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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (37 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Ahora Heisenberg ríe abiertamente, a carcajadas, como no volverá a hacerlo en presencia de ser humano alguno. Se parte de risa, enloquecido, al comprender el sentido de sus investigaciones, al darse cuenta de que, sin pensarlo, ha sido recompensado con el tesoro que ha buscado desde pequeño… Para muchos se tratará sólo de una excusa matemática, de un golpe de genio, de una fórmula más o menos perfectible; sólo él puede estar seguro de que se trata de algo mucho más grande… De la perfección.

Lentamente emprende el camino de regreso al albergue, en el extremo meridional de la isla. No tiene prisa. Sólo a partir del día siguiente, cuando inicie el camino de regreso a la civilización, sentirá la urgencia de comunicar su descubrimiento. ¿Qué es un profeta sin alguien capaz de escucharlo? Antes de regresar a Copenhague o a Gotinga o a Munich, se detendrá en Hamburgo para visitar a Pauli y convertirlo en el primero de sus seguidores, en el profeta de la mecánica matricial… Mientras tanto, pasará una última noche solo en Helgoland… Una última velada en su estrecha habitación, resguardado del viento nocturno, a salvo.

—Fue una especie de impulso, Gustav —Bacon continuaba disculpándose por su falta de educación mientras yo continuaba representando mi papel de amigo ofendido—. Recuerde, la última vez que lo vi fue para arrestarlo, sin intercambiar ninguna palabra con él, marcando las distancias, condenándolo con mi silencio… Necesitaba verlo a solas, presentarle una especie de excusa por mi comportamiento previo…

—No creo que tenga usted nada de qué disculparse, teniente —le dije con seriedad—. En cualquier caso, está hecho. ¿Y puedo saber de qué hablaron?

—No quería incomodarlo con sospechas.

—¿Entonces sólo charlaron del clima? ¿O de física?

—De Stark —repuso Frank sin hacer caso a mis provocaciones.

—Supongo que Werner volvió a su cantinela de siempre: Stark, Lenard y sus compinches de la
Deutsche Physik
fueron los únicos científicos en Alemania que colaboraron directamente con Hitler… Los demás nos limitamos a hacer nuestro trabajo, lejos de cualquier cuestión política…

—Noto cierto disgusto en su voz, profesor. ¿Tiene usted otra versión?

—Creo que la verdad es mucho más volátil que la mentira, teniente.

—¿Sigue usted siendo amigo de Heisenberg?

—No he vuelto a hablar con él desde mi arresto, si insiste usted en enterarse. Al menos no como antes.

—¿Puedo preguntarle el motivo?

—Le responderé con un símil matemático —sonreí—. Después de que dos líneas se cruzan en ángulo recto, jamás vuelven a encontrarse por más que alguien las prolongue…

—A menos que ese espacio sea una esfera, profesor —ironizó Bacon.

—Quizás mi parábola no fue la adecuada —acepté—. Aun así, usted ha comprendido la moraleja.

—¿Y él no le ha buscado a usted?

—¿Werner? No, claro que no. Se siente tan incómodo con el pasado que hace lo posible por apartarse de él.

—¿Por qué hay tanta desconfianza en sus palabras?

—La desconfianza no está en las palabras, teniente, sino en los hechos. En la conducta de cada uno. Rastree usted la conducta del intachable profesor Heisenberg durante la guerra y sabrá a qué me refiero…

—¿Por qué no es claro conmigo, profesor? Prometimos confiar el uno en el otro.

Me aclaré la garganta. No estaba dispuesto a contestar a su pregunta.

—¿Werner le dijo cómo terminó el asunto? —dije después de un momento.

—Sí, le pregunté al respecto y admitió haber recibido el apoyo de Himmler. Dijo que era uno de esos raros casos en los cuales un hombre perverso comete un acto de justicia, o algo así…

Permanecí en silencio. Quería que la magnitud de la aseveración fuese evidente por sí misma sin necesidad de que yo añadiese un comentario sarcástico.

