En busca de Klingsor (42 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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—Usted es tan monstruoso como él —escupió Irene, incontenible. Bacon, que había permanecido en silencio todo el rato, trató de serenarla, sin conseguirlo—. Utilizar la ciencia como justificación de su inmadurez… ¿Qué hacer para evitar las dudas y el arrepentimiento que conlleva cada elección? ¡No elegir! Es el mayor acto de cobardía que me ha tocado presenciar… Para mí, el valor de la libertad está en el riesgo que uno corre… Claro que siempre existen posibilidades de que algo salga mal, pero aun así habrá valido la pena aventurarse… Eso nos hace genuinamente humanos, Gustav. Schrödinger y usted toman el camino más fácil, que es tomar todos los caminos al mismo tiempo… Quieren ganar siempre… Pero yo creo que siempre, a la larga, se equivocan… La única ventaja de ser derrotado, de equivocarse, es la posibilidad de intentarlo de nuevo…

—¿Aún falta mucho para que lleguemos a Gotinga? —concluí.

LA ATRACCIÓN DE LOS CUERPOS

Berlín, diciembre de 1940

¿Hubiésemos podido continuar así los tres, Marianne, Natalia y yo, perseverando en nuestros respectivos estados, impulsados por la inercia que nos animaba? ¿Ellas amándose en secreto y yo observándolas en silencio, escondido detrás de los muros, como un científico cauto y timorato que realiza su experimento desde la distancia, instalado en la comodidad de su mundo macroscópico? Quizás si yo hubiese sido menos curioso, si hubiese estado menos interesado en las nuevas experiencias, podríamos haber salido indemnes después de aquella inmersión en el caos… Entonces, pregunto otra vez: ¿por qué nos precipitaron en una avalancha producida por una mínima bola de nieve? Y, una vez en marcha, ¿quién hubiese sido capaz de detenernos?

Habían pasado casi seis meses desde que regresamos de nuestro viaje a Baviera y la situación se había mantenido sin cambios, cada uno acomodándose al papel que le tocaba representar en nuestro pequeño y terrible juego. Marianne seguía siendo una esposa distante y una amante fogosa; Natalia extrañaba a Heinrich y seguía buscando el consuelo de su compañera; y yo me limitaba a gozar al mirarlas juntas.

Todo cambió a partir de la cena de Navidad de 1940, justo cuando Hitler planeaba la Operación Barbarroja, con la cual invadiría por sorpresa a la Unión Soviética durante la primavera siguiente. Como de costumbre, Natalia había sido invitada a celebrar con nosotros, puesto que, dadas las condiciones de la guerra, Heini no había obtenido permiso para regresar a casa en esas fechas. Nos envió una larga carta desde París, que Natalia nos leyó en voz alta, casi llorando. En ella no se limitaba a dirigirnos sus parabienes y a lamentar su ausencia, sino que también me pedía expresamente que reconsiderara mi actitud, ya que quizás —decía—, no nos quedasen muchas oportunidades para reconciliarnos. No sé si fue la combinación de la fecha con el amargo tono de la carta de Heini, o la voz entrecortada de Natalia y las lágrimas de Marianne, pero yo no pude evitar decir en voz alta que lo perdonaba, que lo echaba de menos tanto como ellas y que, en cuanto tuviese oportunidad de verlo, trataría de recomponer nuestra amistad. Este repentino cambio de posición hizo que la atmósfera se cargase con un aroma especial: de pronto, volvíamos a formar una familia.

