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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (59 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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—¿A su mujer? —pregunta Ulrich.

—No, a Natalia…

LA TRAICIÓN

1

Lo primero que debo decir, lo más importante —acaso no para ustedes, pero sí lo único verdaderamente trascendente para mí—, es que la amaba. La amaba por encima de todo. Más que a mí mismo. Ergo, más que a mi patria. Más que a Dios. Más que a la ciencia. Más que a la verdad. Y, lógicamente, más que a mis amigos.

Hubiese hecho cualquier cosa por estar con ella. Cualquiera. Y no lo lamento. Es lo único que he hecho en mi vida de lo cual no he de arrepentirme.

2

—¿Qué está sucediendo? —era la voz de Marianne, por la mañana, poco antes de que yo me dirigiese a una reunión de trabajo con Heisenberg en el Instituto Kaiser Wilhelm.

Hacía meses que su estado de ánimo no era el mismo. No es que sospechase de mi relación con Natalia, pero la nueva cercanía de Heinrich la hacía sentirse irremediablemente culpable. Su tez había adquirido un tono amarillento y había adelgazado al menos ocho kilos; dos gruesas ojeras la hacían ver como si permanentemente tuviese sueño, cosa que, por lo demás, era cierta.

—¿De qué hablas? —no tenía ganas de discutir; tomé un trago de café y me dispuse a marcharme.

—De todas esas reuniones —hizo una pausa acusadora—. De Heinrich.

Eso era. En realidad no le preocupaban nuestras charlas, sino que el marido de nuestra amante pasase tantas horas a mi lado, atento y agradecido, sin imaginar siquiera las pequeñas reuniones que durante tantos meses su esposa, Marianne y yo habíamos estado teniendo en nuestra casa. Aunque yo no tenía ningún derecho a reclamarle nada, este toque de mezquindad hizo que la despreciase aún más. Si uno es un pecador impenitente, lo que menos quiere es soportar la debilidad o la culpa ajena.

—Es mejor que no lo sepas —había elegido mi respuesta, deliberadamente ambigua, con el fin de martirizarla un poco más.

—Estoy preocupada —insistió.

—Todos lo estamos, Marianne —le dije—. Estamos en guerra, hay bombardeos dos veces al día, tenemos suerte de estar vivos…

—Sabes a lo que me refiero —me riñó—. Me preocupas tú, y también él…

Empezaba a desesperarme. ¿Qué pensaba ella? ¿Qué mi renovada amistad con Heinrich me llevaría a confesarle todo, a hacerle saber que todas las personas a las que él amaba, en realidad estaban confabuladas para engañarlo?

—No te preocupes —le respondí—, mi relación con Heinrich es sólo profesional…

—¿Profesional? —no era la palabra, desde luego, pero no se me había ocurrido otra forma de decirlo.

—Cortés pero sin confidencias —añadí—. Nos reunimos con amigos, nunca solos, y para discutir otros temas…

—¿Cuáles, Gustav?

—No es asunto tuyo, Marianne —concluí—. Por tu propio bien, no es asunto tuyo.

3

Aún me cuesta trabajo discernir cómo hacía para ver a Natalia en aquellos días. Desde que había sido trasladado al Estado Mayor del general Olbricht, Heini había vuelto a instalarse en su casa de Berlín y, si bien sus labores oficiales lo retenían la mayor parte del tiempo, el resto procuraba pasarlo con su mujer, a quien sentía dolorosamente lejana. Ella no tenía más remedio que corresponderle: a fin de cuentas, no dejaba de ser la abnegada esposa de un militar, la eterna Penélope que ha de aguardar la llegada de Ulises cada vez que éste regresa de una campaña.

