Después de unos minutos de espera, sin poder contener su irritación, el teniente preguntó a los policías militares que custodiaban el lugar qué sucedía. Nadie supo explicarlo. Un repentino silencio se abatía sobre ellos. Fuera de unos cuantos trabajadores —en su mayoría prisioneros de guerra o
Pows
, como se les llamaba entonces— que se esforzaban en dar mantenimiento a las vías, nadie parecía dispuesto a moverse. Bacon distinguió a un par de oficiales y, más allá, al jefe de estación, pero supuso que tampoco podrían ayudarlo. No le quedaba otro remedio que caminar hasta el Palacio de Justicia.
Estaba furioso. El viento otoñal chocaba contra su rostro. Las calles también permanecían desiertas, como si todavía pudiesen temer una alerta bélica. Ofendido, Bacon ni siquiera se molestaba en contemplar los restos de la ciudad —cuna de los maestros cantores y, hasta hacía poco, orgullosa sede del poder nazi— completamente desnuda por once bombardeos aliados antes del final de la guerra: las piedras que se amontonaban donde antes hubo iglesias, palacios y estatuas y parecían simples estorbos en su marcha, desgracias merecidas cuya perdida no valía la pena lamentar. En ningún momento se le ocurrió que, no muy lejos de ahí, había estado el museo más importante de Alemania o que, en una pequeña casa, ahora reducida a cenizas, había vivido el pintor y grabador Albrecht Dürer hasta su muerte en 1528.
Para él, Núremberg no era más que otro de los odiosos santuarios nazis en los cuales miles de jóvenes, orgullosos con sus camisas pardas, sus estandartes rematados con águilas y sus enormes antorchas, habían vitoreado a Hitler al tiempo que adoraban las esvásticas que, semejantes a arañas prehistóricas encaramadas en sus huevecillos, se deslizaban por los listones rojos que colgaban de los edificios públicos de Alemania. Cada septiembre, Núremberg acogía los festivales del partido nazi —el Nationalsozialistische Deutsche Arbeitpartei— y en 1935 fue elegida por el Führer para la promulgación de las leyes antisemitas. Además, en ella se habían conservado, como un símbolo del poder ario, las
Reichkleinodien
y los
Reichsheiligtümer
, las antiguas reliquias imperiales que Hitler había robado del Hofburg de Viena después de la anexión de Austria, entre las que se contaba la célebre Lanza de Longinos. En la mente de Bacon, los millones de judíos muertos en Auschwitz, Dachau y otros campos de concentración, como había quedado demostrado durante las sesiones del Tribunal Militar Internacional, eran auténticas razones por las cuales llorar y avergonzarse y no por el justo castigo infligido a uno de los bastiones del Tercer Reich.
Bacon acababa de cumplir veintisiete años, pero desde que llegó a Europa, en febrero de 1945, se había esforzado por parecer más maduro, más fuerte, más recio. Quería cancelar, de un plumazo, las debilidades que lo habían atormentado hasta entonces y que, en cierta medida, lo habían arrojado fuera de América. Ya no pretendía ser el mismo hombre respetuoso, razonable y sincero de antes: había aceptado esta misión, abandonando su trabajo científico en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, como una forma de canalizar sus deseos de venganza y de probarse a sí mismo que ya era otro. Estaba decidido a demostrar que pertenecía al bando victorioso, sin permitirse una pizca de compasión hacia los derrotados.
A distancia, Bacon no se distinguía de los escasos soldados norteamericanos que patrullaban la zona. Tenía el cabello castaño oscuro, cortado al rape, los ojos claros y una nariz afilada de la que siempre se había sentido particularmente orgulloso. Portaba el uniforme con gallardía —que más bien era cierta rigidez—, esforzándose en lucir sus insignias, indiferente al dolor ajeno. Al hombro llevaba una gruesa mochila militar que contenía prácticamente todas sus pertenencias: unas cuantas mudas de ropa, algunas fotografías que, por cierto, no había vuelto a mirar desde su salida de Nueva Jersey, y un par de viejos ejemplares de
Annalen der Physik
, una de las revistas más importantes en su campo, sustraídos de una de las bibliotecas por las que había pasado.
En realidad, Bacon no se había dirigido a Núremberg con la intención de asistir a las ejecuciones —sólo unas treinta personas tenían permitido presenciar el acto—, pero a la postre se había entusiasmado con la invitación que le formuló el general Watson, con quien había sido recomendado por el general William J. Donovan, fundador de la OSS y, durante unas semanas, fiscal adjunto en los procesos de Núremberg. (Hacía poco, Donovan había tenido que renunciar a causa de un violento malentendido con Robert Jackson, fiscal en jefe de la delegación estadounidense y antiguo miembro de la Suprema Corte de Justicia, por haberse entrevistado con Göring sin su autorización). La tarea de Bacon era muy distinta y, en algún sentido, más modesta: revisar las minutas recabadas durante los procesos con el fin de hallar algunas «discordancias» —éste fue el término empleado por sus superiores— en los testimonios relacionados con la investigación científica desarrollada durante el Reich.
