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Mientras Hitler y sus esbirros disfrutan con los juicios que se llevan a cabo contra los conspiradores y, en especial, con las ejecuciones de los condenados —minuciosamente filmadas para el disfrute privado del Führereisenberg se concentra en su trabajo para olvidar las tensiones del momento, o al menos eso dice. Porque el trabajo que lleva a cabo —los preparativos de un reactor atómico— en el fondo no tienen otro fin que aumentar el poder de ese hombre, Hitler, que ha ejecutado a tantos de sus amigos. A partir de 1942, la influencia de Heisenberg en la política atómica nazi será cada vez mayor. De modo que sólo un año después, en el verano de 1943, es capaz de convencer a Speer de relevar a Abraham Esau de su posición como jefe de la sección de física del RFR y Plenipotenciario del Reich para la Energía Atómica, y sustituirlo por Walther Gerlach, un físico experimental de Múnich más cercano a los puntos de vista de Heisenberg. Posteriormente, gracias a una conferencia sobre el tema pronunciada en la Academia de Ciencias Aeronáuticas, de la que es miembro, también consigue que el proyecto atómico sea elevado a la «clasificación urgente», de modo que su financiamiento quede garantizado incluso en las condiciones más difíciles.
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Aunque técnicamente Heisenberg es el principal cerebro del proyecto atómico, y por tanto quien establece los parámetros de la investigación científica en el Reich, se ve sorprendido porque Kurt Diebner, quien trabaja en el laboratorio experimental de Gottow con el auspicio del Instituto Imperial Físico Técnico, comienza a obtener mejores resultados que los suyos para lograr la ansiada reacción en cadena. Alejándose de los parámetros establecidos por Heisenberg, a Diebner se le ha ocurrido construir una pila atómica en cuyo interior, en vez de las típicas láminas de óxido de uranio, ha colocado pequeños cubos de este material flotando en agua pesada. En un primer intento, Diebner ha logrado que los neutrones producidos sean mayores que los neutrones absorbidos en una proporción cercana al 36 por ciento, una medida mucho mayor que cualquiera lograda por Heisenberg. En un segundo experimento, llevado a cabo a mediados de 1943, Diebner ha multiplicado este índice hasta llevarlo al 110 por ciento, cada vez más cerca de la posible reacción en cadena que, sin embargo, todavía queda lejos. Aunque Diebner está en el camino correcto para llegar a la masa crítica suficiente para la reacción en cadena, un repentino bombardeo aliado destruye la fábrica Degussa, encargada de fabricar los cubos de uranio que utiliza en sus pruebas, lo cual termina con sus investigaciones.
A mediados de 1944, dado que las difíciles condiciones de la guerra dificultan en grado extremo los experimentos atómicos, las autoridades nazis deciden concentrar gran parte de los trabajos en un búnker secreto en Berlín. Su estructura ha sido construida a prueba de bombas y de radiación: sus muros se encuentran forrados con gruesos bloques de cemento de más de dos metros de espesor. En su interior cuenta con un amplio laboratorio, un taller, bombas de aire y de agua, depósitos de agua pesada y diversos instrumentos electrónicos para la manipulación de elementos radioactivos: un Los Álamos en miniatura.
En las nuevas instalaciones se congrega el equipo de Heisenberg, aunque también parte del dirigido por Hans Bothe, anteriormente en Heidelberg, y del de Karl Wirtz, que hasta entonces ha trabajado en Berlín. No obstante, hacia fines de 1943 los incesantes bombardeos imposibilitan el desarrollo del proyecto, pues, si bien el búnker continúa protegido, no puede decirse lo mismo de las plantas de luz y mucho menos de los alojamientos de los científicos.