Al escuchar mis palabras, Marianne se precipitó sobre mí. Natalia no tardó en hacer lo mismo: me abrazó y me besó, y luego abrazó y besó a Marianne con la misma intensidad e idéntico cariño. Cuando pudimos darnos cuenta, los tres estábamos desbordados, llenos de una felicidad y un entusiasmo que no habíamos compartido desde hacía mucho tiempo. Por fin nos habíamos liberado de la tensión, de la angustiosa carga que soportábamos sobre nuestras espaldas, y podíamos ser libres por una noche, absolutamente libres… Compartíamos una sensación de fragilidad y delicadeza, que nos dotaba de una cercanía inusitada: de pronto ya no éramos tres seres distintos, sino un mismo espíritu dividido en tres cuerpos separados… Nos necesitábamos más que nunca: la noche era fría y densa y, colándose a través de los ventanales, nos recordaba la precariedad de nuestra condición… ¿Qué posibilidades existían de que volviésemos a estar así, unidos de corazón, el año siguiente? Muy pocas. En medio del temor y la vorágine, nos convertimos en animalillos temerosos, atrapados por la desgarradora fuerza de nuestros apetitos.

¿Quién fue el primero en decidirse? Quizás yo mismo… Sí, yo comencé aquella cadena de desgracias que entonces, por un segundo, parecía de una sensibilidad tan tierna, tan suave, tan amorosa… Besé a Marianne, mi mujer, en la boca, largamente, como hacía mucho tiempo no lo hacía, al tiempo que sostenía las delicadas manos de Natalia entre las mías… Cuando volví a cobrar conciencia de mis actos, eran los labios de Natalia los que tenía frente a mí y, sin detenerme, los apretaba contra los míos: pasaba mi lengua alrededor de la suya, cimbrándome por la electricidad que atravesaba nuestras pieles, mientras Marianne comenzaba a desabrocharle el vestido. Gracias a un milagro (un milagro que ahora veo como maldición), los tres nos fundimos en uno solo: nuestros cuerpos, sudorosos y excitados, luchaban por desprenderse de sus ropas en aquella noche de Navidad, como si fuésemos esclavos que al fin logran liberarse de sus cadenas. Rodamos por él suelo, como bestias que luchan por la misma presa, besándonos y acariciándonos y desgarrándonos y muriéndonos y amándonos sin fin, inconteniblemente, hasta el agotamiento…

Perdimos nuestras personalidades individuales y nos transformamos en un ser múltiple, regido únicamente por la desazón y el deseo. Por un momento, no importaba a quién pertenecía cada pierna, cada mirada, un fragmento de sexo, unos centímetros de piel: lo compartíamos todo, indiferentes y arrebatados, convencidos de que no hay fronteras entre aquellos que en verdad se quieren. Amarás a tu prójimo como a ti mismo, había dicho Aquel cuyo natalicio celebrábamos ese día, y decidimos llevar su dictado hasta las últimas consecuencias. No pecábamos, no
podíamos
pecar: por el contrario, estábamos poseídos por la gracia y éramos, por una vez en la vida, tan inocentes como niños…

Nos precipitamos a nuestra habitación, exhaustos y desnudos, aferrándonos a las sábanas como si fuesen redes de pescar en las cuales nuestras pieles quedaban atrapadas por obra del Espíritu Santo. Nunca antes había contemplado tanta belleza reunida: no había un centro masculino en torno al cual girasen dos mujeres extáticas, sino una telaraña sin sexo que se precipitaba sobre sí misma, obnubilada por su propia hermosura. Cada detalle era una obra maestra: dos magníficos senos que se deslizaban, suavemente, sobre otros dos senos igualmente perfectos; mi lengua que atravesaba el vientre de una hasta precipitarse en la espalda de la otra; los besos que pasaban de mis hombros a los pies de alguna de ellas; mi sexo entrando y saliendo, en movimiento perpetuo, de dos vulvas distintas y a la vez idénticas; nuestras seis manos entrelazadas como hilos meticulosamente tejidos; tres voces que se consolaban, se mezclaban, chillaban, lloraban y se llenaban de tiernos insultos, hasta que era imposible diferenciarlas entre sí… El universo nacía con nosotros: nos pertenecía. Nuestros abrazos eran las fuerzas primordiales en expansión; nuestros murmullos, el Verbo; y nuestro cansancio compartido, el reposo del séptimo día.

