En busca de Klingsor (15 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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—Buena suerte, Bacon —se despidió el director.

Como le sucedía con el aura de la migraña, aquella frase le pareció a Bacon un signo inequívoco de que no volvería a ver a Aydelotte —ni al Instituto— en mucho tiempo.

—¿Nunca había estado aquí antes? —le dijo Bacon para romper el hielo.

—Alguna vez, sí.

Habían comenzado el paseo como buenos amigos, sin dirigirse ninguna dirección en particular. El señor Bird parecía no tener prisa y se detenía a contemplar las margaritas y las zarzas ornamentales corno fuese un horticultor aficionado.

—¿Entonces trabaja para el gobierno? —Bacon volvía a sentir necesidad de vaciar el estómago—. ¿Quiere que vayamos a algún si determinado?

—No.

Dieron una vuelta completa al campus; luego, reiniciaron el camino. Una cosa era segura: el señor Bird tenía todo el tiempo del mundo. De pronto se detuvo y miró a Bacon fijamente como si por fin quisiese revelarle el motivo de su visita.

—¿Es cierto que el profesor Einstein descubrió la cuarta dimensión? Al principio, Bacon creyó no haber comprendido la pregunta. Por un momento pensó que el dolor de cabeza le hacía tener alucinaciones auditivas.

—No, no exactamente —balbució al cabo de unos segundos—. En su teoría, el tiempo es la cuarta dimensión… Los seres humanos vivimos en el interior de un universo de cuatro dimensiones, el
espaciotiempo
.

—Y esa fórmula que aparece en los diarios, ¿prueba la existencia del alma?

—Vaya, no. Quiere decir que la masa, es decir, la materia de los objetos, se convierte en energía cuando viaja más allá de la velocidad de la luz. Más precisamente, que la materia es la energía multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado.

El señor Bird se rascó la cabeza con un gesto teatral. Luego, como si sólo hubiese preparado el escenario para un monólogo, comenzó a despepitar su propia teoría.

—A mí no acaba de gustarme eso de la relatividad. Yo creo que hay cosas que no son relativas. Lo bueno y lo malo no es relativo. Pensar así sólo lleva al crimen, ¿no cree? Yo conozco muchos granujas que, Cegando la relatividad, quieren salvarse de sus condenas. ¿Se imagina usted qué sucedería si todos pensásemos que todo es relativo y que cada uno puede hacer su voluntad? Ser un traidor no es relativo. Matar a alguien no es relativo. Asesinar a miles de personas, como Hitler, no es relativo.

Bacon se sintió intimidado.

—Estoy de acuerdo con usted… Pero lo que me ha dicho no tiene que ver con la teoría de la relatividad ni con Einstein —se atrevió a explicarle—. Él habla en términos físicos, no sociales…

—Pues para mí es igual.

—No. Einstein sólo afirma que el movimiento es relativo para los para los observadores en movimiento (a nosotros, que estamos caminando, nos parece que aquellas muchachas que vienen hacia acá tienen una velocidad menor) y que el único punto de referencia es la luz, cuya velocidad se mantiene constante sin importar desde dónde se la observe. Las cuestiones morales no tienen nada que ver con estos hechos, seño Bird…

—¿Y considera que éste es un descubrimiento realmente importante?

—Sí, claro que sí.

—Perdóneme que insista, pero no lo creo. Si fuera así, todos nos daríamos cuenta de ello… Yo no creo que exista ninguna cuarta dimensión porque nunca la he visto, como tampoco creo en los átomos ni en nada de eso.

—No es usted el único… —ironizó Bacon, quien comenzaba a cansarse. Hablar de física con un hombre que no parecía saber cuál era el valor de
pi
no sólo era estéril, sino absurdo. Por el contrario, el señor Bird se mostraba lo suficientemente convencido de sus propias creencias como para aceptar que Einstein podía tener más razón que él.

—¿De esto quería hablar conmigo?

—Oh, desde luego que no. Disculpe, sólo era una curiosidad mía —el señor Bird casi parecía atribulado por sus divagaciones anteriores—. He visto a tantos hombres como usted que tenía curiosidad por saber en qué diablos piensan todo el tiempo… Durante horas y horas los físicos no hacen otra cosa que meditar. Actúan así cuando recorren sus despachos y sus casas, después de ducharse, antes de dormir… Incluso he llegado a creer que siguen concentrados en sus números y sus teorías mientras hacen el amor con sus esposas…

—Le aseguro que no todos somos así —interrumpió Bacon, buscando su simpatía—. Pero ¿usted por qué sabe tanto de los físicos y sus hábitos?

—He tenido que familiarizarme con ustedes. Es mi trabajo.

—Aún no me ha dicho a qué se dedica exactamente, señor Bird.

—Ya lo sabrá, no se apresure. Mejor dígame, por favor, qué motivos tiene usted para seguir a diario al profesor Einstein.

Muchas veces, en sueños, Bacon imaginó que alguien le hacía esta pregunta; incluso había inventado muchas respuestas posibles, pero ahora no se le ocurrió ninguna.