—Necesito verte —le decía yo a ella olvidándome de la decencia, del recato o de la simple precaución—. Necesito verte hoy mismo. —Pero, Gustav…

Natalia protestaba aunque, a la larga, la mayor parte de las veces aceptaba complacerme. Yo abandonaba el trabajo en las horas más impensadas, pretextando reuniones secretas —una de las pocas ventajas de mi posición—, y corría a buscarla a su casa. No me importaban los riesgos; de modo inconsciente —como ella me hizo notar en alguna ocasión—, yo mismo quería desvelar lo que ocurría.

Sea como fuere, no eran más que unos minutos de gloria a los que seguían horas o incluso días de angustia y tormentos para ambos. Yo cada vez la necesitaba más: el perfume de su piel, el aroma de su saliva, la intensidad de sus caricias… Comparada con ella, mi esposa no era más que un doloroso recuerdo del paraíso perdido.

—¿Cuándo podremos volver a vernos los tres, como antes? —llegaba a decirme Marianne en algunos momentos de sinceridad.

Luego se apretaba contra mi pecho —yo no sabía cómo quitármela de encima—, lloraba en silencio durante algunos minutos y al fin me pedía que la perdonase.

—Yo no tengo nada que perdonar —le decía; algo que era básicamente cierto pero que ella interpretaba como una muestra de superioridad—. Soy tan culpable como tú.

—Quizás sea mejor así —añadía luego, más serena—. Hacer como si nada hubiese ocurrido, como si todo hubiese sido una invención morbosa, una especie de sueño irrealizable, ¿no lo crees? —yo callaba—. De algún modo, las cosas han vuelto a su sitio: Natalia y Heinrich, tú y yo…

Los dos sabíamos que esto último era una mentira atroz, pero hacíamos lo posible para no desengañarnos, como si hubiésemos decidido plegarnos a los dictados de la hipócrita sociedad en la que habíamos crecido y a la que habíamos intentado desafiar.

—Sí —mentía yo—. Sí —mentía doblemente—, es lo mejor.

4

—¿Y si algún día nos descubrieran? —Natalia temblaba sólo con decirlo.

—¿Quién? —le preguntaba yo con cierto cinismo.

—Cualquiera de los dos —decía ella, besando mi cuello.

Odiaba hablar del asunto: prácticamente no teníamos otro tema de conversación.

—Si Marianne nos descubriese no sería tan grave —respondía yo con crueldad.

—¿Por qué?

—No tendría el valor de hacerlo público. Y, en el peor de los casos, creo que no sería difícil acallarla. Bastaría con volverla a invitar con nosotros…

—¡Eres asqueroso! —se enfurruñaba Natalia, alejándose de mí.

—¿Sólo yo? El verdadero problema sería Heinrich, y tú lo sabes.

—Sí —se lamentaba ella—, lo sé muy bien. Por eso no debe enterarse nunca, Gustav.
Nunca
.

Aunque en el fondo sabía que Natalia tenía razón, me dolía aceptar que mi papel fuese tan claro. Yo mismo quería ocultarme y evitar que Heini nos descubriese —sobre todo en aquellos momentos—, pero no dejaba de sentirme lastimado por la idea de que Natalia no pudiese ser sólo para mí: primero había tenido que compartirla con Marianne y ahora, de nuevo, con su marido. Estaba harto.

—¿Me quieres? —le preguntaba entonces a Natalia, irremisiblemente, a pesar del chantaje y la debilidad que ello suponía.

—De otro modo no estaría aquí contigo —se limitaba a contestarme con dureza—. Ahora será mejor que te marches.

5

Estábamos a principios de 1944 y los meses transcurrían, rápidos y dolorosos, recordándome a cada instante que la guerra estaba perdida o, para ser más justos, que todas las guerras en las cuales yo participaba —la bomba, mi relación con Natalia, la conspiración— se hallaban irremediablemente condenadas al fracaso.

—¿Qué están haciendo? ¿Qué hacen Heinrich y tú en esas reuniones? —igual que antes lo había hecho Marianne, ahora era Natalia la que se atrevía a preguntármelo.

