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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (17 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Mis primeros años en el Max-Gymnasium no sólo fueron difíciles, sino prácticamente inútiles. Desde mediados de 1915, varios de los profesores y de los alumnos de los grados más avanzados, inscritos en la asociación paramilitar de la escuela, la
Wehrkraftverein
, partieron al frente; muchos de ellos no regresaron jamás. Para ocupar las horas vacantes, recibíamos interminables clases de
Vaterlandsliebe
, lecciones de amor patrio que tenían como objetivo proporcionarnos la fortaleza necesaria para sufrir estoicamente las penalidades del momento. Más tarde, la escasez de carbón e incluso de alimentos obligó a recortar aún más los horarios. A veces sólo acudíamos al Gymnasium una vez por semana para que los maestros nos entregasen una lista con nuestros deberes.

El armisticio del 11 de noviembre de 1918 dejó a todos los alemanes estupefactos: cuando creímos que íbamos a ganar la guerra —gran parte de nuestro ejército seguía ocupando localidades francesas y, a pesar de las bajas, se conservaba prácticamente intacto— se nos informó de la capitulación de nuestros generales. Era increíble. El día 9 del mismo mes, el emperador Guillermo II abdicó en Berlín. Un día antes, el líder de los socialistas de Baviera, el judío Kurt Eisner, había proclamado en Munich el fin del Imperio y el establecimiento de una
Räterrepublik
(una república de consejos según el modelo soviético). Para nosotros, era el principio de una era de caos.

En las siguientes semanas, Munich se convirtió en un campo de batalla. El nuevo régimen alentó el odio entre los trabajadores de izquierda y las clases acomodadas. Como primer ministro de Baviera, Eisner trató de licenciar al ejército, siguiendo uno de los puntos señalados en el Tratado de Versalles, pero sólo consiguió perder el apoyo de los militares. La burguesía y la aristocracia, temiendo que sus privilegios fuesen derribados por los bolcheviques de Eisner, se dedicaron a armar ejércitos privados para defenderse en caso de ser necesario. Prácticamente todos los grupos de derecha participaron en este movimiento, de modo particular las sociedades secretas, ultranacionalistas, que proliferaban en Baviera, como la Thule Bund, que pronto habría de desempeñar un papel de primera magnitud en la historia alemana. El 21 de febrero de 1919, un miembro de esta sociedad, el conde de Arco-Valley, disparó en plena calle contra Eisner.

Los combates entre comunistas y miembros de los ejércitos privados se sucedieron a lo largo de las principales calles de Munich. En me dio de la zozobra general, el SPD, el Partido Socialdemócrata, obtuvo e control en el nuevo gobierno. Entre las primeras medidas que tomó estuvieron la eliminación de la monarquía y de los títulos nobiliarios, la clausura de gimnasios, universidades y periódicos —que se consideraban focos de conservadurismo— y la confiscación de las armas: era el «terror rojo». En abril de 1919 —¡y pensar que en esos momentos el teniente Francis P. Bacon aún no había nacido!—, el gobierno central de Berlín decidió intervenir para pacificar Baviera. El ministro socialista de guerra, Gustav Noske, organizó un ejército de
Freikorps
—soldados voluntarios— y lo envió hacia Munich al mando del general Von Oven. Después de numerosos enfrentamientos, Von Oven ocupó la ciudad y ordenó que cualquier persona a la que se hallara con un arma fuese fusilada sumariamente. Los ejércitos «blancos» aprovecharon la ocasión para vengarse de sus enemigos «rojos» en una masacre que se prolongó durante varios días. Las fuerzas berlinesas permanecieron en la ciudad hasta el primero de julio, cuando la situación quedó bajo su control. La República de Weimar —y, con ella, los restos de un universo ordenado— apenas conseguía mantenerse en pie.

D
ISQUISICIÓN
2

Juventud e irracionalidad.

Como yo, Heinrich también asistía al Max-Gymnasium y era miembro del mismo grupo de Wandervogel al que yo pertenecía. Como los boy scouts ingleses, éramos conservadores y puritanos, llenos de entusiasmo por la vida y por nuestros semejantes, y nuestra principal tarea era prepararnos para ingresar en el mundo de los adultos. En 1919, el movimiento juvenil de Baviera consideró que muchos de estos ideales habían sido traicionados por los adultos que perdieron la guerra. Sus jóvenes guías decidieron entonces formar un nuevo movimiento capaz de volver a los orígenes, que adquirió el nuevo nombre de
Jungbayernbund
(Liga de la Juventud Bávara).

