—¿Qué pasó con el Instituto mientras usted estuvo fuera? —intervino Bacon.
—En cuanto se enteraron de mi salida, los nazis arrestaron a dos de mis asistentes, Jørgen Bøggild y Holger Olsen, y un grupo de soldados ocupó las instalaciones —suspiró Bohr—. El rector de la Universidad protestó por este hecho, pero sirvió de poco. Más tarde, él y los profesores Meller y Jacobsen decidieron pedir la ayuda de Heisenberg, para ver si él podía hacer algo al respecto…
—¿Lo hizo?
—Werner llegó a Copenhague en enero de 1944. Tras la ocupación, los alemanes habían determinado que el personal del Instituto sólo tenía dos opciones: colaborar en los proyectos bélicos nazis o permitir que el ciclotrón y numerosos aparatos fuesen trasladados a Alemania… Después de entrevistarse con Meller y de realizar una inspección a las instalaciones, Heisenberg se encargó de hablar con la gente de la Gestapo y los convenció de que lo más conveniente para Alemania era que el Instituto continuase trabajando como hasta el momento…
—¿Tuvieron éxito sus gestiones?
—Entonces, sí —admitió Bohr—. El mismo día, el rector fue informado de que el Instituto era devuelto a la Universidad sin condiciones…
—Un gesto admirable por parte de Heisenberg —dijo Irene.
—Supongo que sí —respondió Bohr con sequedad.
—¿Usted cuándo lo vio por última vez? —intervino Bacon.
—¿A Heisenberg?
—Sí.
—Unos años antes, en 1941.
—¿Y cómo era entonces la relación entre ustedes…?
Bohr permaneció en silencio, como si no hubiese escuchado la pregunta. Era obvio que ambos estaban incordiándolo demasiado con cuestiones que él prefería olvidar.
—Yo seguía admirando su trabajo.
—¿Y su amistad de tantos años?
—Se fue perdiendo, me temo…
—¿Por qué?
—¿Por qué?
—¿Qué los distanció? —insistió Bacon—. ¿La política, la guerra? Bohr movió su pesada cabeza de un lado a otro, lamentando aquellos incidentes.
—Un poco de todo, quizás…
—¿Le incomoda que le pregunte sobre este episodio, profesor? —Bacon caminaba a su lado, observando sus pausados movimientos.
—No tengo mucho que decir —confesó Bohr—. Cuando Werner me visitó, el destino de la guerra aún no estaba claro… Alemania era dueña de media Europa, había vencido a Francia y sus tropas se internaban en Rusia a gran velocidad… Aún no había ocurrido el cerco de Stalingrado… ¿Cómo podía sentirme yo con su visita? A pesar de todo, él era un patriota, y yo sabía que, en cierto modo, se sentía orgulloso de los triunfos de Hitler aun cuando reprobase a los nazis… Simplemente no teníamos nada de qué hablar. Al menos no en aquellos momentos…
—Pero Heisenberg insistió en verlo, ¿no es así? —Bacon quería arrinconarlo—. Aunque usted se mostró reacio desde el principio, él casi lo obligó a recibirlo… ¿Por qué era tan importante para él?
—Quizás se sentía culpable —mintió Bohr—, yo nunca he llegado a saberlo. Charlamos durante unos minutos, caminando, tal como lo hacemos nosotros ahora, y luego perdimos todo contacto hasta el final de la guerra…
—¿Puedo preguntarle de qué hablaron entonces, profesor? —era la voz de Irene, quien con su aparente ingenuidad trataba de convencer a Bohr de narrar aquel último encuentro.
—Sinceramente, no lo recuerdo —se evadió Bohr—. Han pasado muchos años…
—Debió de ser algo importante, de otro modo él no hubiese insistido tanto.
—Ya se lo he dicho, las circunstancias eran particularmente complicadas —gimió Bohr—. Él había comenzado a encargarse del proyecto atómico alemán, ¿me comprende? De la posible construcción de una bomba para los nazis… Yo no podía explayarme con él, no como antes…
—¿Discutieron sobre ese tema, sobre la bomba?
—Algo hablamos, pero nunca pude entender sus palabras —Bohr se detuvo de pronto delante de un fresno—. Perdónenme, pero ya no soy el mismo de antes, estoy un poco cansado. ¿Les importa si regresamos al Instituto?
Comenzaron el camino de vuelta, sumidos en un penoso silencio que nadie se atrevía a romper. De pronto las calles de Copenhague parecían vacías y amenazadoras, sutilmente ajenas.
—Profesor —dijo Bacon con dificultad—, ¿cree usted que Heisenberg estaba dispuesto a construir una bomba para Hitler? La respuesta tardó unos momentos en llegar.
—Ahora pienso que no.
—¿Y entonces?