—Asistimos a un círculo de estudio —era más difícil mentirle a ella—. Analizamos asuntos diversos. Cada noche uno de los invitados expone un tema y los demás lo escuchamos y lo comentamos —inventaba.

—Respóndeme con la verdad, Gustav —languidecía Natalia—, te lo suplico.

—Ya te lo dije —insistía yo—. Hablamos de cosas, eso es todo.

—¿De matar a Hitler, por ejemplo?

El sarcasmo de Natalia cayó sobre mí como agua fría.

—¡Si Heinrich te ha dicho eso es un imbécil! —me exalté—. No vuelvas a repetir esa tontería, Natalia…

—Él no me ha dicho nada, Gustav.

—Peor aún —me escandalicé.

Comenzó a llorar. Yo la abrazaba con fuerza, pero eso no la hacía sentirse mejor. Aunque no lo dijo así, se daba cuenta de que los dos hombres que más había amado en su vida corrían peligro. Un peligro cierto y efectivo, mayor a aquel que se padece en una batalla o un bombardeo.

—Lo siento —quería consolarla—, no era mi intención hablarte así…

—Está bien —se limpió las lágrimas con el dorso de la mano—. De verdad… Incluso debería sentirme orgullosa —la voz se le quebraba—, sólo que…

Fue incapaz de terminar la frase. Volvió a llorar.

—Te entiendo —mentí.

—Perdóname —hizo una pausa, y añadió—: ¿Y cuándo será? —Es mejor que no sigamos hablando de esto, por favor—. Sólo quiero saber cuánto tiempo más… —interrumpió la frase, dándose cuenta del error que estaba a punto de cometer—. Olvídalo, Gustav, prefiero no saberlo.

6

Quizás fuese el miedo o la desconfianza, quizás el desacuerdo súbito o una moderada indiferencia, pero lo cierto es que, a partir del mes de marzo de 1944, comencé a dejar de asistir a las reuniones que los conspiradores celebraban ritualmente. No me había distanciado de ellos: simplemente me fui alejando como quien empieza a desenamorarse o a perder el entusiasmo por una causa que sabe perdida antemano.

Con ello no quiero decir que me desentendiese de los preparativos: había comprometido mi palabra y estaba dispuesto a llevarla adelante, aunque siempre que me era posible evadía aquellas interminables veladas. En vez de escuchar una y otra vez los argumentos cívicos y morales contra Hitler, en lugar de inmiscuirme en acaloradas disputas —en las cuales yo no tenía ninguna relevancia— sobre el tipo de explosivos que debía ser utilizado o el procedimiento para poner en marcha la Operación Valquiria, prefería refugiarme, aunque fuese durante unos minutos, entre los brazos de Natalia.

—Hoy no podré asistir —me disculpaba con Heinrich—, tengo mucho trabajo y, si no lo entrego a tiempo, empezarán a preguntarme qué he estado haciendo estos días…

—Comprendo —se limitaba a responder—. No te preocupes, yo te mantendré informado de las decisiones que se tomen.

—Te lo agradezco, Heinrich. Nos vemos la semana próxima.

Y entonces, mientras él se ocupaba de disculparme con sus amigos, yo me deslizaba entre sus sábanas. Aquella traición innombrable me permitía obtener la mejor de las coartadas: a Marianne, podía decirle con toda tranquilidad que me encontraba con Heinrich; y, por la otra parte, podía estar seguro de que al menos durante un par de horas mi amigo no estaría en casa. Era la ocasión perfecta; no podía desperdiciarla, por más quejas que mi conciencia se obstinase en hacerme. ¡Bendito Stauffenberg, bendito Olbricht y bendito Tresckow que me permitían disfrutar de unas cuantas horas nocturnas al lado de la mujer que amaba!

7

—¿Por qué no lo intentas? —me insistió Heinrich.

—Heisenberg es un pusilánime —le respondí—. No moverá un solo dedo a nuestro favor. Lo único que quiere es que lo dejen en paz.