—Respóndame con la verdad, profesor —me suplicó Bacon con una voz que invocaba nuestra amistad más que la superioridad de su rango—. ¿Piensa usted que Heisenberg tiene algo que ocultar?

—Frank —medí cuidadosamente mis palabras—,
todos
tenemos algo que ocultar. Incluso usted. O yo. Un secreto, un error cometido en nuestro pasado, una falta que tratamos de expiar en silencio, una culpa que intentamos sepultar en el olvido… ¿Y Werner? Con toda sinceridad, creo que él oculta
muchas
cosas…

—¡Hábleme de ellas, entonces! Necesito saber…

—Pregúntele directamente, ya que tiene acceso a él.

—Gustav, por favor…

—Le he dicho todo lo que sé, teniente —repuse, áspero—. Ahora debo marcharme. Tengo otros asuntos que demandan mi atención. No puedo pasarme toda la vida persiguiendo fantasmas… Con su permiso.

—No consigo entenderlo, Irene —Frank permanecía recostado sobre la cama, boca abajo, completamente desnudo. Irene, por su parte, estaba sentada sobre las nalgas de su amante, y con las manos delgadas y callosas le daba un masaje en el cuello y en los hombros.

—Links no me gusta, ya te lo he dicho —respondió ella.

—Se molestó porque fui a ver a Heisenberg sin avisarle. ¡Cómo si yo tuviese que pedirle permiso!

Ella comenzó a pasar sus dedos alrededor del cuello del teniente, lo acariciaba con rudeza.

—¿Qué te dijo?

—Me insinuó que Heisenberg tiene cosas que ocultar.

—Quiere provocarte. Está molesto contigo por haberlo ignorado.

—No. Si tú hubieses visto el rostro de Links en ese momento, también habrías creído que decía la verdad. Sospecho que algo pasó entre Heisenberg y él. Quizá cuando Links fue enviado a la cárcel.

—¿Sugieres que Heisenberg lo traicionó de algún modo?

—Puede ser. Goudsmit, mi antiguo jefe, también pensaba que detrás de la figura recta y apacible de Heisenberg había una persona temerosa y mezquina, incapaz de oponerse a los nazis…

—¿De veras piensas que él puede ser Klingsor?

—No lo sé, Irene.

—¿Por qué no hablas con alguien más? Algún otro físico que pueda hablarte de Heisenberg y de su relación con los nazis.

—¿Estás pensando en alguien en particular? —se sorprendió Bacon.

—Tú me contaste que, al mismo tiempo que Heisenberg, otro físico había descubierto la física cuántica…

—Schrödinger. Durante mucho tiempo, fue el mayor enemigo de Heisenberg y de Bohr… Se estableció una especie de competencia entre ellos para saber cuál de sus teorías era la correcta… Heisenberg había descubierto la mecánica matricial en Helgoland y Schrödinger, con sólo una semana de diferencia, la mecánica ondulatoria en Arosa… Fue una lucha a muerte que se dirimió del modo más raro. Justo cuando la polémica estaba en su punto más virulento, el propio Schrödinger, como si fuese un Salomón de la ciencia, descubrió que las teorías de ambos eran equivalentes, sólo que formuladas de modo distinto… De la noche a la mañana, la polémica parecía haber terminado. Aunque no era judío, poco antes de la guerra Schrödinger tuvo problemas con los nazis y después de muchas dificultades pudo marcharse a Dublín, donde fundó un instituto de investigaciones similar al de Princeton…

—¿Aún permanece ahí? —Irene esbozó una sonrisa maliciosa al tiempo que giraba el cuerpo de Bacon.

Lo miró a los ojos con determinación antes de dejar que él la penetrase.

—¿Qué sugieres?

—No conozco Dublín.