En el otoño, por indicaciones de Gerlach, Heisenberg envía a una tercera parte de sus hombres a un pequeño pueblo en la Selva Negra, Hechingen. El personal del Kaiser Wilhelm se instala en las antiguas oficinas de una fábrica textil. En diciembre, Wirtz y Heisenberg llevan a cabo otro experimento con placas de óxido de uranio en el cual por primera vez utilizan grafito en vez de agua pesada como moderador, tal como han hecho los norteamericanos y alcanzan una multiplicación de neutrones del 206 por ciento. Sin embargo, aún permanece muy lejos la posibilidad de lograr la anhelada reacción en cadena.
Tres meses antes de la conclusión de la guerra, en enero de 1945, Wirtz todavía decide hacer un último esfuerzo en las instalaciones del Kaiser Wilhelm, donde lleva a cabo su experimento más ambicioso. Se trata de una pila formada por cientos de tubos de uranio, suspendidos en el interior del cilindro con cables de aluminio, rellenado con la tonelada y media de agua pesada que aún posee el Instituto. El cilindro, revestido por una capa de grafito puro, ha sido sumergido en el pozo de agua del refugio antiaéreo. Justo cuando el experimento está listo para ser puesto en marcha, Gerlach ordena desmantelar todos los instrumentos: las fuerzas del Ejército Rojo se acercan precipitadamente a Berlín y lo peor que puede ocurrir es que los soviéticos capturen a los científicos nucleares. De inmediato, Gerlach, Diebner y Wirtz emprenden el camino hacia Hechingen, donde los espera Heisenberg.
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En febrero de 1945, sólo dos meses antes del suicidio de Hitler y de la rendición de Alemania, los científicos nucleares continúan intentando poner en marcha el reactor. Trasladados al pequeño pueblo de Haigerloch, no lejos de Hechingen, aún se dan a la tarea de montar un nuevo reactor en el interior de una pequeña caverna, el
Atomkeller
, previamente acondicionada como laboratorio. Siguiendo las indicaciones de Göring, Speer, Himmler y Bormann, Gerlach y sus hombres instalan sus instrumentos con la vaga esperanza de lograr un reactor crítico antes de la hecatombe final, acaso con la idea de utilizar los resultados de la prueba como un argumento para negociar una rendición condicionada.
La actitud de los científicos alemanes es una paradójica inmersión en los infiernos o, en otro sentido, un regreso a los orígenes de la humanidad. Hace millones de años, en vez de detenerse a contemplar una explosión atómica, un ser humano se hubiese limitado a dibujar bisontes y serpientes en el techo de la caverna al tiempo que cuidaba de esa otra fuente de energía, el fuego, con el mismo celo y la misma reverencia con que ahora vigila los detalles del reactor.
Sí, piensa Heisenberg: somos una especie de tribu enfermiza, los últimos habitantes de estas tierras: obsesionados, como los hombres prehistóricos, con la fama y la inmortalidad. De otro modo, ¿por qué habríamos de probar una pila atómica en los últimos días de una guerra que desde hace muchos meses sabemos perdida? ¿Por qué este último esfuerzo, este postrer pecado de orgullo, sino para decir que al menos en esta materia hemos sido superiores a nuestros enemigos? Un canto del cisne, un estertor antes de aceptar, sumisos, la muerte de nuestra civilización.
—Experimento de la serie B–8 —escucha decir a Wirtz como si se tratase de un brujo que se obstina en recurrir a los espectros para asegurar la vida de su tribu.
Frente a ellos se extiende el amplio cilindro de metal como un caldero mágico. Ellos son los oficiantes que se disponen a introducir en él los elementos del ritual, de acuerdo con las recetas transmitidas ancestralmente. Sólo que, en vez de sapos y alas de murciélago —no se le ocurren mejores ingredientes—, se trata de elementos con nombres no menos extraños: óxido de uranio, agua pesada. Por un momento, Wirtz y Heisenberg se detienen a estudiar sus propias sensaciones y a contemplar los rostros y los gestos de sus ayudantes. Hay una sensación común: el nerviosismo de un jugador que apuesta su última moneda, la tensión de quien arriesga sus últimas posesiones, su casa y su familia, con la mínima esperanza de obtener una nueva oportunidad en el futuro.
