—O, por el contrario, lo entendió muy bien y por eso se molestó tanto… —sugirió ella—. ¿Y tú cómo lo interpretas?
—Veamos —dijo Bacon, y procedió a hacer un esquema mental con las distintas interpretaciones de los hechos—. Consideremos, primero, el mejor de los casos: que Heisenberg actuó por cuenta propia, ¿de acuerdo? Entonces, tendríamos dos opciones:
a
) Que Heisenberg" conociendo la relación de Bohr con los científicos aliados que trabajaban para construir una bomba atómica, tratase de disuadirlos a través de él, con el fin de evitar que Alemania fuese destruida con una de estas armas; y
b
) Que Heisenberg en verdad le haya sugerido a Bohr formar una especie de acuerdo entre los físicos nucleares del mundo para impedir la utilización de la energía atómica con fines militares…
—Ambas cosas me parecen un tanto ingenuas —juzgó Irene—. ¿En realidad pensaría Heisenberg que iba a convencer a los físicos aliados de abandonar el programa atómico sólo porque él se lo pedía a Bohr?
—Recuerda que él estaba a cargo del proyecto atómico alemán. Si esta opción fuese la correcta, le ofrecía a Bohr detener sus propias investigaciones siempre y cuando los aliados se comprometiesen a hacer lo mismo…
—¿Piensas que estaba dispuesto a traicionar a su patria con una acción semejante?
—No me parece tan absurdo: Heisenberg podía justificarse aduciendo que lo hacía por el bien de Alemania… Para él, no había nada peor que imaginar a su patria devastada por un arma nuclear…
—De todos modos me parece difícil aceptarlo. Aunque era capaz de detener en cierta medida los avances científicos relacionados con la bomba, él no era el responsable absoluto del proyecto. Había militares, funcionarios, miembros de las SS involucrados. ¿Cómo paralizarlos a todos?
—No lo sé —admitió Frank—, quizás pensaba que, fuera de él mismo, no había nadie capacitado para desarrollar los aspectos técnicos de la bomba… Nadie se daría cuenta de si saboteaba su propio trabajo…
—Pero hay algo aún más delicado en esta posibilidad. Imaginemos que en realidad le propuso a Bohr una especie de tregua entre científicos… Muy bien. Con las mejores intenciones. ¿Cómo podía estar seguro de que Bohr iba a creerle? Y, peor todavía, ¿de que en realidad Bohr fuese a convencer a los Aliados de detener sus investigaciones? ¿Y si Bohr le decía que iba a intentarlo y luego lo traicionaba?
—Tenía que confiar en él. Era su maestro y su amigo. Había viajado hasta Copenhague sólo para verlo. Tenía que arriesgarse…
—Es una locura.
—Quizás. Pero entonces debemos considerar la otra opción. Que Heisenberg no hubiese visitado a Bohr por voluntad propia…
—¿Sugieres que era un espía de Hitler? ¿Qué éste lo envió para engañar a Bohr?
—No podemos descartarlo
a priori
—adujo Frank, sin entusiasmo—. De ser así, Heisenberg tenía poco que perder…
—Su amistad con Bohr…
—Si en verdad era un espía de Hitler, si en realidad era Klingsor, poco podía importarle eso. Cualquier duda que pudiese introducir en la mente de Bohr sería un triunfo suficiente… La más leve vacilación en el bando aliado le otorgaría una ventaja considerable al proyecto alemán…
—Es espantoso —se enfurruñó Irene.
—Klingsor sería capaz de eso, y más…
—Aún no sabemos si Heisenberg es Klingsor.
Bacon permaneció en silencio como si de pronto se hubiera quedado solo en medio del mundo. Parecía poseído, enclaustrado en sus propios pensamientos.