Después de la tempestad, la calma: quedamos varados sobre la cama como náufragos a la deriva, flotando sobre los maderos dibujados en los sobrecamas, esperando que alguien se acercase para salvarnos, demasiado fatigados como para pedir ayuda… Si no era amor, ¿cómo podríamos llamarlo? Flotábamos sobre nosotros mismos, sedientos y perplejos, contemplando la lámpara que pendía del techo como la estrella de la Salvación… ¿Podré decir que rezábamos? Casi en silencio, apenas moviendo los labios, tragando saliva que sabía a vino tierno, implorábamos perdón —a Dios, a Heinrich, a los hombres— y pedíamos, asimismo, que se nos concediese otra ocasión como aquélla… Y otra…, y otra más…, hasta la perdición definitiva… Hasta el infinito.

LA PARADOJA DEL MENTIROSO

Gotinga, abril de 1947

Arrinconados en un turbio silencio, el teniente Bacon, Irene y yo llegamos a la estación de ferrocarril de Gotinga cerca de las siete de la tarde de un viernes. Bacon detuvo un taxi y envió a Irene a casa de su madre por el pequeño Johann.

—Ha sido una semana muy dura, Gustav. Váyase a descansar. Nos vemos el próximo lunes.

—Hasta el lunes —me despedí, todavía con una profunda sensación de incomodidad por la engorrosa discusión que había sostenido con Irene.

Bacon miró de reojo las manecillas del reloj de la estación y decidió caminar hasta su casa. Después de tantas horas de convivencia, le gustaba sumergirse en el dulce anonimato de las calles de Gotinga. Por la noche, la ciudad era distinta, fresca, libre, desprovista de las magulladuras y las penas del amanecer. El edificio en el cual vivía, parecía una ballena dormida. La luz de las farolas no alcanzaba siquiera a iluminar sus fauces. Bacon se introdujo en su alojamiento como una alimaña que escapa a las trampas de los cazadores furtivos. Era medianoche. Se daría un baño y sólo después, si acaso, se atrevería a franquear la corta distancia que lo separaba de la puerta de Irene. Encendió una lamparilla y se dispuso a desnudarse. Cuando arrojó sus pantalones al suelo, se quedó mirando un sobre blanco que permanecía en el umbral. Alguien debió echarlo por debajo de la puerta. En un primer momento, Bacon imaginó que se trataría de un cambio de órdenes enviado por sus superiores, pero no era el sistema usual para llevar a cabo estas tareas. Intrigado, se apresuró a abrirlo sólo para encontrar otro más pequeño en su interior.

Impaciente, repitió la operación; luego extrajo de él una pequeña tarjeta rectangular escrita con caracteres grandes y elegantes cuyo único rasgo sobresaliente era que algunas vocales no llegaban a cerrarse por completo. El mensaje era el siguiente:

Estimado profesor Bacon:

Aunque usted aún no ha solicitado verme, sé que tarde o temprano hemos de encontrarnos. Por ello he preferido tomar la iniciativa. ¿Para qué? Para prevenirlo, querido amigo. Usted se está internando en territorios que no conoce. Yo, en mi momento, hice lo mismo, y terminé perdiendo. Por eso le digo: ¡Cuidado!
Todos los físicos son mentirosos
.

P
ROF.
J
OHANNES
S
TARK

Bacon sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Le hubiese gustado creer que se trataba de una broma. ¿Cómo se habría enterado Stark de su dirección? ¿Y por qué le enviaba aquellas incómodas palabras? ¿Trataba de distraerlo de su empresa? ¿O, por el contrario, en verdad quería prevenirlo? ¿O asustarlo? Se tumbó en la cama unos segundos, paralizado. Luego se levantó para hacer lo único que se le ocurrió en ese momento (lo peor que podía hacer): buscar a Irene. La encontró, somnolienta y arisca —muy probablemente enfadada porque él no había llegado antes—, sosteniendo en brazos a su hijo que aún no dormía.