—¿Adónde? —le pregunté a Bacon, horrorizado.

—A Dublín, ya se lo he dicho.

—Es una locura… —repetí.

—Yo también lo creo, profesor, pero quizás valga la pena intentarlo.

—¿Cree que Schrödinger tenga algo valioso que decirnos? Usted no lo conoce…

—No lo sé, vamos a intentarlo —Bacon estaba visible, agotadora, estúpidamente enamorado; aun así, añadió—: ¿Quiere acompañarnos?

—¿A quiénes? —me escandalicé.

—A Irene y a mí…

—Teniente, no quiero resultar un aguafiestas… Se trata de una misión oficial, no creo que sea conveniente ir con alguien que no participa directamente en la investigación…

—Responda, profesor —me interrumpió—. ¿Quiere acompañarnos?

—Si no hay otro remedio…

—Si tiene trabajo aquí, no voy a reprochárselo… —me amagó.

—¡No! —capitulé—. Iré con
ustedes
.

—De acuerdo entonces. Haré los preparativos necesarios.

LOS PELIGROS DE LA OBSERVACIÓN

Berlín, febrero de 1940

Uno de los más extravagantes problemas derivados de la aplicación de la teoría cuántica es la nueva relación que se establece entre el científico que observa la realidad y la propia realidad observada. Para la física clásica, éste nunca había sido un conflicto: en un lado de la barda estaba el mundo con todos sus misterios y, en el otro, el meticuloso físico que trataba de desvelarlos. ¿Qué podía salir mal? Mientras la misión de uno era medir, calcular, predecir, remediar, la del otro —es decir, la del universo— era básicamente pasiva: permitir las mediciones, los cálculos, las predicciones y los remedios.
E tutti contenti
.

A partir de 1925, este esquema comenzó a desplomarse. De acuerdo con los descubrimientos de la teoría cuántica, era necesario reformular algo en apariencia tan poco conflictivo como la medición de la realidad. Según la nueva física, la relación entre el observador y lo observado no seguía las normas de independencia de la mecánica newtoniana. En vez de que el físico se limitase a admirar el mundo subatómico, se descubrió que su medición transformaba lo medido. En otras palabras, cuando un científico exploraba la realidad, ésta se modificaba, de modo que era muy distinta después de haber sido medida. ¡Horror de horrores! El científico había dejado de ser inocente: su visión bastaba para alterar el orden del universo.

Casi cada tercer día yo soportaba la misma tortura. Natalia y Marianne se reunían en la biblioteca, indiferentes a mi presencia e, intercambiando palabras calladas y susurros, se entregaban a sus placeres privados. Al principio, yo pensaba que lo ocurrido la otra tarde se habría debido a un desliz inocente, provocado por la angustia de Natalia y la solidaridad de Marianne, un exabrupto en la amistad que las unía desde hacía tanto tiempo. En medio de la guerra, a veces las personas confundían sus sentimientos, sus acciones, sus maneras de reaccionar frente a la adversidad… Pronto me di cuenta de que estaba equivocado. Aunque procuraba no espiarlas, lo cierto era que, mientras trabajaba en mi despacho, no podía dejar de pensar en lo que estarían haciendo en aquellos momentos. Un par de veces irrumpí en la biblioteca, pretextando la consulta de un libro, pero en ambos casos las encontré sentadas en el diván, charlando, a varios centímetros de distancia. Ellas no parecían advertir mi intrusión y entonces yo trataba de no alertarlas sobre cuanto había visto. Sin embargo, mientras yo me concentraba en mis números y mis fórmulas,
imaginaba
lo que ellas estarían haciendo a sólo unos metros de distancia.