—Todo este asunto me recuerda un esquema que analicé hace muchos años con Von Neumann, un maestro mío —exclamó, dando un respingo—. Se trata del mismo mecanismo… Déjame que te lo explique —Bacon se levantó a por una hoja de papel y un lápiz y procedió a dibujarle a Irene un esquema similar a los que hacía con Von Neumann:
Colaborar | Traicionar | |
Colaborar | Heisenberg actúa de buena fe, convence a Bohr, y los dos programas nucleares se detienen. | Heisenberg cree haber convencido a Bohr y detiene sus investigaciones, pero éste no hace nada y los Aliados siguen adelante. |
Traicionar | Heisenberg siempre ha pensado continuar con sus investigaciones, pero convence a Bohr de interrumpir las de los Aliados. | Heisenberg le hace creer a Bohr que saboteará el proyecto alemán y Bohr le dice que detendrá el proyecto aliado, pero ambos continúan como hasta el momento. |
—¿Me sigues? —Frank casi gritaba por la excitación—. Según el punto de vista de Heisenberg, lo mejor para ambos era colaborar entre sí, pero ninguno podía estar seguro de que el otro fuese a hacerlo… Aunque una posible traición los mantenía permanentemente amenazados… Míralo de este modo, como si cada decisión tuviese un valor numérico:
Colaborar | Traicionar | |
Colaborar | 2,2 | 1,3 |
Traicionar | 3,1 | 0,0 |
—Para Heisenberg —Frank continuó su razonamiento—, la mejor opción era la de la casilla superior izquierda: suspender los dos proyectos atómicos… El peor de los mundos posibles quedaba en la casilla superior derecha: que él suspendiese el proyecto atómico, y los Aliados no. Si él hubiese traicionado a Bohr, como se establecía en la casilla inferior izquierda, Alemania hubiese tenido su mejor resultado. Y, por último, quedaba la casilla inferior derecha, en la cual se establecía que, tanto Alemania como los Aliados, continuasen como hasta entonces, sumergidos en una carrera contra el tiempo para ver quién obtenía primero la bomba…
—Entiendo los dibujos, pero no sé adónde quieres llegar, Frank. —Es muy extraño. Como si este mismo juego me persiguiese una y otra vez…
—No te comprendo… A mí no me parece un juego.
—¡Pero lo es, Irene, te juro que lo es! —chilló él—. ¡Todo encaja! Es tan claro que no deja de parecer sospechoso…
—¿De qué hablas?
—¡Si tú eres la que me has hecho darme cuenta, Irene! —Bacon reía con nerviosismo.
—¿De qué? Frank, me asustas…
—Me está poniendo a prueba… —gimió él, temblando—. Quiere que arme el rompecabezas pero no para que llegue a la verdad, sino para jugar conmigo… Yo soy su verdadero contrincante… Es endemoniadamente listo…
—¿Quién?
—¡Klingsor, por Dios! ¡Klingsor! —Bacon había enloquecido de pronto—. ¿Era Heisenberg un espía de Hitler? ¿O, por el contrario, uno de sus peores enemigos? ¿Estaba dispuesto a traicionar a su patria o a su antiguo maestro? ¿Le mintió a Bohr o a las autoridades nazis? ¿O miente ahora, cuando se excusa de todo aquello? ¿O siempre dijo la verdad? —el resuello le impedía expresarse—. ¿Es posible conocer la verdad, Irene? No. ¡Nunca vamos a llegar a alcanzarla! La verdad no existe. Todo es un juego, Irene, entiéndelo. Y no se juega para obtener la verdad, sino para ganar…
—¿Ganar? ¿Ganarle a quién?
—A mí —dijo pausadamente—. A mí.
Hicieron el amor con la densa calma de quien se siente ahogado por el mundo y trata de refugiarse en la intemporalidad de los afectos. Bacon intentaba no parar, como si cualquier vacilación lo arrancase del sueño y lo devolviese a una realidad a la cual no quería volver. Irene, en cambio, se mantenía ajena a los padecimientos de Frank: se dejaba amar pero ella, a su vez, estaba en otra parte: en el sucio terreno de la razón. Mientras Frank le susurraba obscenidades o la penetraba con violencia fingida, ella trataba de meditar, de pensar, de resolver, ella sola, el acertijo. Bacon nunca se lo debió haber permitido.