Con el cuidado con que los sacerdotes manipulan las hostias consagradas, quitan la cubierta de grafito del reactor, dispuestos a contemplar las maravillas que habrán de producirse en él. Sobre la sacristía gótica, cientos de pequeños exvotos —cubos de un extraño material conocido como uranio— cuelgan y se balancean como medallas de primera comunión, sostenidas por sus delgadísimas cadenas de aluminio. A continuación, vacían el agua pesada en la enorme copa circular. Éste es el cáliz de mi sangre, de la sangre nueva y eterna, piensa alguno.
Eso es: un Grial, el trofeo que Heisenberg ha estado persiguiendo desde hace años, el resultado de una vida de búsqueda. ¡Cómo no se ha dado cuenta antes! Claro, el enorme reactor, el uranio, el agua pesada: el elixir divino que habrá de convertirlo en alguien más sabio, más fuerte, más virtuoso. En medio del
Atomkeller
, de esa celda atómica excavada en la tierra, está a punto de consumar un rito imaginado desde su infancia. El símbolo que siempre anheló, desde sus épocas como
Pfadfinder
, en el movimiento juvenil: la meta que todo caballero andante, como él, se ha trazado. Imagina que hay algo heroico en su conducta, algo que lo emparienta con los ídolos de su juventud, con aquel joven que venció a Klingsor y fue bendecido con la gracia del Creador.
—Adelante —murmura.
El silencio que reina en la sala es absoluto, sólo comparable, en efecto, al de los creyentes que esperan un milagro o al de los caballeros del Grial congregados en el castillo de Montsalvat. Todos observan el cáliz con espíritu contrito, todos rezan, todos buscan salvarse… Poco a poco, el agua pesada comienza a bañar los átomos de uranio, acariciándolos, activándolos, inyectándoles aliento, incitándolos a aparearse y a dividirse, a estallar, a lanzarse unos contra otros, a rebotar, a saltar y multiplicarse, a vivir… Lentamente la reacción comienza a producirse. ¡Sí, ahí está! ¡Ahí está el milagro que buscan! ¡El milagro de salvación! De pronto, Wirtz se da cuenta de que no han tomado ninguna medida de seguridad en caso de que se produzca la reacción en cadena: la emoción y la furia y la desesperanza los han hecho olvidarse de lo más obvio, de tomar las medidas de precaución imprescindibles. Acaso, aunque no lo reconozcan, están dispuestos a dar su vida con tal de que el invento funcione y los inmortalice.
Wirtz se dirige a Heisenberg y le dice que sólo cuentan con una pequeña barra de cadmio —un material que absorbe rápidamente los neutrones— en caso de que algo salga mal, pero no está seguro de que baste para detener la reacción en caso extremo. Heisenberg se preocupa por un segundo, pero luego lo olvida: está demasiado nervioso calculando la magnitud de la multiplicación energética… Sí, avanza, sí, sí, un poco más, un poco…
De repente, el proceso se detiene en seco. Eso ha sido todo. ¿Les está permitido llorar a los caballeros del Grial? Heisenberg revisa sus cálculos. Su voz tiene un brillo mortal, catastrófico.
—Seiscientos setenta por ciento —dice simplemente, y luego calla—. La mayor multiplicación alcanzada jamás —comenta Wirtz. La mayor, sí, pero ¿de qué sirve? Ha sido un fracaso, un nuevo y estrepitoso fracaso. El último.
—Se necesitaría otro cincuenta por ciento de uranio y de agua pesada para alcanzar la masa crítica —susurra Heisenberg.
—Quizás todavía podamos obtener las reservas de material que han quedado en el laboratorio de Diebner en Stadtilm.
—Sí, quizás.