Recientemente restaurado por el capitán Daniel Kiley, un joven arquitecto de Harvard que también había estado al servicio de la OSS, el Palacio de Justicia era una de las pocas construcciones civiles de Núremberg que se habían mantenido en pie. Una vez en el centro, a Bacon no le costó trabajo distinguirlo. Se trataba de un amplio conjunto de edificios, con arcos en la planta baja, enormes ventanales y techos puntiagudos, protegido en otro tiempo por una amplia plaza arbolada. En la parte posterior se encontraba la prisión, formada por cuatro bloques rectangulares dispuestos en forma de media estrella, protegidos del exterior Por una alta barda semicircular. Los prisioneros nazis habían sido concentrados en la crujía C, a unos pasos de la cual se alzaba un pequeño cubo, anteriormente utilizado como gimnasio, donde se había construido una horca.
Eran las siete y cuarto de la mañana cuando Bacon finalmente se presentó con los oficiales de guardia a la entrada de la prisión militar de Núremberg. Después de revisar su acreditación, los soldados le indicaron que tenían órdenes de no permitir el acceso al interior del edificio —y mucho menos al gimnasio— hasta que no se hubiesen consumado las ejecuciones. Por más que Bacon trató de explicarles que había sido invitado por el general Watson, sus interlocutores se mantuvieron inamovibles. Tampoco fue escuchada su petición de buscar a Gunther Sadel. «Son órdenes del general Rickard», le dijeron.
Decenas de periodistas se arremolinaban en los alrededores. Por un sistema de insaculación, sólo se había permitido a un par de reporteros, además del fotógrafo oficial del tribunal, asistir al gimnasio. Los demás debían conformarse con esperar, igual que Bacon, a que fuese anunciada en el salón de prensa la muerte de los criminales. Para adelantarse a sus colegas, algunos diarios ya habían publicado ediciones anticipadas, como la del
Herald Tribune
de Nueva York que había titulado la noticia, a ocho columnas:
11 LÍDERES NAZIS COLGADOS EN LA PRISIÓN DE NÚREMBERG:
GÖRING Y SUS COLEGAS PAGAN POR SUS CRÍMENES DE GUERRA.
Las ejecuciones estaban programadas para después del mediodía, así que a Bacon todavía le quedaban unas horas para buscar a alguien que pudiese ayudarlo a entrar. Antes que nada, decidió dirigirse al Gran Hotel, donde debía haber una habitación a su nombre. De nuevo, la mala suerte lo perseguía: el encargado le dijo que no había ninguna disponible. Bacon afirmó estar en una misión especial y pidió ser atendido por el oficial de mayor jerarquía al mando. Un capitán de modales pomposos, que parecía haber asumido a la perfección su nueva condición de gerente turístico, solucionó el problema: no se esperaba la llegada del teniente Bacon hasta la mañana siguiente, cuando habrían de desocuparse muchos de los cuartos —«hoy termina el espectáculo, ¿sabe?»—, pero sólo por una noche podría instalarse en la habitación número 14, «la que utilizaba Hitler».
Bacon subió las escaleras y se instaló en la inmensa suite. Poco quedaba del esplendor nazi, pero aun así se trataba del sitio más acogedor en que había estado en los últimos meses. Le parecía una mala broma que las paredes que ahora lo rodeaban hubiesen albergado en algún momento el cuerpo del Führer. ¿Cuándo pudo imaginar algo semejante? ¿Qué pensaría Elizabeth si se enterase? Era inútil planteárselo: por buena o mala fortuna, Elizabeth ya no quería saber nada de él. Bacon se echó sobre la cama con una mezcla de asco y morbo, como si estuviera profanando un lugar sagrado. Por la mente le pasó la idea de orinar sobre los muebles, pero el personal de limpieza del hotel no tenía por qué pagar sus caprichos. Se levantó y se dirigió a la
toilette
: miró la amplia bañera, el lavamanos, el WC y el bidé. Por todas aquellas superficies se había deslizado, sin duda, la resinosa piel de Hitler; ahí había estado desnudo e indefenso, admirando la flaccidez de su sexo antes de sumergirse en el agua, y por ese mismo hueco habrían resbalado sus excrementos…
Aturdido, Bacon se miró al espejo: unas profundas ojeras le marcaban el rostro; en realidad no sólo había madurado, sino que había envejecido. Se llevó las manos al cabello y, a fuerza de concentrarse, halló un par de canas que le demostraron su decadencia. Había dejado de ser un muchacho, un niño prodigio, todos esos epítetos que lo habían mantenido al margen del mundo. Comenzó a quitarse el uniforme. Recordó que hasta hacía poco era completamente distinto: encerrado entre los pulcros muros del Instituto, en Princeton, a punto de casarse con una mujer a la que no amaba; resguardado del mundo como un insecto clavado con un alfiler en un estante de museo… Por más escandalosa que hubiese sido su huida de aquel lugar, había sido un milagro, una revelación. Por primera vez sentía que la vida era una presencia palpable en su piel, lejos de los escritorios y las pizarras, del tedio de congresos y coloquios. Nunca pensó que le gustaría tanto ser soldado y luchar por su país, pero ahora sabía que había tomado la decisión correcta. Ya tendría tiempo, más adelante, de regresar a la ciencia: entonces lo haría como héroe y no como un prófugo.