—Entonces no estaba seguro, ¿cómo hubiese podido estarlo? Yo no sabía cuáles eran sus intenciones al visitarme… No sabía, y no lo sé aún, si quería una exculpación anticipada, si quería convencerme de colaborar con él o si sus intenciones eran aún más extrañas… Todo fue un malentendido. Un enorme malentendido que aún no hemos podido resolver… Y quizás nunca lleguemos a hacerlo…
Una caminata muy similar a la que acabo de describir, sólo que seis años atrás. Seis años que ahora parecen siglos, como si todo aquello hubiese ocurrido en la edad de las tinieblas, en una era sin leyes ni costumbres, sembrada por el terror y el fuego. ¿Es posible imaginar el encuentro entre estos dos hombres? El viejo maestro, ciudadano de un país ocupado, y el joven aprendiz que pertenece, quiéralo o no, a los vencedores, dialogan durante unas horas: pelean, se arriesgan, disputan y, al final, callan. Un silencio destinado a permanecer ahí, como una vieja bala o la penosa cicatriz de una herida, para siempre…
Heisenberg lleva meses esperando la posibilidad de viajar a Copenhague para encontrarse con Bohr, pero las autoridades le niegan el permiso una y otra vez, todavía prejuiciadas por las insidias lanzadas contra él por el físico Johannes Stark y los demás seguidores de la
Deutsche Physik
. Por fin, gracias a la ayuda de su mejor amigo de entonces, el también físico Carl Friedrich von Weiszäcker, uno de sus colaboradores en el proyecto atómico e hijo del subsecretario de Asuntos Exteriores del Reich, la oportunidad que tanto ha deseado se vuelve realidad. El viejo Weiszäcker controla, entre otras dependencias gubernamentales, el Instituto Científico Alemán, una organización encargada de propiciar intercambios culturales con los países ocupados o aliados de Hitler. A petición de su hijo, el Instituto invita a Heisenberg a participar en una velada sobre física en sus instalaciones de Copenhague. El tema que escoge Heisenberg para su conferencia no parece el más apropiado para el momento: la fisión nuclear.
El 14 de septiembre de 1941, Heisenberg sube al tren nocturno en Berlín rumbo a Copenhague, donde llega a las 6:15 horas del día siguiente. Su conferencia en el Instituto está programada para la mañana del viernes, de modo que tiene cuatro días para tratar de conversar a solas con Bohr. A lo largo de la semana, Heisenberg visita el Instituto en varias ocasiones, e incluso acepta almorzar ahí, junto con Margrethe y varios de sus asistentes, aunque siempre cuidándose de hablar sobre la guerra del modo más vago posible. Pero la situación general es poco propicia y cualquier comentario es capaz de provocar un profundo escozor en sus anfitriones, o al menos ésta es la excusa que luego empleará el alemán. Conversando con el físico danés Møller, Heisenberg comete la torpeza de decir que, por el bien de la humanidad, lo mejor sería que Alemania ganase la guerra.
—Me parece lamentable que mi patria haya tenido que invadir naciones como Dinamarca, Noruega, Holanda o Bélgica —se explica—, pero por el contrario a los países de Europa del Este los llevará a tener un importante desarrollo, puesto que, a mi modo de ver, no eran capaces de gobernarse por sí mismos.
—Pues hasta donde me es posible darme cuenta —le responde Møller con indignación— Alemania es la que no es capaz de gobernarse a sí misma.
El brusco intercambio de opiniones llega a oídos de Bohr y de Margrethe, quien se muestra aún más indignada que su esposo y decide no volver a recibir a Heisenberg en su casa. Bohr se muestra apesadumbrado y no sabe qué hacer: a pesar de todo, le gustaría reunirse a solas con su viejo amigo, con el cual ha compartido tantas batallas en los últimos años. Con su minuciosidad característica, Bohr decide emplear un curioso sistema para tomar su decisión: anota los pros y los contras en una hoja y se promete releerla al cabo de unos días, cuando su mente esté más fresca. Así lo hace y, conmovido, piensa que su amistad con Heisenberg es más valiosa que cualquier otro argumento y, enfrentándose a la opinión de su mujer, lo invita a cenar a su casa. Para tranquilizar a Margrethe, le promete que su charla será únicamente sobre ciencia y no sobre política. La velada transcurre en un ambiente tenso, aunque sin incidentes.
Margrethe es amable y fría, y a Heisenberg se le encoge el corazón cada vez que la descubre con un gesto adusto o una mueca de reprobación que no consigue dominar. Al término de la cena, apenas conteniendo su nerviosismo, Heisenberg le pregunta a su antiguo maestro si le apetece dar un paseo, como solían hacer antes. Bohr, más nervioso aún, accede.
El frío viento del Báltico comienza a azotar los árboles de la ciudad, sumiéndola en un doloroso mutismo acentuado por los uniformes nazis que se desplazan libremente por las calles, similares a buitres que propagan su mal agüero. Bohr y Heisenberg se dirigen hacia los desolados jardines de Faslledpark, no lejos del Instituto. Ambos se muestran alerta y cuidadosos, como si fuesen a decidir, de un modo u otro, no sólo el curso futuro de su amistad, sino el destino del mundo. Cada palabra debe ser pronunciada con precaución extrema, cuidando que sea lo suficientemente ambigua para evitar sospechas. Casi parecería que hablan en clave. Aunque lo desea, Heisenberg no puede ser directo: la propia naturaleza de sus proposiciones se lo impide. Bohr, por su parte, no parece demasiado dispuesto a participar en el juego; a pesar del cariño que lo une a Werner, alberga demasiadas sospechas contra él, y más aún cada vez que recuerda que es el encargado del proyecto atómico de Hitler.