—Frank, cálmate —le suplicó ella, haciéndolo a un lado—. Creo que lo tengo.
—¿De qué hablas?
—¡De Klingsor! —exclamó Irene, transfigurada—. Todos los Picos son mentirosos. El mensaje de Stark. ¿Lo recuerdas?
—¿Y eso qué?
—Lo he estado pensando y creo que ahí está la clave, Frank… Todos son mentirosos. ¿Cómo no nos dimos cuenta antes?
—¿De qué?
—Heisenberg miente. Bohr miente. Schrödinger miente. Incluso tú tendrías que mentir. Y hasta el propio Stark miente. ¿Sabes por qué? ¡Porque todos ustedes son
físicos
! —soltó una carcajada.
Bacon se levantó de la cama, aturdido.
—Sigo sin entender, Irene.
—Si yo soy físico y digo: «Todos los físicos son mentirosos», aparece un problema lógico —le explicó al teniente en un repentino brote de lucidez, como si ella fuera la experta—. Tú me lo enseñaste. En ese caso, no es posible saber si miento, o no. Pero sólo en este caso. Sólo si yo soy físico.
Irene trataba de explicar su insólita y absurda teoría ante la mirada atónita de su amante.
—¿Pero sabes cómo salir de la paradoja? ¿Cómo eliminarla? —Te escucho.
—Es tan simple que me sorprende que no nos hayamos dado cuenta antes —su arrogancia era intolerable—. La contradicción sólo existe si quien pronuncia la frase es un físico, ¿lo comprendes? —la voz le temblaba con sus insidias—. Yo creo que Stark te envió ese mensaje para que lo interpretaras al revés. Es decir, que no debes ir en busca de un físico… Porque tú eres un físico, pero Stark también, y entonces no se puede decir que ustedes sean mentirosos. Esta proposición es, ¿cómo la llamaste?
—Indecidible.
—Exacto.
—¿Entonces?
—Quien miente no es un físico, Frank, sino otra persona.
—Pero tiene que ser alguien que, aunque no sea físico, domine la teoría cuántica, la relatividad, los rudimentos de la bomba… —¿Cuántas personas cumplen estos requisitos?
—No lo sé. Quizás un químico como Hahn, o un ingeniero… —¿Has hablado con Hahn? ¿O con un ingeniero importante? ¡Claro que no! Tiene que ser alguien cercano a ti…
—¿Un matemático…?
—¡Eso es! —rugió Irene—. ¡Links…! Yo creo que él está detrás de todo, Frank. Es tan claro… En realidad no podemos saber si todos los físicos con los que nos ha hecho hablar dicen la verdad o no. Todo lo que ellos dicen queda inscrito en la paradoja, se vuelve contradictorio… En cambio, las historias de Links sí pueden ser verdaderas o falsas, sin problemas lógicos… Esta es la solución del enigma.
Bacon se quedó pensativo por unos momentos. A pesar de sus reticencias, el veneno de Irene había comenzado a introducirse en su sangre. Era mi amigo, pero aun así ella había sido capaz de transmitirle el virus de la desconfianza.
—¿Y por qué diablos iba a hacer Links algo así? No encaja.
—Sabía que lo preguntarías, Frank, y he estado tratando de encontrar una razón. Hasta que él mismo me ha hecho hallarla. ¿Por qué has venido a Copenhague? Dímelo…
—Para interrogar a Bohr sobre Heisenberg…
—Y antes, ¿por qué interrogaste a Planck, a Von Laue, a Schrödinger? ¿Por qué justo a ellos y justo en ese orden?
—Así se presentaron las cosas.
