¿Cuántas palabras, cuántas frases afortunadas como ésta podían inventarse para quitarnos la enorme responsabilidad que sobrellevábamos? Lo cierto era que su único mérito, su única verdadera exculpación, era su fracaso. A fin de cuentas, al final de la guerra el equipo dirigido por Heisenberg ni siquiera había logrado producir una reacción en cadena o crear un verdadero reactor, y mucho menos armar una bomba con capacidad explosiva. Lo había intentado y, por fortuna, había fallado. Pero ¿qué hubiese sucedido si hubiese tenido éxito? ¿Si Hitler hubiese asesinado a millones de personas inocentes en Londres o en Birmingham tal como hicieron los norteamericanos en Hiroshima y Nagasaki? ¿El juicio de la historia hubiese sido igual de benigno con Heisenberg?
Él continuó defendiéndose como pudo. En aquellos momentos, las circunstancias históricas eran distintas. Y
él era alemán
. ¿No era lógico, y justo, que desease el triunfo de nuestro país en vez de su aniquilación? ¿No era su deber colaborar en la defensa de su patria? En una guerra normal, sí, ése hubiese sido su deber —se le aclaró— pero no en esta guerra. Hitler no era un estadista que buscase el bien para su pueblo, sino un
criminal
. ¿No había quedado suficientemente claro en Núremberg?
Nadie
tiene la obligación de obedecer a un criminal, y mucho menos un científico…
¿Entonces por qué aceptó trabajar en el proyecto atómico? Heisenberg creyó hallar una excusa más inteligente: quería servirse de la guerra para desarrollar su propia investigación científica. Desde el inicio,
sabía
que la construcción de una bomba estaba fuera de sus manos, al menos durante el transcurso de la guerra… Lo único que pretendía era realizar su trabajo, pero jamás pensó en entregarles un arma dé destrucción masiva a los nazis… El problema de la fisión —y del uso práctico de la energía que se liberaba en el proceso— era para él un tema de estudio, un desafío científico y técnico, sólo eso… Claro que quería estar a la altura de los aliados (¿por qué no les pregunta a ellos cuál fue su sensación al enterarse de los millones de muertos que produjo su labor?), eso no es un pecado, más bien se puede hablar de una competencia legítima, pero, insistió, jamás hubiese permitido un genocidio como el de Japón…
¿En realidad serían ciertas sus palabras? ¿Y en realidad serían sinceras las acusaciones de sus interrogadores? ¿O es que ellos se sentían aún más culpables —y por eso dispuestos a perdonar sin demasiados trámites— porque sus científicos no sólo habían trabajado para construir material bélico, sino que este material bélico
había sido utilizado
? ¿No eran los fiscales tan perversos como los acusados? Heisenberg esgrimió un último argumento en su defensa, el definitivo: si él y sus colaboradores se hubiesen negado a trabajar en el proyecto,
otros
, menos escrupulosos, menos éticos, lo hubiesen hecho (¿estaría pensando en Stark y sus compinches?), y entonces quién sabe qué podía haber ocurrido… Era mejor que él estuviese detrás de todo, supervisando los avances, e incluso, ¿por qué no?, retrasándolos de ser necesario…
Pero ¿debíamos creer que esta versión era cierta? ¿Podíamos confiar en alguien como Heisenberg? Desde luego que no, teniente. Definitivamente, no.
—¿Cómo le fue?
El incierto semblante del teniente Bacon no me ofrecía ninguna pista de cuál había sido el resultado de su visita. Moría de curiosidad, Pero traté de aparentar indiferencia. Frank se parapetó detrás de su escritorio y me observó con mirada escrutadora, como si tratase de medir mis reacciones.
—¿Y bien? —insistí.
—Odio reconocerlo —confesó él—, pero creo que usted ha vuelto a tener razón…
—¿A qué se refiere, teniente? —me sobresalté.
—A la actitud de Heisenberg. Yo suponía que se pondría nervioso sólo con tocar el tema de la bomba, pero más bien ocurrió al hablar de Bohr. Al parecer, algo se rompió entre ellos tras la visita que nuestro amigo le hizo a su viejo maestro en Copenhague en plena guerra…
—¡Se lo dije! —salté.
—De pronto parece muy emocionado con la idea de que Heisenberg sea nuestro hombre, Gustav —me dijo, retador—. Sigo sin entender cuál era su relación con él.
—Compañeros de trabajo, teniente —afirmé sin dudarlo—. Ni siquiera compartíamos las mismas oficinas. Durante el desarrollo del proyecto atómico, no creo haberlo visto más de dos o tres veces… Nos tenían divididos en grupos, para evitar problemas de inteligencia, usted sabe, desvíos de información clasificada…
—De acuerdo —concedió—. En cualquier caso, lo cierto es que debemos investigar que pasó entre Bohr y Heisenberg en Copenhague. Si estamos en lo correcto, debió ser algo mucho más profundo que la sola tensión existente entre un país conquistado y uno conquistador…
—Así es, teniente. Bohr y Heisenberg eran como padre e hijo. Su relación era más cercana que la de cualquier otro par de físicos de nuestro tiempo… Si tuvieron un desacuerdo tan grave, debió estar motivado por una causa lo suficientemente importante.