El primero de agosto de 1919, cientos de jóvenes de Alemania y Austria nos reunimos en el castillo de Prunn, en el valle de Aitmühl, para decidir el futuro del movimiento juvenil. Tras la debacle ocasionada por guerra, era necesario revisar los fundamentos de nuestra organización. Heinrich y yo, que a la sazón teníamos catorce años, asistimos acompañando a nuestro
Gruppenführer
, y pudimos ver aquella maravillosa concentración de más de doscientos cincuenta chicos provenientes de todos los confines del ámbito cultural alemán. Durante tres días, debía discutirse la manera en que los jóvenes debíamos encarar la cruda realidad política que nos había tocado vivir. Los resultados de este examen de conciencia se publicaron en
Der Weisse Ritter
, el órgano oficial del movimiento. Sus conclusiones eran que los jóvenes de entonces sentíamos un profundo rechazo por la civilización moderna y su proceso de industrialización, pues considerábamos que nos había llevado a la confrontación armada y a la subsecuente derrota que habíamos sufrido. Por eso, los jóvenes debíamos luchar para obtener una sociedad más armónica con sus antiguas tradiciones. Siguiendo ideas que entonces flotaban en el aire —como las escritas por Spengler en
La decadencia de Occidente
—, estábamos convencidos de que nuestra civilización atravesaba por un período de declive que nos condenaba a un mecanicismo sin límites. Como escribió uno de nuestros dirigentes en
Der Weisse Ritter
: «El movimiento juvenil es un movimiento de libertad. Se ha liberado del mecanicismo y del materialismo sin alma de la civilización moderna y ha defendido victoriosamente, su valor y el derecho de los jóvenes a vivir contra las limitaciones de la tradición y de la autoridad».

A los catorce años, Heinrich y yo apenas estábamos en condiciones de comprender el alcance de aquellas palabras pero, con la distancia, me parece que contenían el germen de todas las discusiones intelectuales que se llevaron a cabo en Alemania desde entonces hasta la derrota final de 1945. En 1920, los sentimientos despertados durante la reunión de Schloss Prunn se volvieron aún más extremos: un ala inconforme con el dictado general de no participar en las cuestiones políticas inmediatas —a la cual Heinrich y yo no dudamos en unirnos—, se separó de la corriente general y tomó el nombre de Neudeutsche Pfadfinderschatt (Nuevos Exploradores Alemanes). Las ideas fundamentales de la nueva organización quedaron resumidas en tres principios rectores:
Gemeinschaft
,
Führer
y
Reich
: Comunidad, Guía e Imperio. Nuestro emblema era, desde luego, un caballero blanco: simbolizaba la batalla que cada uno de nosotros debía emprender —como San Jorge contra el dragón— para derrotar a la corrupción moral de nuestro entorno y crear un Reich alemán, puro y virtuoso, donde primaran la rectitud y la verdad.

Si ahora tuviese que resumir mi experiencia de aquella época, tendría que decir que en realidad viví dos infancias y dos adolescencias distintas y a la vez complementarias. Me explico: mi amistad con Heinrich era tan intensa, tan cercana, que era como si cada uno viviese también la vida del otro. Conocíamos cada uno de nuestros gustos, de nuestros apetitos, de nuestras manías; prácticamente hubiésemos podido hacernos pasar el uno por el otro, sin que nadie lo notase, de no ser porque él era sólido y robusto y yo, ya desde entonces, alto, espigado como una serpiente. Contra las costumbres de aquellos días —uno debía ser reservado con todos a fin de conservar su dignidad, Heinrich y yo no teníamos aún secretos entre nosotros: una luz de transparencia nos ligaba como hermanos. Nunca, antes o después, he vuelto a experimentar una amistad tan noble y tan pura como la que tuve entonces con él.

Heini, es necesario advertirlo, era hijo de un rico,
muy
rico empresario de Turingia (creo que poseía una siderúrgica) que, aprovechando la perpetua devaluación del marco, había llegado a amasar una enorme fortuna. Casi todo el tiempo viajaba junto con su mujer, una holandesa de modales corteses —sólo dos veces al mes estaban en Munich—, y Heini crecía desordenadamente, lejos de la férrea disciplina que puede imponer un padre cercano como el mío. Aunque en la escuela yo no era el mejor alumno de mi clase, el miedo que tenía de entregarle malas notas a mi padre era suficiente para mantenerme entre los diez primeros puestos. A Heini, en cambio, el griego, el latín y las matemáticas lo tenían sin cuidado: no era tonto ni mucho menos, pero prefería dedicar toda su atención a los temas que realmente le importaban —la historia, la filosofía—, dejando de lado cualquier interrupción superflua.

Mi padre llegó a apreciarlo; como yo estaba demasiado ocupado con mis matemáticas, que ya se habían convertido en el centro de mi atención, Heini se convirtió un poco en el hijo que sí estaba dispuesto a proseguir su camino. Muchas veces acudía a mi casa, incluso si yo no estaba, y se quedaba largas horas charlando con el viejo, algo que para mí resultaba inimaginable. Yo no era celoso: así como él podía rondar por mi casa sin mi invitación, yo también tenía la libertad de presentarme en la suya, en la cual su madre —que tenía uno de los rostros más bellos que he visto jamás— toleraba mis flirteos adolescentes con una sonrisa y me invitaba a su espléndida tarta de manzana (a mí me parecía increíble que Heini no pudiese dejar de discutir con aquella mujer encantadora). Mediante este acuerdo tácito en el que intercambiábamos padres, Heinrich y yo llevábamos a sus últimas consecuencias los postulados de nuestra fe compartida.