—Mira más allá de tus narices, Frank —se había convertido en un demonio que no cesaba de hechizarlo con sus falacias—. Desde el principio, Links te ha llevado de la mano para que creas que Heisenberg es Klingsor… Ésta ha sido su intención desde el principio… ¿No te das cuenta? Mira cada uno de los pasos que has dado: no se trata de una investigación normal… Todo el tiempo has seguido una ruta previamente trazada por él… Te ha manipulado para que, al final, encuentres lo que él quiere… Tú mismo has dicho que todo esto parece un juego matemático. Y que tu contrincante lo único que quiere es vencerte. Pues ese contrincante es Links…
—¿Y por qué acusar a Heisenberg?
—Una disputa personal. Una vieja cuenta que saldar. Heisenberg no era un ángel, ciertamente. Su conducta hacia los nazis siempre fue ambigua. Acaso Heisenberg también se lavó las manos cuando la policía arrestó a Links por la conspiración contra Hitler y éste nunca pudo perdonárselo. Pero ello no lo convierte en Klingsor. ¡Es Links quien quiere que lo veamos así!
—Tienes razón en algo —dijo, ¡ay!, Frank—. He confiado demasiado en él sin cotejar las pruebas, sin permitirme otras interpretaciones distintas de los mismos hechos… —se sentía aturdido y molesto, defraudado—. Quizás haya llegado la hora de revisar nuestros resultados…
—¿Y qué debemos hacer entonces? —murmuró Irene.
—Despedirnos de Bohr y regresar cuanto antes a Gotinga —terminó Bacon—. Allí están Gustav y Heisenberg, las dos únicas personas que pueden conducirnos hacia la verdad.
Berlín, marzo de 1942
¿Cuándo me di cuenta de lo que estaba pasando conmigo? ¿Fui consciente del momento en que se inició el desastre? No lo sé. No lo sé ahora, más de cuarenta años después, y desde luego no lo sabía entonces. En aquellos días era como si me hubiese convertido en una criatura ciega y sorda, indiferente al mundo, guiada sólo por su intuición. Y, sin embargo, a pesar de que todo obraba en mi contra, de que me acercaba peligrosamente a la locura, de que no sólo se derrumbaba mi mundo sino el mundo, empecé a contar con una íntima certeza que me salvaba de cualquier amenaza, que me devolvía a la calma y a la cordura, que me redimía: mi amor por Natalia.
Reconozco lo insensato o vacuo de la expresión, mas no tengo razones para mentir o para justificarme. Mi amor por ella era verdadero, acaso lo único verdadero que ha habido en mi vida. Era la única certeza en la cual podía confiar y, si no me hacía mejor, al menos me devolvía una humanidad que ya creía perdida… Siempre me había gustado. Siempre la había deseado, desde que tantos años atrás Heini me la presentara como su novia, desde el primer instante en que contemplé su mirada abrupta y grisácea. Ahora, por los caminos más inextricables, comprobaba que aquella emoción primigenia, que aquel atisbo de sabiduría no había sido falso: la auténtica falsedad era el resto de mi existencia, mi supuesto amor por Marianne, por mi trabajo, por la ciencia… Sólo ella me importaba. Y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conservarla a mi lado. Cualquiera…
De pronto, los
ménages à trois
dejaron de ser una perversión sutilmente concedida y se convirtieron en una tortura a la que sólo me entregaba para poder estar cerca de Natalia. Al principio nos veíamos dos veces por semana; poco a poco logré hacer que aquellas infaustas ceremonias fuesen menos frecuentes. Me di cuenta de que sentía celos —sí, celos— cuando Marianne acariciaba o besaba o seducía el cuerpo de Natalia, un cuerpo que sólo debía pertenecerme a mí. Era espantoso: marido y mujer enamorados de la misma persona, luchando entre sí para conquistarla, para complacerla, para arrebatársela el uno al otro. Desde luego, estos sentimientos permanecían en silencio, agazapados e incógnitos, pero no por ello eran menos poderosos; cada vez que los tres nos desnudábamos, éramos como bestias, guiñapos arrastrados por la corriente y por la inercia, átomos dispuestos a escindirse y a explotar a la menor provocación.