—Dejemos de especular, Gustav, por favor —el tono de voz de mi amigo comenzaba a volverse demasiado enfático; yo sabía que era la espuria influencia que Irene ejercía sobre él—. Ciñámonos a los hechos, ¿quiere?
—Desde luego, teniente…
—No hay otro remedio —concluyó—. Tendré que hablar con Bohr…
—¿En Copenhague?
—¿Y qué se imaginaba, Gustav? —comprendía que estuviese nervioso, pero detestaba su agresividad inmotivada—. Saldré hacia allá en un par de días…
—Apenas tendremos tiempo para prepararnos…
—Lo lamento —me interrumpió—. En esta ocasión, creo que usted me será de más utilidad quedándose aquí, en Gotinga…
¿Cómo? No podía creerlo: gracias a mí había encontrado, al fin la pista que buscaba, y ahora me negaba continuar en la empresa sólo porque no era del agrado de su concubina. ¡Era intolerable!
—No lo comprendo, Frank —murmuré.
—Lo siento, Gustav —de pronto trató de parecer más conciliador—. Sinceramente, prefiero ver a Bohr a solas. Además ya le he quitado demasiado tiempo, no quiero que por mi culpa descuide sus ocupaciones…
—¿Ya no confía en mí? —le pregunté sin reservas.
—No es eso —repuso con fingida amabilidad—. Sólo que la situación se vuelve cada vez más delicada… Cada vez hay más figuras importantes involucradas en todo esto. Tengo que extremar las precauciones, Gustav. Compréndame, por favor. No es nada personal. Usted sabe que, sin su ayuda, yo nunca hubiese llegado hasta este punto.
—Como usted prefiera, teniente.
Nos quedamos en medio de un pesado silencio durante unos segundos, tratando de escrutar nuestras verdaderas intenciones. Al final, yo no resistí la tentación de formularle la pregunta que más me inquietaba.
—¿Irene lo acompañará? —dije con mi tono menos violento.
—No lo sé aún —mintió Bacon, tan mal como siempre—. Es posible, pero hay algunas complicaciones…
—Ya.
—¿No estará molesto conmigo, verdad Gustav?
—Claro que no, teniente.
—Me alegro —terminó—. Espero poder traerle mejores noticias a mi regreso. Mientras tanto, usted siga pensando en el asunto. Cada una de sus intuiciones ha sido muy valiosa para la misión.
Nunca me gustó. Desde el principio supe que había algo maligno, astuto y obsequioso, en cada uno de sus actos, en sus opiniones, en su forma de controlar a Bacon. Sus largos ojos pardos, sus ademanes mohínos, su reticencia y su hostilidad hacia todos aquellos que no la complacían eran "nuestras suficientes de la desconfianza que merecía por mi parte. Sólo el respeto a mi amigo me había impulsado a callar más veces de las que yo hubiese querido, permaneciendo en un silencio cómplice y artero para evitar un enfrentamiento que, en medio de la investigación, no beneficiaba a nadie, salvo a Klingsor. Ahora, más que nunca, me daba cuenta que debía acentuar las precauciones con Irene; como he dicho, había algo tenebroso y oscuro en la personalidad de esa supuesta madre soltera, en ese cúmulo de ternuras y perfecciones que tanto encandilaba al teniente y yo no podía permitir que echara por la borda nuestro trabajo de esos meses.
Dos aspectos me habían llamado poderosamente la atención desde el principio.
Primero
, la facilidad con la cual aquella mujer se había interesado por la vida profesional de Bacon. Y,
segundo
, que desde que se conocían, él nunca la había visto por el día, sino siempre por la noche cuando llegaba a su hogar, indiferente a la vida que llevaba durante las horas que no estaban juntos. Quizás fuese una exageración mía, debida a la animadversión mutua, pero por el bien de todos era mejor que me cerciorase de sus intenciones. Sólo faltaban unas horas para que Irene y Bacon partiesen rumbo a Dinamarca, de modo que debía darme prisa.
A la mañana siguiente, en vez de presentarme en el Instituto, o de asistir a las reuniones en la oficina de Bacon, me levanté más temprano que de costumbre y me aposté cerca del edificio en el cual vivían Frank e Irene. La mañana era mórbida y calurosa, como si el sol no se decidiese aún a mostrarse en público. Cerca de las ocho de la mañana pude ver cómo el teniente salía del edificio y se precipitaba, con su andar nervioso y apresurado, rumbo a su despacho. Perfecto. Ahora sólo debía esperar a Irene. Había decidido seguirla adondequiera que fuese sin despegarme de ella un solo segundo.
