vamos a hacer con usted, Bacon? Lamento hacerlo esperar, no lo tenía previsto… Dígame qué hacer… —Bacon trató de explicarse, en vano. La forma de hablar de Von Neumann le hacía pensar en las peroratas inconexas de la oruga de
Alicia en el país de las maravillas
—. Cierto, cierto. Buena idea, Bacon… Mañana voy a dar una fiestecita, ¿sabe? Trato de hacerlo a menudo, este lugar llega a ser tan aburrido. Siempre le digo a mi mujer que deberíamos instalar un bar como los que hay en Budapest, pero no me toma en serio, Bacon… En fin, me marcho. Lo espero mañana a las cinco, en mi casa, antes de que lleguen los demás invitados… Una de nuestras pequeñas recepciones, ¿sabe? Para matar el aburrimiento. Habrá escuchado hablar de ellas, supongo. Ahora debo irme. Lo siento. A las cinco, no lo olvide…

—Profesor… —trató de interrumpirlo Bacon.

—Ya le digo. Más tarde discutiremos este asunto con cuidado. Con su permiso.

Después de varias horas de luchar con una obtusa secretaria para conseguir la dirección de Von Neumann, Bacon llegó a su casa, en el 26 de Westcott Road, con la misma puntualidad de siempre. Un par de empleados descargaban bandejas con bocadillos desde una camioneta aparcada frente a la puerta principal, y las llevaban metódicamente hacia la cocina como un grupo de obreras encargadas de alimentar un hormiguero. Aunque no se había atrevido a comentarlo, Bacon sí había oído hablar de los festines que organizaba Von Neumann, a los cuales asistían muchas de las grandes figuras del escenario intelectual de Princeton. Se decía que Einstein llegaba a presentarse en ocasiones especiales. Aunque por todas partes se respiraba ya un ambiente de guerra —faltaba menos de un año para el ataque a Pearl Harbor—, la gente parecía esforzarse en demostrar que el mundo seguía siendo el mismo. O, en otro sentido, acaso quería disfrutar de los últimos momentos de esparcimiento antes de la catástrofe.

Tocó la campanilla y aguardó unos segundos, en vano. Decidido, se introdujo en la casa junto con uno de los camareros y comenzó a murmurar
profesor, profesor Von Neumann
, con una voz que nadie hubiese podido escuchar ni siquiera estando a un metro de distancia. Pasaron unos minutos antes de que la sirvienta reparase en él y subiese a dar el aviso. Luego apareció Von Neumann, a medio vestir, con la chaqueta puesta y la corbata colgándole del antebrazo.

—¡Bacon!

—Sí, profesor.

—Vaya, vaya, otra vez usted —se acomodó en uno de los sillones y le pidió que hiciese lo mismo en otro. Comenzó a abotonarse la pechera con sus dedos gordos como uvas—. No me molesta la insistencia, no, pero hay que tener modales, mi amigo. Estoy a punto de dar una fiesta, ¿sabe? Estará usted de acuerdo en que no es el mejor momento para una charla sobre física…

—Usted me pidió que viniese, profesor.

—Tonterías, tonterías, Bacon —ahora comenzó a lidiar con la corbata—. En fin, si usted ya ha venido hasta aquí no sería correcto dejarlo ir con las manos vacías, ¿no cree? Modales, mi amigo, eso les falta a los norteamericanos… No es nada personal, se lo juro, pero comienza a incomodarme —Von Neumann lo miraba como si fuese un patólogo realizando una autopsia—. Se supone que yo debo decidir su admisión en el Instituto, ¿no es así? En mis manos está su futuro… Terrible responsabilidad, mi amigo, terrible. ¡Cómo quieren que yo sepa si usted es un genio o un necio!

—Le envié mi currículo, profesor.

—¿Usted es físico, no es así?

—Así es, señor.

—¿Ha visto qué torpeza? —masculló Von Neumann—. Que yo haya hecho ese pequeño librito sobre teoría cuántica no significa que tenga que examinar a cualquier palurdo que estudia esta materia, ¿verdad? Pero no ponga esa cara, amigo mío, que no lo estoy diciendo por usted, no… Pues temo decirle que los imbéciles no me han enviado nada —Von Neumann se levantó de su asiento en busca de un
vol-au-vent
de champiñones. Prefirió tomar toda la bandeja y se la llevó; le ofreció uno a Bacon, pero éste rechazó el bocadillo—. ¿Se imagina?, nada. Y lo peor es que supongo que en estos días debo presentar mi evaluación sobre usted al comité, Bacon. ¿Qué puedo hacer al respecto?

—No lo sé, profesor.

—¡Lo tengo! —exclamó de pronto, entusiasmado con una idea súbita—. ¿Se ha dado usted cuenta de que estamos por entrar en guerra?