Un par de ocasiones me atreví a salir de puntillas de mi habitación; caminé sigilosamente hasta la biblioteca y me coloqué detrás de una columna, esperando escuchar su conversación —¿se dirían palabras amorosas?— o su silencio culpable. De nuevo, no obtuve ninguna confirmación de mis sospechas. Charlaban en voz baja, era cierto, pero ello no bastaba para inculparlas… ¿Qué podía yo hacer? Intenté mantener inalterada mi actitud hacia Marianne, aunque no sé hasta dónde lo logré. Vivíamos un tiempo marcado por los sobresaltos —las victorias de nuestros ejércitos se sucedían en todos los frentes— y quizás por esta razón ella no notaba mis repentinos cambios de humor.

¿Cómo decirle que mis preocupaciones o mi insomnio nada tenían que ver con la guerra? ¿Qué Hitler y sus discursos gloriosos habían dejado de importarme? En aquellos días ni siquiera era capaz de poner unos cuantos números en orden.

Lo que ocurrió a continuación fue idea mía y, por tanto, sus consecuencias también quedan bajo mi responsabilidad. Marianne sugirió, casi de pasada, que tomásemos un descanso mera de Berlín. Yo estaba tan intranquilo que, cuando lo sugirió, apenas le hice caso y deseché su propuesta de inmediato. Sólo unas horas después se me ocurrió utilizar ese espléndido pretexto.

—Marianne —le dije de pronto, sin ocultar mi excitación—, creo que has tenido una idea estupenda. Debemos alejarnos un poco de todo esto…

—¿Te refieres al viaje?

—Claro. Vayamos a un balneario o a otro lugar tranquilo.

—Me alegro de que lo hayas pensado mejor —añadió, contenta por mi entusiasmo—, nos hará mucho bien.

Dejé pasar unos segundos y, como si se tratase de una ocurrencia repentina, sellé mi suerte:

—¿Por qué no invitas a Natalia? Heini seguirá en el frente todavía unas semanas y he visto que ella está pasando unos días muy malos. No me gustaría que la abandonásemos aquí, sola.

—Gustav…

—Sé que ella aceptará, somos como su familia. No, más bien somos su familia —exclamé, terminante—. Llámala, a ver qué opina.

—No sé si será una buena idea, Gustav. Yo pensé que querrías apartarte de todo… Que estuviésemos solos tú y yo.

—Me parecería muy egoísta por nuestra parte no llevarla con nosotros. De hecho, si ella no acepta, no haremos el viaje. Es tu mejor amiga y, a pesar de mis diferencias con Heini, yo también he aprendido a quererla, así que no hay pretextos que valgan.

—Está bien…

Como esperaba, después de lidiar unos momentos con ella, Marianne la convenció de hacer el viaje con nosotros. Le escribiría a Heinrich para informárselo y estaría lista para partir en cuanto nosotros lo considerásemos prudente. Preparé todo a conciencia, con la meticulosidad con la cual un amante despechado fantasea con el suicidio. Escribí a un balneario en Baviera, obtuve el permiso de mis superiores e incluso me aseguré de que el sitio tuviese las características idóneas que yo necesitaba para llevar a cabo mi plan.

A fines de febrero iniciamos el viaje. En contra de los temores iniciales de Marianne, me esforcé por lograr un ambiente de cordialidad y camaradería que alivió cualquier sombra de tensión. Quería crear las condiciones ideales para mi experimento: los disgustos o la desconfianza lo estropearían todo, de modo que hice lo imposible por desterrar los inconvenientes. Pienso que lo conseguí, porque Marianne y Natalia jamás sospecharon las verdaderas intenciones de nuestro periplo. En cuanto salimos de Berlín fue como si nos sumergiésemos en el pasado, en la época de nuestras correrías juveniles e incluso, por alguna razón —quizás Porque empezábamos a acostumbrarnos a su ausencia—, el espectro de Heinrich ni siquiera se atravesó peligrosamente en nuestro camino. Desde luego lo recordábamos, y yo llegué a decir dos o tres palabras amables sobre él para que Natalia se las transmitiese, pero todo en el marco de mi táctica general de relajación.

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