—¿Qué quieres? —me dijo con cierta agresividad.
—A ti —le respondí.
Y, sin esperar un segundo, me abalancé sobre ella, todavía enfebrecido por el recuerdo de la velada anterior. Llené su cuerpo con delicados besos, hincándome frente a ella como su esclavo hasta que mis labios se encontraron con su sexo: debía rendirle homenaje a ese cuerpo que antes había repudiado, agradecerle de algún modo el regalo que me había concedido al compartir conmigo a su amante secreta. Marianne se dejó hacer, en medio de un silencio entrecortado sólo por gemidos apenas Perceptibles, hasta que al final se derrumbó entre mis brazos, llorando y Pidiéndome perdón.
—No tengo nada que perdonar.
—¿Desde cuándo lo sabías?
—No lo sé… Ya no importa.
—Te prometo…
—No prometas nada, Marianne. Los tres hemos sido responsables y debemos afrontar nuestros actos.
Mis palabras la tranquilizaron un poco, aunque no lograron apartarla del sinuoso letargo que la dominó durante los siguientes días.
—¿Qué sucede, mi amor? —le preguntaba yo, y ella se limitaba a darme un beso y a musitar una excusa insostenible, un repentino dolor de cabeza o un malestar indeterminado en el vientre…
Al cabo de un tiempo comprendí su reacción: Marianne era muy parecida a mí, sólo que ninguno de los dos había tenido el valor de reconocerlo. Echaba de menos a Natalia, eso era todo. Tras la cena de Navidad, sus contactos con ella se habían limitado a esporádicas llamadas telefónicas, breves e insulsas, que no hacían sino acentuar el abismo que separaba a las antiguas amigas. Cuando estuve seguro de que tanto Marianne como yo deseábamos lo mismo, decidí tomar la iniciativa.
Una tarde de principios de marzo me presenté de improviso en la casa de Heinrich —quien seguía en París a pesar de que numerosas tropas habían sido trasladadas al nuevo frente oriental— con el propósito de charlar con Natalia. Ella misma me abrió la puerta; no pareció extrañarse demasiado por mi visita.
—Adelante, Gustav —me dijo con un tono cariñoso.
—Gracias, Natalia —le respondí, y ambos pasamos al salón.
—¿Cómo está Marianne?
—La verdad, no muy bien. Si he de serte sincero, nada bien…
—¿Qué le sucede?
—Creo que lo sabes. Lo mismo que te sucede a ti. Y a mí…
—Gustav…
—No diré nada más si te incomoda, pero no podemos seguir ocultándolo… Negarnos a aceptar nuestros sentimientos es una hipocresía. Nadie nos obligó, Natalia, en esos momentos actuamos conforme a nuestra voluntad o nuestro amor…
—Prefiero no hablar de ello, Gustav, por favor —la voz de Natalia se quebraba.
—Sólo quería que supieses cómo nos sentimos nosotros… No estas sola, Natalia… Los tres compartimos el mismo tormento…
Ella tomó una de mis manos entre las suyas y la apretó fuertemente, como si quisiese confesarme algo que se sentía incapaz de expresar con palabras.
—Es mejor que te vayas, Gustav —añadió al poco tiempo, con un tono callado, casi arrepentido, sublimemente dulce.
—Tienes un lugar entre nosotros, Natalia, no lo olvides…
Pasaron aún un par de semanas antes de que ella se decidiese a visitarnos. Era una ventosa noche de abril cuando oímos que alguien llamaba a la puerta. Tanto Marianne como yo sabíamos de quién se trataba. Natalia estaba más bella que nunca, enfundada en un vestido rojo que resaltaba el contorno de sus senos y que combinaba a la perfección con el color de sus rizos… Una sombrilla colgaba de uno de sus brazos y un par de esmeraldas de sus orejas. Su cuello, blanquísimo, completamente desnudo, era de una belleza profundamente cruel… Dolía mirarla.
Marianne la recibió con un abrazo de hermanas que duró una eternidad. Mientras tanto, yo podía observar cómo las delicadas manos de Natalia se aferraban con ternura a la espalda de mi esposa, llenándola con imperceptibles caricias… No hubo necesidad de más preámbulos. Yo me acerqué a aquel cuerpo con dos cabezas y comencé a besar alternativamente cada una de sus bocas, extasiado con su aliento compartido…
A partir de esa noche, todas las ocasiones siguientes en que volvimos a vernos proseguimos con el secreto ritual inaugurado entonces: nuestro deseo y, ¿por qué no decirlo ahora con orgullo?, nuestro amor era tal que ya no podíamos mantenernos alejados; en cuanto nos veíamos, surgía en los tres la necesidad urgente de abrazarnos, de tocarnos, de hacernos gozar como nunca antes habíamos gozado. La pasión dominaba nuestras vidas con una intensidad de la cual jamás nos hubiésemos creído capaces; de pronto, mientras nuestros ejércitos definían el destino del mundo —y mientras Heinrich se sentía cada vez más aislado y más solo—, nosotros nos encerrábamos en nuestro universo particular, en nuestro propio paraíso, en nuestra utopía privada… Lo compartíamos todo, cada uno le pertenecía a los demás en cuerpo y alma, hasta el fin. En medio de la vorágine, nunca cuestionamos nuestro comportamiento; reflexionar nos hubiese condenado de antemano. En vez de eso, nos limitábamos a seguir nuestros impulsos y después callábamos, como al Principio, imaginando que nuestros encuentros no eran muy distintos de as fantasías de la gente normal. Sólo cuando nuestros actos comenzaron a volverse dulcemente rutinarios —una confirmación de que es imposible escapar de la monotonía—, comencé a darme cuenta de la realidad de mis sensaciones. Enloquecía.