Bacon no pareció comprender el rápido cambio de tema operado por Von Neumann.

—Sí —añadió, sólo por decir algo.

—No lo dude, Bacon, vamos a enfrentarnos con Adolf y los japos.

—Mucha gente se opone a la guerra…

—¿Me va a decir que tiene miedo? ¿Qué no quiere salvar al mundo de las garras de ese demonio? —Bacon no entendía adonde quería ir a parar esa conversación; le parecía que Von Neumann trataba de burlarse de él, por lo cual trató de no comprometerse con sus respuestas.

—Dígame, Bacon, ¿qué es una guerra?

—No lo sé, un enfrentamiento entre dos o más enemigos.

—¿Y qué más? —Von Neumann comenzaba a desesperarse—. ¿Por qué pelean, Bacon, por qué?

—Porque tienen intereses contrapuestos —espetó éste.

—Por Dios, no: ¡es exactamente al contrario!

—¿Porque tienen intereses comunes?

—¡Pues claro! Tienen un mismo objetivo, una misma meta, que sólo puede ser de uno de ellos. Por eso se enfrentan.

Bacon se sentía confundido. Von Neumann, en tanto, trataba de refrenar su ira con más bocadillos.

—Voy a darle un ejemplo sencillo y oportuno. ¿Cuál es ese objetivo común que quieren los nazis y los ingleses, pongamos por caso? Una misma tarta, Bacon: la tarta de Europa. Desde que Hitler obtuvo el poder en Alemania en 1933, no ha hecho otra cosa sino pedir más trozos: primero fue Austria, luego Checoslovaquia, luego Polonia, Bélgica, Holanda, Francia, Noruega… Luego
toda
la tarta. Al principio, los ingleses permitieron sus avances, como en esa infame conferencia de Munich, pero luego les pareció que Alemania tenía demasiado. ¿Se da cuenta?

—Lo sigo, profesor. La guerra es como un juego.

—¿Ha leído mi articulito de 1928 sobre el asunto? —inquirió Von Neumann, receloso.

—«Sobre la teoría de los juegos de mesa» —citó Bacon—. He escuchado hablar sobre él, pero temo no haberlo leído aún…

—Le creeré —añadió el profesor—. De acuerdo, supongamos entonces que la guerra entre Hitler y Churchill es un juego. Añadiendo, además, una cosa que aquí no es tan clara, pero en fin: los jugadores que intervienen en él, lo hacen
racionalmente
.

—Comprendo —se atrevió Bacon—. Van a hacer lo imposible por obtener el resultado que pretenden: ganar.

—Muy bien —Von Neumann sonrió por primera vez—. La teoría que estoy desarrollando ahora, en compañía de mi amigo el economista Oskar Morgenstein, dice que todos los juegos racionales deben poseer una solución matemática.

—Una estrategia.

—Ya lo ha comprendido, Bacon. La mejor estrategia en un juego, o en la guerra, es aquella que lleva al mejor resultado posible. Bien —Von Neumann se aclaró la garganta con un trago de whisky—, según entiendo, existen dos tipos de juegos: los de «suma cero» y los que no lo son. Un juego es de suma cero si el objeto que los jugadores persiguen es finito y necesariamente uno gana lo que pierde el otro. Si sólo tengo una tarta, cada rebanada que yo obtengo representa una pérdida para mi rival.

—Y los que no son de suma cero, serían aquellos en los cuales los beneficios que obtiene cada jugador no necesariamente representan una pérdida para el otro —sentenció Bacon, complacido.

—Así es. Por lo tanto, nuestra guerra entre nazis e ingleses…

—Es de suma cero.

—De acuerdo. Tomémoslo como hipótesis de trabajo. ¿Cuál es la situación actual de la guerra? Hitler es dueño de media Europa; Inglaterra resiste apenas. Los rusos se mantienen expectantes, anclados en su pacto de no agresión con los alemanes. Si esto es así, Bacon, dígame: ¿cuál cree que vaya a ser la siguiente estrategia del Führer? —preguntó Von Neumann, excitado; su pecho resoplaba como un fuelle.

La pregunta era difícil y Bacon sabía que también era capciosa. No debía contestarla atendiendo a su intuición, sino a las expectativas matemáticas de su interrogador.

—Hitler va a querer otro pedazo de tarta.

—¡Eso quería oír! —exclamó Von Neumann—. Se lo hemos dicho al presidente Roosevelt una y otra vez. ¿Qué pedazo exactamente? Había dos opciones. Bacon no dudó.

—Creo que empezará con Rusia.

—¿Por qué?

—Porque es el enemigo potencial más débil y no debe darle mucho más tiempo a Stalin para seguirse armando.