Pero ambos saben que es una falsa esperanza. Las tropas norteamericanas se encuentran ya por toda Turingia. Sería imposible llegar a Stadtilm. El 8 de abril se enteran de que Diebner ha tenido que abandonar su laboratorio. No hay más tiempo. No hay nada más. Heisenberg da órdenes de preparar la huida. Él mismo se lanza en busca de su familia, a Urfeld. Allí será arrestado por el comandante Pash, de la misión norteamericana
Alsos
, el 3 de mayo.
Cuatro días después, el día 7, el general Jodl, jefe de operaciones del Alto Mando, y el almirante Hans Georg von Friedeburg, comandante de submarinos, firman en Reims la rendición incondicional de Alemania.
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El 16 de julio de 1945 se lleva a cabo en Trinity, Nuevo México, no lejos de Los Álamos, la primera prueba nuclear de la historia realizada con un prototipo cargado con plutonio. Menos de un mes más tarde, el 6 de agosto, un gigantesco hongo radioactivo se eleva sobre los escombros de la ciudad japonesa de Hiroshima. Esta es la comprobación de que la bomba construida con U–235 también funciona. Tres días más tarde, el 9 de agosto, la bomba de plutonio tiene su propia oportunidad de éxito al destruir Nagasaki.
En Farm Hall, en Escocia, los científicos atómicos nazis lamentan profundamente la noticia. Pero ¿cuántos de ellos lloran por los muertos?
Leipzig, 7 de noviembre de 1989
—Demasiadas preguntas que formular, ¿no le parece, doctor? No entiendo por qué todos siguieron defendiendo a un hombre que hasta el último día hizo cuanto pudo por construir una bomba atómica para Hitler —digo—. ¿Y si en vez de fracasar el equipo de Heisenberg hubiese alcanzado su objetivo? Si los alemanes hubiesen dispuesto de una bomba atómica durante los primeros meses de 1945, ¿qué habría ocurrido con el mundo?
—Pero no fue así.
—En cualquier caso —insisto yo—, no es la única culpa que pesa sobre él. Si quiere que se lo diga claramente, yo creo que Heisenberg fue quien acusó a muchos de sus compañeros del Círculo de los Miércoles involucrados en el atentado contra Hitler. Fue el único de ellos que se salvó de ser acusado…
Ulrich sigue sentado sobre mi cama, a mi diestra. Detrás de las gafas, sus ojillos adquieren un brillo particular. En sus manos lleva una de esas tablillas en las que se inscriben los medicamentos que han de aplicárseles a los pacientes. Mientras yo hablo, él no deja de hacer anotaciones.
—Pero ¿tiene pruebas de semejante acusación? ¿Cuáles eran sus motivos?
—¿No ha quedado suficientemente claro, doctor? Heisenberg estaba mucho más cerca de las autoridades nazis de lo que se cree. Véalo. Durante años fue objeto no sólo de las burlas, sino de la ira de decenas de científicos y funcionarios del Partido que lo consideraban, en palabras de Stark, un «judío blanco». De pronto, a partir de 1942, de la noche a la mañana se convierte en un leal servidor del Führer.
—Quizás sus investigaciones empezaron a resultar más útiles para Hitler que las de sus competidores —responde.
—Muy perspicaz —replico yo con ironía—. Créame: hacia 1939 Heisenberg era uno de los hombres más odiados del Reich, una especie de espía de los judíos… Y en 1944, cuando decenas de conspiradores, algunos amigos suyos, son arrestados y fusilados, a él ni siquiera se le molesta. Y eso que unos días antes del golpe había invitado a cenar a algunos de sus dirigentes… Tras el atentado, Himmler organiza una persecución sin tregua en la cual morirán decenas de personas cuyo único pecado era ser pariente de los conspiradores… Y nadie piensa en el profesor Heisenberg… ¿No le parece cuando menos intrigante? Yo fui arrestado y condenado. Sólo un golpe de suerte me salvó de morir. Y él, en cambio, recibió todos los honores posibles de parte de los nazis y más tarde de los británicos… Le perdonaron todo, como si ser un genio fuese sinónimo de ser inocente.