Copenhague, mayo de 1947
El edificio era una enorme construcción de piedra de tres pisos de alto, con una fachada de estuco gris y un tejado rojizo. Pequeñas hiedras trepaban por los muros como si quisiesen asomarse al interior. Encima de la sobria portada neoclásica aparecía la inscripción «UNIVERSITETETS INSTITUT FOR TEORETISK FYSIK, 1920».
El día de su inauguración, Bohr contemplaba la mole de piedra y cemento como si fuese una metáfora de la ciencia que tanto amaba. Divertido, recordó de pronto la primera vez que tuvo un contacto con la vida política de su país: fue en 1916, y a la sazón Bohr no era más que un prometedor estudiante de física. El rey Cristian X, un hombre severo, de aspecto militar, había aceptado recibirlo durante una de sus audiencias. Bohr esperaba, inquieto, el momento en el cual el monarca se acercase a él para saludarlo; cuando al fin el rey estrechó su mano, lo hizo con estas palabras: «Estoy muy complacido de conocer al gran jugador de fútbol». Bohr se sobresaltó al escuchar esta frase y no pudo evitar corregir al monarca: «Disculpe, Su Majestad, pero debe estar pensando en mi hermano». Los cortesanos se volvieron hacia el joven con gesto reprobatorio. Nadie debía corregir al rey durante una audiencia pública. Bohr, avergonzado, trató de enmendar su atrevimiento: «Bueno, Su Majestad», añadió, «yo también juego al fútbol, pero mi hermano era el
famoso
futbolista». Irritado, el rey Cristian se limitó a decir: «¡La audiencia ha terminado!».
Eran los primeros días de marzo de 1921, pero aún continuaba haciendo un frío polar que helaba a la numerosa concurrencia reunida frente a las puertas del número 15 de Blegdamsvej, una zona de amplios caserones y parques, no lejos de la zona de hospitales de Copenhague. Al lado de Niels y de su esposa Margrethe —ella había sido otro de los pilares del proyecto— se congregaban el rector de la Universidad y diversas personalidades de los ámbitos gubernamentales y académicos. Después de un breve discurso oficial, Bohr dirigió unas palabras cuyo contenido no había sido pensado para el escaso público danés que lo rodeaba sino para la posteridad. Entre los fines del nuevo organismo, dijo Bohr, se encontraba «la tarea de introducir a un número siempre creciente de jóvenes a los resultados y los métodos de la ciencia… A través de las contribuciones de estos jóvenes, nueva sangre y nuevas ideas serán constantemente introducidas en nuestro trabajo».
Pero el Instituto de Física Teórica no era, ni mucho menos, el refugio de un sabio y su cohorte; tampoco el peñón de un ermitaño, la celda de San Jerónimo o la columna de Simón el Estilita. Bohr no había fundado un centro de estudios: ésa era sólo la fachada. Lo que había erigido, en realidad, era un castillo, una fortaleza, una trinchera: la base de operaciones a partir de la cual dirigiría, como un general condecorado, a cientos de soldados que comenzarían a luchar, en su nombre, a favor de las teorías tramadas en Copenhague. Mi general Bohr, ¡presente! ¡Levanten armas! ¡Heisenberg! Presente, mi general. ¡Pauli! Presente, mi general. ¡Schrödinger! Lo lamento, mi general, no se ha presentado el día de hoy. ¡Pues háganlo traer enseguida! Él también tiene que montar guardia en el altar erigido en esta tierra de vikingos.
Durante veinte años, desde aquel 4 de marzo de 1921 y hasta que los nazis ocuparon las instalaciones del Instituto en 1943, Bohr fue el artífice de la física cuántica, su espíritu rector y, sobre todo, el único hombre capaz de limar las asperezas entre sus discípulos. Como un auténtico guerrero, Bohr dirigió cientos de cartas a diestro y siniestro, organizó conferencias y seminarios, se entrevistó con los grandes científicos de todo el mundo, conciliando voluntades, uniendo fuerzas y excomulgando a los enemigos que, de cualquier modo, eran muy pocos. ¿Un humanista? ¿Un alma desinteresada, un árbitro de su tiempo, la conciencia moral del siglo…? Sí, pero también mucho más que eso.
—¿Podría hablarme, profesor Bohr, de la época en que trabajó al lado de Heisenberg? —preguntó Bacon.