—Creo que eres muy duro con él. He oído que es un hombre sensato. Y, por lo que sé, tuvo muchos problemas con los nazis.

—Así fue —traté de explicarle—, pero eso ocurrió en el pasado. Johannes Stark y esos locos de la
Deutsche Physik
, fanáticos del Partido, se lanzaron contra él hace unos años. Ahora es distinto. Después de un largo proceso, Heisenberg fue rehabilitado. De otro modo no lo habrían nombrado director del Instituto Kaiser Wilhelm y profesor en la Universidad. ¿Es que no lo han visto en los diarios? No deja de dar conferencias en todas partes, como enviado especial de la cultura alemana en los países amigos u ocupados: Dinamarca, Hungría, Holanda…

Por mi mente pasaban justo esas imágenes, las fotografías del genio alemán en compañía de sus colegas extranjeros, con Møller en Copenhague después de la toma del Instituto de Bohr o con Kramers en Leyden, luego de que los nazis se encargasen de cerrar la Universidad y de encarcelar a cientos de estudiantes que protestaban por la deportación de judíos.

—No —insistí—. Dudo mucho que acepte unírsenos.

—El general Beck, que lo ve en el Círculo de los Miércoles, dice que lo ha escuchado referirse a
Schimpanski
en los términos más duros posibles —me limité a hacer un gesto de incredulidad—. Tú trabajas con él, al menos deberías intentarlo…

—De acuerdo —accedí, a regañadientes—. Lo intentaré.

8

—Marianne me ha llamado esta mañana —me dijo Natalia de pronto.

—¿Y qué quiere? —no pude evitar enfurecerme, como si ella estuviese haciendo algo malo.

—Que vaya a tu casa —me respondió.

—Ahora es Marianne la que quiere aprovecharse —yo casi escupía las palabras.

Natalia se levantó de la cama y comenzó a vestirse.

—Me ha pedido que les haga una visita por la tarde —contestó ella, con calma—, dijo que trataría de convencerte para que escapases unas horas del trabajo. Quiere que volvamos a estar juntos los tres. Una despedida, me ha dicho. Estaba muy alterada, Gustav. Creo que nos necesita.

—Te necesita a
ti
.

No podía creerlo: Marianne actuaba a mis espaldas. ¿En verdad se dispondría a contármelo? ¿O se limitaría a decirle a Natalia que yo no había podido salir de la oficina para quedarse a solas con ella?

—¿Y qué le has dicho?

—Que no sabía si iba a poder —dijo Natalia—. Que Heinrich a veces llega a casa a horas inusuales y que yo prefería estar a su lado. —¿Y cómo lo tomó?

—Mal, supongo —era evidente que Natal estaba desesperada, que su voluntad ya no podía con más peligros y as presiones—. Es mi amiga, Gustav, y la echo de menos…

—Ella te ama —dije con ira.

—Lo sé.

—Pero tú a ella no.

—No del mismo modo.

—Porque tú me amas a

, ¿no es cierto?

9

El desembarco aliado en Normandía llegó como si se cumpliese una maldición previamente anunciada. Era el inicio del fin. Sólo unas semanas más tarde, sabíamos que la superioridad numérica de británicos y norteamericanos —más los franceses que comenzaban a unírseles— era imbatible. Todos, ministros, generales, soldados, mujeres sabíamos que la derrota era inminente; quienes no pensaban así, era porque aún confiaban ciegamente en Hitler… «El Führer no va a permitir que Alemania se hunda: al final terminará dándole la vuelta a la guerra». ¿Cómo? «Con una de sus
Wunderwaffen
», respondían los más crédulos. «Con una bomba capaz de destruir una ciudad entera…» ¡Si supieran en qué estado se encontraba la
Wunderwaffe
! Si supieran que no había ninguna esperanza de construir un reactor, mucho menos una bomba…

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