—Perfecto, Bacon. Ahora vamos a la parte difícil —Von Neumann disfrutaba con el asombro del muchacho—. Consideremos nuestra posición en este asunto, la de Estados Unidos de América. Por lo pronto, nosotros no estamos involucrados, así que podemos ser más objetivos. Tratemos de decidir, racionalmente, nuestros actos.

Bacon y Von Neumann llevaban más de media hora charlando. Mientras tanto, la sirvienta se afanaba en acomodar los platos y manteles en el comedor contiguo al salón. En algún momento se asomó por las escaleras la esposa del profesor —en realidad, su segunda esposa, Klara— para regañarlo por su tardanza. Von Neumann la despidió con un gesto poco amable y le hizo una seña a su contrincante para que no se preocupase. Aunque se sentía ridículo, Bacon apreciaba el humor y la energía de aquella conversación: le hacía recordar sus añoradas partidas de ajedrez. Además sentía que, bajo la aparente simpleza del desafío, en realidad sostenía una insólita batalla con el profesor. Era una charla muy parecida a la que podrían sostener los espías de dos países enemigos o, en el otro extremo, dos amantes inseguros. La decisión de cada uno tenía como meta adelantarse a los pensamientos del contrario, y viceversa. A la vez, los dos debían preocuparse por ocultar sus propias estrategias tanto como por adivinar las ajenas. El suyo también era un juego.

—Mi teoría es la siguiente —comenzó Von Neumann, tomando una hoja de papel de la mesa de centro y bosquejando cuidadosos esquemas—: Entre los alemanes y nosotros, el juego no es de suma cero, sino que existen diversos valores de acuerdo con las ganancias que desee obtener cada uno en la repartición de una tarta aún más grande: el mundo. Existen dos estrategias y, por tanto, cuatro resultados posibles. Estados Unidos puede intervenir o no en la guerra. Los países del Eje, por su parte, pueden atacarnos, o no. ¿Cuáles son, entonces, los cuatro escenarios?

Bacon respondió con seguridad:


Primero
: que nosotros los ataquemos; segundo, que ellos nos ataquen por sorpresa; tercero, que nos ataquemos simultáneamente; y cuarto, que nos mantengamos como hasta ahora.

—Excelente análisis, mariscal Bacon. Ahora consideremos los resultados de cada caso. Si nosotros declaramos la guerra, tenemos la posibilidad de sorprenderlos, pero decididamente se perderán muchas vidas norteamericanas; si, por el contrario, ellos nos atacan primero, poseen este margen de sorpresa, pero les supondrá tener una guerra en dos frentes (si se confirma nuestra teoría de que de un momento a otro atacarán a los rojos); si, como indica el tercer escenario, empezamos una guerra simultánea, esperando las declaraciones de guerra y todos los requisitos del caso, ambos habremos desperdiciado la posibilidad de sorprender al otro, y en cambio tendremos las mismas pérdidas humanas; por último, si dejamos las cosas como están, lo más probable es que Hitler sea el dueño de Europa y nosotros de toda América, pero a la larga, ello también nos llevará a enfrentarnos…

—Me gusta su análisis, profesor…

—Me alegro, Bacon. Ahora otórguele valores a cada uno de los resultados posibles, sea para nosotros o para ellos.

—De acuerdo —exclamó Bacon, y procedió a escribir sobre la página:

1.
Estados Unidos y el Eje se atacan simultáneamente
= USA, 1; Eje, 1.

2.
Estados Unidos ataca primero, y sorprende al Eje
= USA, 3; Eje, 0.

3.
Estados Unidos espera y el Eje sorprende con un ataque
= USA, 0; Eje, 3.

4.
La situación se mantiene igual que hasta ahora
= USA, 2; Eje, 2.

Luego dibujó un cuadro como el siguiente:

El Eje ataca

El Eje espera

USA ataca

1, 1

3, 0

USA espera

0, 3

2, 2

—La pregunta es —Von Neumann se mostraba más entusiasta que nunca—: ¿qué debemos hacer?

Bacon contemplaba la tabla como si fuese una pintura renacentista. Su simpleza le parecía tan bella como a su maestro. Era una obra de arte.

—El peor escenario es esperar y ser atacados por sorpresa. Obtenemos un cero frente al tres de Adolf. El problema es que ignoramos qué va a hacer el maldito. Visto así, creo que la única solución racional es atacar primero. Si sorprendemos a los nazis, ganamos un bello número tres. Si simplemente motivamos una guerra simultánea, al menos obtenemos un uno y no el cero que nos correspondería si somos demasiado indulgentes —concluyó Bacon, convencido—. No hay dudas. El resultado, así, al menos depende de nosotros.

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