Hacía apenas unas horas que habían llegado a la ciudad, pero el teniente, acompañado de la ubicua Irene, se había obstinado en interrogar a Bohr desde que llegaron a las instalaciones del Instituto. El gran físico aceptó el reto de buena gana, encantado con la idea de rememorar los años gloriosos de la física cuántica, la época dorada anterior al triunfo del nazismo y a la guerra.
El pesado rostro de Bohr recordaba a un bulldog o a un dogo. Sus mejillas, anchas y esponjadas, se precipitaban sobre su nariz como si fuesen a devorarla, permitiendo apenas que su tibia sonrisa quedase inserta como una viga en medio de las dos moles de carne. Sus ojillos, en cambio, mostraban una vivacidad infantil. Lo mismo ocurría con su mente: su temperamento de neurótico obsesivo —¿pero qué gran científico no lo es?— no dejaba de preocuparse por los detalles, por la claridad y la sencillez, atributos que, por desgracia, no eran connaturales a su pensamiento. Cada vez que Bohr hablaba en voz alta, parecía como si en el interior de su cabeza se librase una batalla campal, como si sus afirmaciones fuesen el resultado de una penosa explosión surgida de las profundidades de su cerebro. Aun así, nadie dudaba que Bohr era un genio.
—Estamos en 1927 —respondió Bohr, acariciándose la enorme papada que le colgaba del cuello—. La oposición entre la mecánica ondulatoria de Schrödinger y la mecánica matricial de Heisenberg sigue en el aire, por más que se haya llegado a esa solución de compromiso que iguala la validez de ambas teorías. La atmósfera está cargada de tensión: todos sabemos que estamos a punto de lograr un paso definitivo en la modelística atómica y todos queremos ser los primeros en hacerlo…
—Una colaboración pero también una lucha —interrumpió Bacon.
—Más bien un juego, querido amigo —bufó Bohr.
—Y entonces, en 1927, Heisenberg publica su artículo sobre la indeterminación…
—En esos momentos yo estaba de viaje en Noruega y quedé profundamente consternado por la carta que él me envió hablándome del asunto…
—Heisenberg afirmaba que era imposible saber, a un tiempo, la velocidad y el momento de un electrón —repitió Bacon como un alumno distraído que de pronto es pillado por el maestro.
Bohr suspiró un segundo, alterado por la emoción. Permanecía sentado en su sillón favorito, inquieto y firme como siempre. Bacon, por su parte, apenas lograba controlar su nerviosismo. Decenas de físicos y sabios de otras disciplinas habían visitado a Bohr en aquella misma sala del Instituto de Física Teórica de Copenhague y habían charlado con él durante horas, desmenuzando los problemas de su tiempo. ¿Cuántas veces había soñado con llegar algún día a ocupar una posición semejante?
Y ahora, en cambio, del modo más paradójico imaginable, estaba ahí, en ese santuario, pero no invitado como un igual o un discípulo del maestro sino como una especie de reportero, un discreto historiador de la ciencia, mero testigo de aquella grandeza. En el fondo, no dejaba de sentirse decepcionado: el destino le había concedido el raro privilegio de charlar con el Papa de la Física sólo para burlarse de él.
—La afirmación de Heisenberg conducía a un resultado perturbador —exclamó Bohr—. Cómo él mismo decía: «La mecánica cuántica establece definitivamente la invalidez de la ley de la causalidad». Sin remordimientos, cancelaba tres siglos de historia de la ciencia…
—Esto lo hizo desconfiar del principio de incertidumbre de Heisenberg…
—Cuando regresé de Noruega, él me mostró su artículo, previamente corregido por Pauli, y yo lo leí presa de la excitación. Al inicio, debo reconocer que me pareció brillante, pero al final no pude evitar sentirme un tanto decepcionado —las enormes cejas de Bohr, semejantes a gusanos, parecían desplazarse de un lado a otro de su frente—. Me pareció que el artículo contenía errores técnicos aunque sus conclusiones pudiesen ser acertadas…
—Y Heisenberg se molestó por ello…
—Era natural —admitió—. Durante semanas estuvimos discutiendo el asunto, a veces muy acaloradamente. No fue fácil, puedo asegurárselo. Pero, al menos en aquel momento, aún logramos ponernos de acuerdo. Poco después me envió una carta en la cual lamentaba haberse mostrado descortés… Desde luego, yo no le di importancia. La ciencia surge del caos y del conflicto, amigo mío, no de la tranquilidad y de la paz…
—Después su relación con él no volvió a ser tan cercana… —sugirió Bacon.
—Heisenberg terminó su estancia en Copenhague y se marchó a Leipzig para ocupar una cátedra. Era lógico que nuestra cercanía sufriese cierto desgaste…
—Del que nunca volvió a recuperarse…
—Por desgracia —Bohr parecía sinceramente dolido, como si Bacon lo estuviese forzando a hablar de un hijo pródigo que nunca se ha decidido a arrepentirse—. Pero el contacto con él me estimuló profundamente. Sin su principio de incertidumbre y sin las discusiones de aquellos años me hubiese sido imposible llegar a formular el principio de complementariedad. Lo que yo más deseaba entonces era encontrar una explicación global de la física cuántica. Una visión de conjunto que olvidase los avances aislados que habíamos tenido hasta entonces.