Desde pequeño podía advertirse en Heinrich esa aura de misterio que habría de llevarlo a convertirse en filósofo. Era inquieto y salvaje, pero estaba dotado de una inusual capacidad de observación. Le bastaba con otear un gesto, con estudiar un ademán, para adivinar el carácter o el temperamento una persona. Me dejó muy impresionado la primera vez que, al toparnos en la calle con una joven alta y sombría, de unos treinta años, Heini me dijo al oído que seguramente era virgen. Lo mismo ocurrió una semana más tarde, cuando, según él, encontramos la cara opuesta de la moneda: una polaca un tanto gruesa que nos atendí en una de las cervecerías del centro. «Ésa no se cansa de fornicar toda las noches», me explicó Heini en tono críptico.

Heinrich gozaba de una bien ganada fama de mujeriego. En un ambiente en el cual el contacto con las mujeres era casi un pecado —la mayor parte de mis compañeros de entonces tardaron muchos años en casarse y creo que, en el fondo, nunca pudieron entender a sus esposas—, el caso de Heini era atípico. Tenía varias primas más o menos de su edad, a las que veía con frecuencia, y al parecer una de ellas no resistió la tentación de revelarle los secretos del amor. A partir de entonces las mujeres se convirtieron en una obsesión para él: no hablaba más que de ellas y, con su talento habitual, las clasificaba de acuerdo con las características más inconcebibles: por el color del cabello o los ojos, en los casos más obvios, y por la manera en que debían hacer el amor, con sumisión o con violencia, o por el tamaño o el color de sus pezones, los que más me aturdían.

Como podrá suponerse en dos amigos tan cercanos como nosotros, su pasión no tardó en volverse mía. Juntos visitamos nuestro primer burdel, a los diecisiete años, y pedimos que la prostituta nos recibiera a los dos juntos: queríamos que nos tocase al mismo tiempo y mirar, de reojo, nuestras propias y ridículas expresiones. Al final, pasamos muchas horas riendo al imitar nuestras absurdas muecas. En contra de la moral en que habíamos sido educados, al cumplir dieciocho años teníamos una historia amorosa mayor que la del resto de nuestros compañeros.

Pero tampoco se crea que lo único que hacíamos entonces era perseguir traseros por las callejuelas de Munich. A pesar de sus malas notas, Heini era un chico brillante, siempre dispuesto a emprender sesudas reflexiones filosóficas sobre el sentido de la vida. Se entusiasmaba con las ideas patrióticas que nos enseñaban tanto en el gimnasio como en el movimiento juvenil: la sociedad que nos rodeaba estaba en decadencia y nosotros, alemanes, debíamos rastrear en nuestro pasado para encontrar el modo de sobreponernos a la adversidad. En él, estas constantes lo llevaban a emprender especulaciones más profundas: aunque aún no esta seguro de cuál iba a ser su camino, estaba decidido a convertirse en u hombre famoso, en una especie de líder espiritual de sus contemporáneos. Sus lecturas de sagas medievales lo habían llenado de una especie de misticismo hacia la «raza alemana» y sus ideales. Poco a poco, conforme nos acercábamos al final de los estudios en el Max-Gymnasium, Heini se transformó en un fiero defensor del irracionalismo. Según él, todos los males de nuestra civilización se debían a la obstinada causalidad que se nos enseñaba en la escuela. Como Spengler, pensaba que la causalidad era «rígida como la muerte» y que el único modo de combatirla era por la fuerza.

Estábamos en 1924 y acabábamos de concluir, satisfactoriamente, nuestros estudios en el Max-Gymnasium. A partir de ese momento, nuestros destinos comenzaron a separarse. Yo fui aceptado en la Universidad de Leipzig para estudiar matemáticas, mientras que Heinrich decidió marcharse a Berlín; su objetivo era dedicarse al estudio de quien ya para entonces era su filósofo favorito: Friedrich Nietzsche, sobre cuyos últimos años de lucidez pretendía escribir su tesis.

D
ISQUISICIÓN
3

La aritmética del infinito.

Leipzig se encuentra en la confluencia de los ríos Weisse Elster y Pleisse, y la primera mención que se hace de ella data de los inicios del año 1000. La
Crónica del obispo Thietmar de Merseburg
, escrita en esa época, refiere el trágico deceso del obispo de Meissen en la
«urbs Lipsí
». El
Alma Mater Lipsiensis
, como se le llamaba con pedantería, fundada en 1409, fue una de las primeras de Alemania.

Cuando llegué allí, en septiembre de 1924, la economía había comenzado un período de reajuste capaz de permitir que, durante algunos años, la República de Weimar disfrutase de una relativa tranquilidad en contraste con la agitación pasada. Aunque me hubiese gustado ir a Gotinga, donde la matemática alemana se encontraba en su nivel mas alto gracias a los trabajos de David Hilbert, lo cierto es que me sentía satisfecho de haber ingresado en Leipzig. Acaso no tan hermosa como Dresde, pero igualmente interesante, esta ciudad me ofrecía la posibilidad de desenvolverme por mí mismo, lejos de la rigidez paterna. Lejos también, hay que decirlo, de las severas normas del movimiento juvenil. No tenía mucho dinero pero al menos podía decidir en qué gastarlo.

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