El paseo, entonces, discurre con la misma seca frialdad del otoño. Cualquier desliz puede ser interpretado como una traición, cualquier fallo, como una trampa; cualquier titubeo, como un insulto, como si la propia esencia del lenguaje les impidiese comunicarse, como si cada sílaba y cada letra fuesen una barrera capaz de frenar las explicaciones, la buena voluntad, el conocimiento. La física es tan universal y tan sencilla; las relaciones humanas, en cambio, tan arduas…
Heisenberg funda sus esperanzas en la amistad que los ha unido a lo largo de tanto tiempo, ciego a las reservas que ya le demuestra su antiguo maestro. Para él —aún tiene el rostro y los modales de un adolescente—, lo principal es obtener la confianza de Bohr, una confianza que aunque él no lo entienda así, hace mucho que no existe… El danés, en cambio, no deja de ser suspicaz: ¿por qué razón Heisenberg ha insistido tanto en verlo a solas? Una pregunta que se suma a muchas otras que ha ido formulándose a lo largo de los últimos años. ¿Por qué decidió permanecer en la Alemania de Hitler? Y, en especial, ¿por qué está dispuesto a trabajar en un proyecto científico que podría llevar a la construcción de un arma destructiva?
Heisenberg comienza de la peor manera posible: tal como hizo en la conversación con Meller, justifica la invasión alemana de Polonia, afirmando que, en contraste, Hitler no se ha comportado tan mal con otras naciones, como Francia o la propia Dinamarca. Bohr apenas puede creer lo que escucha. Luego, Werner dice que el futuro de Europa estaría mucho mejor bajo la guía de Hitler que de la de Stalin… Esto es demasiado. Bohr se desespera. Furioso, se resiste a ahondar una discusión que sabe terminará por enemistarlo definitivamente con su antiguo discípulo… Pero Heisenberg insiste. Todo esto no ha sido más que el preámbulo para una propuesta más directa. Ha viajado hasta Copenhague, ha esquivado a la Gestapo y se ha prestado a la conferencia en el Instituto Científico Alemán sólo para llegar a este momento, sólo para murmurarle a Bohr algo que no se atrevería a decirle a nadie más…
—¿En cuanto físicos, tenemos el derecho moral de trabajar en el desarrollo de la energía atómica?
La pregunta de Heisenberg deja a Bohr convertido en un témpano de hielo. No sólo está irritado, sino que ahora, además, tiene miedo.
—¿Crees posible que la energía atómica pueda ser utilizada antes del final de la guerra? —le pregunta Bohr a su vez, sin ocultar su sorpresa.
—Estoy seguro de ello —responde Heisenberg. ¿Pero se refiere a una bomba o sólo a un reactor? ¿Al uso pacífico de la energía nuclear o a un arma de destrucción masiva? Y ¿habla del programa atómico alemán, en el cual él trabaja, o quizás de los esfuerzos en el mismo sentido que realizan los Aliados y de los cuales Bohr probablemente tiene noticia? Heisenberg prosigue:
—Los físicos deberíamos ser más responsables a la hora de tomar a decisión de usar la energía atómica… Silencio.
—Los físicos deberíamos controlar el desarrollo de la energía atómica en todo el mundo… Silencio.
—Los físicos contamos con un poder que nunca alcanzarán los políticos. Sólo nosotros tenemos los conocimientos necesarios para usar la energía atómica… Silencio.
—Los físicos, si nos lo proponemos, podríamos llegar a controlar a los políticos. Juntos, podríamos decidir qué hacer con la energía atómica. Sólo nosotros, los físicos…
Esta vez no hay silencio. El rostro de Bohr parece congestionado, sus ojos son dos agujeros negros, dispuestos a engullir todo lo que miran. Nunca se ha sentido más indignado en su vida, más nervioso, más decepcionado, más infeliz… Emprende el camino de regreso sin volverse hacia donde ha quedado Werner. Simplemente hace como si no lo hubiese escuchado, como si aquel diálogo no hubiese existido, como si nunca hubiese tenido un amigo apellidado Heisenberg. Éste, por el contrario, permanece solo en medio de Faelledpark, aturdido y triste, contemplando la magnitud de su fracaso. El viento le azota el rostro mientras la figura del maestro se aleja por los senderos del jardín, sórdida y distante como una pesadilla, como un barco que se aleja para siempre en medio de la infinita oscuridad del océano.
—¿Qué piensas? —le preguntó Irene a Frank, como si él fuese capaz de ofrecerle una explicación sensata en torno a la discusión sostenida entre los dos grandes físicos cinco años atrás—. ¿Cuáles eran las verdaderas intenciones de Heisenberg?
—Es difícil saberlo. La escena es demasiado confusa… Al parecer, él hablaba con medias palabras, esperando que Bohr lo comprendiese sin tener que decirle las cosas claramente, y por lo visto Bohr no lo hizo…