—No tiene sentido que lo niegue —insistió el señor Bird con una voz meliflua y aterciopelada que Bacon sólo había escuchado en las películas—. Usted ha seguido al profesor Einstein y nosotros lo hemos seguido a usted.

—¿Y quiénes son ustedes?

—No ha respondido a mi pregunta, profesor —el señor Bird se volvía más sombrío.

—No lo va a creer —musitó Bacon, tratando de sonreír.

—Déjeme que sea yo quien lo decida.

—Le juro que no lo sé. Un día pensé en hablar con él de camino a casa, no me atreví y me limité a acompañarlo a lo lejos.

—Acompañarlo a lo lejos. ¿Y luego decidió hacerlo todos los días?

—Así es. Sé que suena absurdo, pero así es.

—¿Y usted imagina que el profesor Einstein nunca reparó en su presencia?

—Bueno, una vez, pero supuse que no le había dado importancia.

—¿Y qué pensaría usted si le dijera que el profesor Einstein avisó a la policía?

—No puede ser —Bacon sudaba—. Era una especie de broma, nunca quise…

—Son tiempos difíciles, profesor —Bird volvió a su cortesía previa—. Usted sabe, los nazis odian al profesor Einstein… Y no sólo ellos. Hay muchos locos en el mundo. Estados Unidos es su nuevo hogar y Estados Unidos debe preocuparse por la seguridad de sus ciudadanos. Mucho más por la seguridad del profesor Einstein, ¿no lo cree?

—¿Usted es policía? —se alarmó Bacon.

—No exactamente —Bird trataba de sonar confiable—. Al menos no en el sentido habitual. Digamos que soy el encargado de vigilar que el profesor Einstein se sienta como en casa. Que nadie lo moleste. Soy su sombra.

—¿Usted me vio? Entonces sabrá que fue un juego, nada más.

—Sí, lo sé. Pero de cualquier modo había que tomar algunas precauciones; Me llevó algún tiempo investigarlo. Por suerte, no encontramos nada sospechoso.

—Ahora que se ha convencido de que no soy un asesino, ¿puedo marcharme?

—Temo que no —el señor Bird se mantuvo firme—. En efecto, dicen que usted es un buen físico. Excelentes notas. Excelente comportamiento. Bueno, hecha la excepción de sus problemas con las mujeres, que a mí eso no me incumbe… Justo por este motivo estuvimos de acuerdo en apoyar la propuesta de los profesores Aydelotte y Von Neumann sobre usted. Nos parece que es la persona que necesitamos para emprender una delicada tarea que nos tiene muy preocupados.

—¿Y qué puedo hacer yo?

—Mucho, profesor. Es joven, es un científico competente, le gusta el peligro, habla alemán con fluidez y, por si fuera poco, de pronto se ha quedado sin empleo y sin compromisos. Creemos que es la persona idónea…

—Idónea, ¿para qué?

—Ya se lo he dicho: para colaborar con nosotros. Una
investigación
si prefiere llamarla así… ¿Usted ama a su patria, verdad?

—Desde luego.

—Pues es tiempo de que haga algo por ella. Estamos en guerra, profesor, no lo olvide. Las prioridades se invierten en situaciones como ésta.

—Supongo que no puedo negarme.

—Usted no lo haría. Le debe mucho a este país y por fin ha llegado la hora de que devuelva un poco de lo recibido, ¿no le parece justo? Además, como le ha dicho el profesor Aydelotte, usted ya no pertenece a este lugar. Quedándose, sólo provocaría más problemas, por no hablar de los que usted mismo tendría que enfrentar; creo que me entiende… —El señor Bird le hablaba como si se dirigiese a un niño explicándole la necesidad de hacer sus deberes—. Obviamente, debo pedirle discreción absoluta. No lo comente con nadie y despídase únicamente de las personas indispensables, aunque sin abundar sobre el motivo de su partida…

—¿Cómo he de contarles si yo mismo no sé nada? —reclamó Bacon.

—Dígales que se alistará en el ejército. Que al fin se ha decidido. Más tarde, si las cosas están tranquilas, podrá escribirles para contarles la verdad.

—Esto es demasiado extraño. Quisiera pensarlo.

—Lo siento, profesor Bacon, pero ya no hay tiempo para eso. Debe confiar en nosotros tanto como su patria confía en usted.

Bacon llamó a la puerta de Von Neumann con la agitación de un moribundo que requiriese la absolución de un sacerdote. El dolor de cabe había desaparecido por completo, pero en su lugar quedaba una sensación de irrealidad provocada por la fiebre.

—¿Qué ha sucedido? —lo recibió Von Neumann con su incomodidad habitual. Bacon se introdujo en su despacho sin esperar a que e lo invitase.

—Vengo a agradecerle su
recomendación
—respondió Bacon—. Y a despedirme.

Von Neumann se sentó en su silla y lo contempló con una expresión paternal. Como de costumbre, su mal humor había dado paso a su típica bonhomía.

—Me alegro de que haya aceptado, muchacho. Ha sido una buena decisión.

—Usted ya lo sabía, ¿verdad?