La espera fue larga y fatigosa. Por fin, cerca de las diez de la mañana, la joven salió con su hijo en brazos, dispuesta a entregárselo a su madre (o al menos eso le decía a Bacon). Al parecer, no sospechó mi presencia, porque se desenvolvía con una agitación y una espontaneidad que la hacían parecer ridícula. Ni siquiera me sorprendió notar que ella no se mostraba particularmente cariñosa con el bebé, como si fuese poco más que un bulto que debía transportar de un lugar a otro. Nunca lo besó ni lo acarició y, tras caminar unas cuantas manzanas, se limitó a entregarlo en unos brazos incógnitos que lo acogieron desde el interior de una portezuela descascarillada. Irene no entró en el lugar y, sin despedirse de su hijo —si en verdad era su hijo—, se marchó a toda prisa en la dirección contraria.
Asegurándome de que no me viese, me encargué de seguirla. A las diez y cuarto, Irene se presentó en las puertas de la fábrica en la que trabajaba —o decía trabajar—, y se introdujo en ella con rapidez, acaso temiendo una dura reprimenda de su jefe. Al parecer, aquel día yo no iba a obtener nada. De cualquier modo, me propuse continuar vigilándola hasta la hora del almuerzo. A fin de cuentas, ya no pensaba presentarme en el Instituto y Bacon no había solicitado que lo viese.
Por fin, a la una y diez de la tarde, Irene salió de la fábrica. Sus movimientos seguían siendo tan rápidos y contrahechos como antes, como alguna prisa íntima la agobiase en todo momento. Supuse que volvería a casa o que se detendría a almorzar en alguna parte, pero pronto me di cuenta de que sus pasos se alejaban demasiado de la zona céntrica. A la una y media, Irene se introdujo en una pequeña iglesia en las afueras de la ciudad. Escondido detrás de una columna, pude ver que se veía con un hombre alto y desgarbado, vestido de paisano, al cual le entregó un sobre.
Eureka
. No me había equivocado. Aquel hombre debía ser su contacto.
Berlín, abril de 1941
Después de aquella memorable noche de Navidad de 1940 en que Marianne, Natalia y yo iniciamos nuestra sociedad secreta, pasaron varias semanas antes de que volviésemos a vernos. La escena había sido lo suficientemente embarazosa como para mantenernos alejados y, cuando al fin cobramos conciencia de nuestros actos, estábamos demasiado confundidos para hablar de ello. Lo último que recuerdo de aquella noche es que Natalia simplemente volvió a vestirse, se despidió de nosotros con sendos besos en las mejillas, y se retiró sin decir palabra.
La situación entre Marianne y yo fue menos simple. Nosotros no teníamos que vestirnos de prisa —estábamos en nuestra casa— y no podíamos escondernos tras la falsa ilusión de una noche como tantas. Después de que, por turnos, pasamos largos minutos en el baño, contemplando nuestros rostros en el espejo para comprobar si seguíamos siendo los mismos, regresamos a nuestra habitación, nos pusimos nuestros pijamas y nos acostamos. Ninguno de los dos pudo dormir, pero ambos permanecimos en un obstinado silencio.
Más que pensar en mis actos y sus consecuencias, yo trataba de adivinar cuáles serían las reacciones de Marianne y Natalia. ¿Qué habría sentido cada una de ellas? ¿Por qué no se habían resistido y, por el contrario, se habían lanzado hacia el despeñadero de emociones que yo había iniciado? ¿Había sido una experiencia única, que convenía ocultar prudentemente, o era el inicio de una vida nueva? No me sentía culpable y, en el fondo, opinaba que Marianne tampoco: quizás sólo Natalia estuviese atormentada por los remordimientos. A fin de cuentas, Marianne y yo éramos esposos, una pareja un tanto excéntrica, pero esposos al fin, y una muestra de la confianza que nos teníamos era que nos habíamos atrevido a compartir nuestras fantasías sexuales y el objeto de nuestros deseos. En este sentido, Natalia era la única adúltera del trío.
Al darme cuenta de este hecho, mi estómago dio un vuelco. Tenía un miedo atroz, una sensación de angustia que no conseguía apartar del insomnio. ¿A qué se debía? Pronto tuve que reconocerlo: al temor de no volver a
sufrir
—y creo que aquí el término está bien empleado— una experiencia como la que acababa de tener. Lo ocurrido con Marianne y Natalia me había fascinado: era una extraña combinación de impulsos, excitación, dolor, placer, celos, alegría, culpa… Una pócima reconcentrada cuyo poder telúrico permanecía en cada uno de los poros de mi piel, en mis huesos, en mi sexo… Pero ¿y si Natalia no quería volver a involucrarse con nosotros? ¿O si Marianne prefería alejarme de su amiga? ¿Qué sería de mí entonces? No podía permitir algo semejante, quedaría incompleto, vacío, estéril… Sólo la penosa y lenta construcción de un mundo habitado por los tres —nuestros tres cuerpos y nuestros tres deseos, fatigas y frustraciones— podría hacerme llevadera la existencia. No habían pasado ni siquiera un par de horas de nuestro encuentro y ya sentía la imperiosa necesidad de repetirlo.
A la mañana siguiente, Marianne se levantó antes que yo. Me encargué de seguirla y me introduje en el baño cuando ella ya estaba desnuda, a punto de darse una ducha.