—¿Qué sucede? —le preguntó ella—. Parecía que querías echar abajo la puerta.

Bacon entró sin tener en cuenta los reparos de la mujer.

—¿Viste a alguien cerca de mi casa?

—No, he estado aquí dentro desde que llegué —respondió ella—. ¿Por qué?

Bacon le tendió el mensaje.

—No comprendo.

—Lo encontré debajo de mi puerta —aclaró Bacon. Irene le echó un vistazo.

—Qué extraño. ¿Por qué te mandaría una cosa semejante…?

—No lo sé. Lo que está claro, es que sabe cuál es mi trabajo.

—Es ridículo…

—A mí me parece perverso.

Irene se apresuró a colocar a Johann en su cuna. Luego, acaso con la inercia de la maternidad, le dio un fuerte abrazo a Frank como si también a él quisiese protegerlo de una amenaza desconocida.

Sólo unas horas más tarde, Bacon estaba ya sentado en uno de los sillones de mi casa. Consulté mi reloj: las cuatro de la madrugada.

—¿No podía esperar a mañana? —hacía frío y mi pijama apenas alcanzaba a protegerme—. ¿Café?

—Sí, gracias.

—Dígame, teniente, ¿qué ha sucedido?

Me entregó el mismo papel que antes le había mostrado a Irene.

—¿El viejo Stark le ha enviado esto? —le pregunté, tan incómodo como él.

Pasamos a la cocina y, mientras yo llenaba la cafetera, Bacon me contó lo sucedido.

—Siempre hemos sabido que es un lunático —resoplé, nervioso—.

Y ahora, de pronto, se inmiscuye en nuestro juego… Pero ¿qué sentido tiene?, ¿qué gana él con esto?

—Hacernos saber que está al tanto de nuestras investigaciones y decirnos que no está preocupado. Y quizás también…

—¿Qué? —salté yo.

—Es evidente que se trata de un desafío. Mírelo de nuevo.

—«¡Cuidado!
Todos los físicos son mentirosos
» —leí en voz alta.

—Está fijando las reglas de la confrontación, como si se tratase de una partida de ajedrez o de poker. ¿Pero por qué hacer algo así? ¿Por qué nos reta? ¿No hubiese sido más prudente mantenerse en el silencio, como hasta ahora?

—De seguro Stark piensa que sospechamos de él, y ésta es su forma de defenderse. Ha preferido adelantarse.

—Es absurdo —musitó Bacon—. No debe de estar en sus cabales…

—Quizás no, pero ello no debe importarnos. No queda más remedio que seguir adelante.

—¿Y qué hemos de hacer?

—Lo mismo que hasta ahora. Continuar con nuestra labor.

—¿Y su acertijo?

—Quizás sólo quiere ganar tiempo.

—¡Está jugando con nosotros!

—Tranquilícese, Frank —apoyé una mano en su hombro y le entregué su taza de café—. Apartémoslo de nuestra mente y rehusemos seguir sus reglas…

—Ahora es demasiado tarde —insistió—. Sólo tenemos dos opciones: jugar o abandonarlo todo. Si decidimos no jugar, Klingsor gana.

—¡De acuerdo, de acuerdo! —le dije, dando un sorbo a la taza y escaldándome los labios—. Juguemos, pues. Ahora dígame, teniente, según usted, ¿cuál es el significado del mensaje de Stark?

—Sinceramente, no lo sé.

—¿Quiere sugerirnos que los testimonios que hemos recabado son falsos? ¿Qué alguien nos ha mentido?

—Supongo que a eso se refiere. Sólo que, al decírnoslo, en vez de ayudarnos, nos entorpece. ¿Cómo podemos saber quién ha sido el mentiroso? ¿Se da usted cuenta? Lo que ha hecho es sembrar la semilla de la duda. Sugiere que vamos por el camino correcto y, al mismo tiempo, que alguien nos ha estado engañando…

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