—Después del escándalo, Aydelotte me mandó llamar. Veblen insistía en expulsarlo del Instituto sin miramientos. Yo me limité a decirles la verdad: que usted es un buen físico pero su camino no se encuentra aquí. Después de mucho pensarlo, Aydelotte me dijo que quizás existiese una mejor opción para usted… Un viaje de estudios, lo llamó —Von Neumann esbozó una sonrisa ácida—. En tiempos como los que nos ha tocado vivir, querido Bacon,
todos
tenemos que sacrificarnos. Al principio pensé que su decisión de quedarse aquí era la mejor, pero ahora creo lo contrario. Usted es un hombre inteligente que puede hacerle mucho bien a su país estando en otra parte y no en esta pequeña y maravillosa prisión que es Princeton… Sé que está ansioso e irritado, sin embargo, no puedo decirle mucho más que esto: fue escogido para colaborar en una misión importante justo porque es físico. No va a ser usted un soldado raso: su tarea va a ser importante.

—Hubiese preferido decidirlo sin presiones.

—De alguna manera usted lo ha decidido, muchacho. Las circunstancias han obrado a su favor. ¿Recuerda nuestra última conversación? —Von Neumann le dio a Bacon una afectuosa palmada en el hombro—. Usted me contó su vida sentimental y me reveló su conflicto entre esas dos mujeres… Entonces yo traté de explicarle que la teoría de juegos también servía para diseñar las estrategias que deben seguir los enamorados. ¿Me sigue? —Sí, claro.

—Desde entonces yo sabía que, si usted se obstinaba en mantener su vida sin cambios, tarde o temprano terminaría echándolo todo a perder; en vez de resolver su
problema
, sólo lo agravaría… Si no me equivoco, eso ha ocurrido justamente.

—Supongo que tiene razón: usted me dijo que yo estaba en medio de una rivalidad entre Elizabeth y Vivien y que, inevitablemente, habría de llegar el momento en el cual tendría que escoger a una de ellas… O, en el caso inverso, una de ellas me abandonaría a mí.

—Lamento decirlo, pero no erraba.

—Temo que incluso se quedó corto. Usted lo vio. Al fin se encontraron… Y, a la postre, creo que las he perdido a las dos.

—Lo suponía —en la voz de Von Neumann había una chispa de compasión que Bacon no había advertido nunca antes—. Era lógico Amar a dos mujeres (que no es lo mismo que acostarse con dos mujeres), es la peor desgracia que puede ocurrirle a alguien. Uno piensa que es una bendición o una prueba de virilidad, pero más bien es una calamidad bíblica… Al final, la verdad siempre termina saliendo a la luz y entonces uno no sabe por qué diablos se metió en un juego semejante. Bastante difícil es amar a una sola persona como para intentarlo con dos —Von Neumann parecía adentrarse en su propio pasado—. La competencia que se establece entre dos mujeres que quieren al mismo hombre es uno de los juegos que he llamado de «suma cero». Lo que gana una lo pierde la otra necesariamente, y viceversa; no hay posibilidad de compensarlas. Por más equitativo que intente ser, el hombre en disputa siempre terminará traicionándolas a las dos… A la larga, eso despierta sospechas y, en los peores casos, como el suyo" el encuentro de las rivales. No quisiera estar en su pejello, Bacon.

—Pero usted me dijo que quizás existiese una solución lógica a este enredo.

—Exacto —Von Neumann se solazaba al aparecer como un
deus ex machina
, capaz de salvarlo en el último momento—. Una vez que los trenes han chocado, la única estrategia legítima es abandonar el juego y emprender otro. Así de sencillo.

—¿Dejarlas a las dos?

—De una buena vez y para siempre.

—¡Por eso me recomendó!

—Simplemente fue el detonador. Espero que no le moleste. Considero, con toda sinceridad, que es su única opción. No se trata de huir, sino de salvar lo poco que le queda. ¿O prefiere quedarse en el pequeño infierno que se ha construido con tanta imprevisión?

Bacon guardó silencio. Todavía estaba demasiado afectado por e dolor y la furia de Elizabeth, por la repentina huida de Vivien, por el escándalo en los pasillos del Instituto. Apenas acertaba a descubrir que quería hacer con su vida. Quizás Aydelotte, Von Neumann y el señor Bird tuviesen razón. Quizás lo único que podía hacer era olvidarse de ambas antes de que ellas lo olvidasen a él o, peor aún, antes de que —sin perder la ira y el rencor— volviesen a buscarlo.

—¿Debo agradecérselo? —preguntó Bacon, incrédulo—. No ahora, pero sí a la larga. Pocas veces uno tiene la oportunidad de servir a una buena causa. Pero no se ponga triste. Temo que no me va a quedar otro remedio que seguir viéndolo. .

—¿A qué se refiere? —saltó Bacon.

—El señor Bird no es precisamente un dechado de sabiduría, pero es un buen agente de la Marina.

—¿Usted lo conoce?

—¡Claro que lo conozco! Pero eso no es lo importante. Le voy a contar un secreto, Bacon, confío en su discreción. Yo también trabajo para ellos.

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