Abrió el grifo del agua y esperó a que saliera el chorro caliente. Para su decepción, no fue más que un tímido hilo de agua, apenas tibio. «Al Führer no le hubiese gustado esto», rió para sí, y procedió a limpiarse con la ayuda de una toalla y una nueva y olorosa pastilla de jabón. Al terminar, volvió a acostarse y, sin darse cuenta, se quedó profundamente dormido. Tuvo un sueño incómodo que terminó por asfixiarlo. Estaba en medio de un bosque ennegrecido y lluvioso cuando se le aparecía Vivien, la joven negra con la que había mantenido una larga y secreta relación en Princeton. La tierra no sólo estaba cubierta de charcos, sino que se había convertido en una especie de pantano mohoso y turbio. Trató de besar a Vivien pero de pronto se dio cuenta de que quien estaba frente a él era Elizabeth, su antigua prometida. «Tienes carmín en los labios», le decía, y procedía a restregárselos con un pañuelo. «No debes hacer esto», lo reprendía, «está mal, muy mal». Bacon trataba de alejarse pero era demasiado tarde: Vivien había desaparecido. Cuando despertó, eran cerca de las tres de la tarde. No lo podía creer, había cometido el peor de los errores: descuidando por completo su misión, se había quedado retozando entre las sábanas del Führer. Se vistió con premura, bajó las escaleras y corrió a toda prisa a la sala de prensa instalada en el Palacio de Justicia.
Unas horas más tarde se enteró al fin, como el resto del mundo, de la noticia que, desde las derruidas callejas del antiguo burgo medieval, comenzó a propagarse por el mundo como una epidemia: el
Reichsmarschall
Hermann Göring, el prisionero nazi de más alta jerarquía en ser juzgado por el Tribunal Militar Internacional, había sido hallado muerto en su celda unas horas antes de que el sargento John Woods se encargase de ejecutar la sentencia de ahorcamiento a la que había sido condenado. Los rumores afirmaban que Göring había ingerido una cápsula de cianuro, burlándose, con este último acto, de la determinación de sus jueces. «Algún día tendré estatuas en cada plaza y pequeñas estatuillas en cada hogar de Alemania», había vaticinado el
Reichsmarschall
con altanería. Según él, la historia habría de reivindicarlo. En su celda, la número 5 de la crujía C, se encontró un hato de cartas escritas con letra pequeña y firme. En la primera de ellas explicaba sus motivos:
Al Consejo de Control Aliado:
No tendría objeción en que me fusilasen. ¡Sin embargo, no facilitaré la ejecución del
Reichsmarschall
de Alemania en la horca! Por el honor de Alemania, no puedo permitirlo. Y aún más, no siento ninguna obligación moral de someterme al castigo de mis enemigos. Por esta razón, he elegido morir como el gran Aníbal.
En otra hoja, dirigida al general Roy V. Rickard, miembro de la Comisión Cuatripartita encargada de supervisar las ejecuciones, Göring confesó que siempre había tenido consigo una cápsula de cianuro. También le escribió a su esposa: «Después de considerarlo seriamente, y de haber elevado mis plegarias al Señor, decidí tomar mi propia vida para no sufrir una ejecución tan terrible a manos de mis enemigos. Los últimos latidos de mi corazón son para nuestro gran y eterno amor».
Por último, le dirigió una pequeña nota a Henry Gerecke, el pastor protestante que atendía a los reclusos alemanes, implorando su perdón y explicándole que, si actuaba así, era por razones políticas.
Al día siguiente, Gunther Sadel le comunicó a Bacon cuanto sabía al respecto. A las 21:35 horas del día anterior, 14 de octubre, la guardia había reportado que el prisionero descansaba plácidamente en su camastro luego de que el doctor Ludwig Pfluecker le entregara una píldora para dormir. Como todas las noches, un soldado se apostó a la puerta de su celda dispuesto a no perderlo de vista hasta el amanecer: se trataba de su
última
noche de vigilia. Por su parte, el coronel Burton Andrus, responsable de la prisión, había cortado todas las comunicaciones entre los internos y el mundo exterior. Los guardias sólo tenían autorizado llamar por teléfono a las oficinas centrales para enterarse, al término de cada
inning
, de los resultados de la Serie Mundial de béisbol que se disputaba entonces.
De pronto, alguien comenzó a implorar la ayuda del capellán Gerecke. Era la voz del sargento Gregori Timishin: algo le ocurría a Göring. El capellán corrió hacia la celda sólo para encontrar el cuerpo del otrora rollizo
Reichsmarschall
en un estado que hacía vano cualquier intento por salvarle la vida. La mirada con la cual había seducido a miles de hombres y mujeres, la misma con la que había obtenido el respeto y la ira de sus captores, se perdía en el infinito: sólo uno de sus ojos se mantenía obstinadamente abierto. Su tez rosada se había vuelto verdosa y su cuerpo, que había adelgazado cerca de veinticinco kilos desde su captura, parecía un fardo inamovible. Gerecke le tomó el pulso y se limitó a exclamar: