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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (63 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Una historia perfecta, nítida y transparente, de una cohesión pasmosa. Lástima que fuese absolutamente falsa. Era su golpe maestro.

—No puedo —la indignación de Bacon lo hacía mantener un último atisbo de dignidad—. Si permito que los rusos se queden con Gustav, no sólo lo traicionaría a él, sino a mi propio país…

—Tengo que darles a alguien que pueda ser Klingsor —insistió ella—. Es nuestra única esperanza…

—Me pides demasiado, Inge. Es una disyuntiva atroz: tú o él… —No me gusta, Frank, pero yo no he escogido las reglas de este juego.

De este juego. Por primera vez ella decía la verdad.

—¿Y para qué me quieren a mí? —Bacon estaba a punto de estallar, incontrolable. La sangre se le había subido a la cabeza y manoteaba con una furia que no estaba lejos de alcanzar a Inge—. ¿Es que necesitan mi consentimiento?

Al teniente le costó varios minutos serenarse, pero contuvo su ira. Se irguió de inmediato, como si despertase de un mal sueño.

—Esta zona del país está controlada por los ingleses —explicó Inge, tratando de acabar cuanto antes con el asunto—. Sólo hay un lugar seguro para atraparlo.

—¿La habitación de un oficial norteamericano? —su burló Bacon—. ¿Van a secuestrarlo en mi propia casa?

Inge ni siquiera quiso responder a esta pregunta. No tenía nada más que agregar.

—Te amo, Frank —se limitó a suplicar—. Sólo así podremos estar juntos. Confía en mí… Confía en mi amor.

4

Por primera vez en su vida, Bacon tenía que tomar una decisión. Hasta ese momento no había hecho sino huir de los problemas, y acaso de sí mismo: la ciencia lo había librado de su infelicidad; Von Neumann, de su disyuntiva amorosa entre Vivien y Elizabeth; la guerra, de su incapacidad para destacar en la física; Inge, de su desolación; y yo mismo, de su responsabilidad en Alemania. Una y otra vez había sido como una partícula subatómica, sometido a las imperiosas fuerzas de cuerpos mucho más poderosos que él. Más que un jugador, había sido una pieza en el inmenso tablero de la Creación.

Ahora, de forma repentina, aquel esquema prístino y tranquilo, aquel universo en donde las causas y los efectos se sucedían sin apenas involucrarlo, había sido aniquilado. ¿En quién podía confiar? ¿En Inge? Por Dios, no. ¿En Von Neumann, en Einstein, en Heisenberg? ¿En mí…? No había excusas: esta vez ni la ciencia ni el amor ni los demás podían salvarlo. La solidez de su mundo se había derrumbado porque a su alrededor todos buscaban escapar, como él, de la verdad. Bacon estaba furioso y, al mismo tiempo, desolado. Se equivocaba el viejo Epiménides: todos los hombres —y no sólo los cretenses— son mentirosos. Si no había certezas absolutas —o, peor aún, si por más esfuerzos que hiciera, Bacon no podía conocerlas—, ¿cómo podía saber si Inge lo amaba o sólo lo utilizaba una vez más? ¿Cómo podía adivinar si yo había sido su amigo o me había limitado a traicionarlo, como hice antes con Heinrich? ¿Cómo podía discernir las dimensiones de mi maldad? ¿Y cómo podía averiguar cuál debía ser su propia conducta?

De pronto, cayó en la cuenta de que la situación era muy simple. Dolorosamente simple. Por alguna arcana razón, esta vez le correspondía a él decidir qué era lo cierto y qué lo falso, cuál la virtud y cuál la deshonra; por una veleidad del cosmos —por su ambigüedad, por su incertidumbre—, tenía la dolorosa tarea de escribir la historia. Entre los incontables universos paralelos esbozados por Schrödinger, debía escoger cuál iba a ser el nuestro. Aunque aquella mujer fuese una mentirosa, Bacon podía tratar de redimirla. Aunque yo fuese inocente —o al menos de una culpabilidad dudosa—, él podía determinar mi castigo. ¿Qué más daba que Klingsor nos hubiese engañado, o que jamás hubiésemos estado siquiera cerca de él? Con su solo acto de voluntad, Bacon se encargaría de juzgarnos. Tenía que hacerlo, debía olvidar los principios de la ciencia y de la justicia, de la razón y de la moral, para afianzar una invención no menos desproporcionada: el amor de Inge.

Lo que siguió fue poco más que un trámite. Acaso yo hubiese podido adivinarlo pero, por alguna razón, entonces aún confiaba en Bacon. Aquella tarde me citó en su casa, en vez de en su despacho. Este solo hecho pudo haber motivado mis recelos, pero aun así acudí puntualmente a su llamada. Esperaba que hubiese entrado en razón, que se hubiese convencido de que Inge lo había manipulado. Soñaba. Llamé a su puerta. Él permanecía solo, sentado sobre una caja de madera. Era imposible leer las emociones en su rostro: un velo o un hechizo ocultaba su furia o su desaliento. Era, como yo, un hombre atrapado. Hice una rápida inspección del lugar y me di cuenta de que todos sus objetos personales habían desaparecido; en su sitio había una media docena de bultos esparcidos a lo largo de la habitación.

—¿Se muda, teniente? —lo saludé sin ocultar el sarcasmo.

—Este lugar se ha vuelto demasiado pequeño para mí, Gustav —me respondió con un tono neutro y vacío—. Estoy harto. Quizás me he equivocado desde el principio.

—Regresa a Estados Unidos —no era una pregunta, sino una afirmación.

—Sí —mintió—. Este asunto nos ha rebasado.

En ese mismo momento lo supe. No necesitaba decirme más para que me diese cuenta de lo que iba a suceder. Ella lo había vencido. Me había vencido. Corté su conversación. Lo único que podía hacer era ganar tiempo, esperar un milagro.

—¿Quiere que le cuente el tercer acto del
Parsifal
de Wagner? —le pregunté sin más preámbulos—. No querrá quedarse sin saber el final, teniente.

Lo dudó un momento y luego asintió.

—Ha pasado mucho tiempo desde el final del segundo acto —comencé a decir con voz serena—. El telón se levanta y nos encontramos en medio de un hermoso bosque, una de esas selvas teutónicas que tanto añoraban los nazis. En medio, oculta entre las ramas, hay una pequeña cabaña que pertenece a Gurnemanz, ¿se acuerda de él? —Bacon hizo una mueca—. Uno de los viejos caballeros del Grial que conocimos en el primer acto. Pues bien, Gurnemanz sale de su cabaña y de pronto oye un suspiro; no, más bien un lamento. Comienza a buscar a su alrededor y ve a Kundry, recostada bajo un pino. Ella parece estar sumida en un trance o en un delirio, porque murmura: «Servir, servir», como una cantinela o un conjuro… A lo lejos, Gurnemanz distingue otra figura humana: no puede ser más que Parsifal. Recordará, teniente, que, tras la destrucción del castillo de Klingsor, Kundry maldijo al joven por no haberse dejado seducir por ella…

—Sí —admitió Bacon.

—Como resultado de esa maldición, Parsifal ha vagado durante años, perdido, en busca del castillo de Montsalvat y de los caballeros del Grial. Por fin, después de un largo y azaroso peregrinaje, ha conseguido acercarse a su meta… Gurnemanz lo reconoce y le cuenta, apesadumbrado, lo ocurrido durante su ausencia: tras su combate con Klingsor, el orden del universo comenzó a decaer. Titurel ha muerto y el viejo Amfortas, privado del consuelo divino, ya ni siquiera permite que se lleve a cabo la ceremonia del ágape para apresurar su propia muerte —los ojos de Bacon adquirieron un brillo siniestro—. Por fortuna, ahora Parsifal ha llegado para recomponer la situación: posee la Lanza de Longinos y ha de ser ungido como nuevo rey del Grial. Ya no es el joven inocente e inexperto de antes, sino un adulto lleno de sabiduría y también, como debe ser, de decepción… Su primer paso es bautizar a Kundry, eliminando la maldición de Klingsor que pesa sobre ella. La mujer se levanta y se hinca a los pies de Parsifal. Y a continuación viene una de las escenas más hermosas de la ópera —me entusiasmé por un momento—: el
Encanto del Viernes Santo
. La música, puedo asegurárselo, teniente, es sublime. Parsifal sube al castillo de Montsalvat y se encuentra con el dolorido Amfortas. Éste insiste en no desvelar el Grial y le pide a Parsifal que acelere su muerte, pero el héroe, en vez de hacerlo, acerca la Lanza a la herida supurante del viejo y lo libra de su dolor. Los caballeros del Grial se reúnen de nuevo. «Milagro de salvación», cantan. Y luego añaden estas misteriosas palabras: «Redención al redentor»… Hermoso, ¿verdad? Pero ¿quiere que le diga cómo concluye la ópera y el mito, teniente?

—Adelante.

—Kundry avanza hacia el altar donde se halla el Grial —dije con dramatismo— y cae muerta al instante, al fin libre de sus pecados. Debe morir para salvarse, teniente, ¿lo comprende? Es el único modo de expiar su traición…

No había acabado yo de decir aquella frase —de sugerirle aquella última salida, aquella última salvación— cuando ambos escuchamos un violento estertor. Nos volvimos y contemplamos la escena: un par de hombres altos y fornidos, vestidos de paisano, habían irrumpido en la habitación. Detrás de ellos, en un segundo plano casi oculto por las sombras del pasillo, pude distinguir la aterradora belleza de Inge.

—¿Qué sucede, teniente?

—Lo siento, Gustav —fue su disculpa.

—No finja inocencia, profesor Links —era uno de los hombres que acompañaban a Inge, acaso el jefe, quien me gritaba con acento eslavo—. O debería decir Klingsor…

—¿Klingsor? —alcancé a gritar—. Por Dios, teniente, usted sabe mejor que nadie que eso es imposible…

—El juego ha terminado —dijo Bacon.

—¿Y yo he perdido?

—En este juego todos hemos perdido —fueron las últimas palabras que me dirigió. Había sido como el beso de Judas. Arrepentido o no, Bacon me había entregado.

Los soviéticos no tardaron en atarme y amordazarme. Las siguientes horas las pasé en el maletero de un automóvil. Desperté en algún lugar de ese oprobioso yermo que todavía se conoce como República Democrática Alemana. A pesar de las torturas y los interrogatorios que me impusieron durante meses, los rusos no encontraron pruebas suficientes para demostrar que yo fuese Klingsor —aunque tampoco para refutarlo— y tuvieron que conformarse con declararme loco. De eso hace ya más de cuarenta años: cuatro décadas en las cuales, como mi entrañable y olvidado Georg Cantor, el adorador del infinito, no he podido hacer otra cosa sino meditar sobre las oscuras coincidencias que me salvaron de la muerte y sobre aquellas otras, más turbias, que me condenaron a esta larga vida de encierro. En ocasiones pienso que ha sido la pena más adecuada para mí. A fin de cuentas, querida Natalia, me ha permitido recordarte sin tregua y pedirte perdón, día a día, hasta la muerte.

Bacon me traicionó por culpa de una mujer. Me envió, conscientemente, a la tortura y al destierro, a la prisión y quizás también a la muerte, desprovisto de un juicio justo. Después de perseguir durante meses el espectro de ese hombre perverso y silencioso que se ocultaba detrás del nombre de Klingsor, el teniente Francis P. Bacon había sucumbido a su maldición. Una nueva e infausta Kundry lo había forzado a convertirse, a él también, en mentiroso, en criminal… ¿Bastará decir, para perdonarlo, que yo hubiese hecho lo mismo? ¿Qué en cierto sentido así lo hice? Su castigo es, acaso, peor que el mío: jamás podrá librarse de la incertidumbre que pesa sobre su amor. Y, por más que lo desee, nunca conseguirá olvidar los tormentos de su propia culpa. Al final, los dos hemos terminado por parecernos al desdichado y abominable Amfortas: lejos de Dios, nuestras heridas continuarán supurando por toda la eternidad.

Ciudad de México, enero de 1994 — Salamanca, febrero de 1999

NOTA FINAL

La escritura de un libro presupone, necesariamente, la existencia de muchos otros. Por ello, aunque ésta es una obra de ficción, considero necesario dejar constancia de algunos libros que resultaron imprescindibles para tramar su contexto histórico.

En primer lugar, debo mencionar algunas de las grandes biografías científicas escritas en este siglo. En el caso de Einstein y Bohr, los espléndidos trabajos de Abraham Pais,
Subtle is the Lord
.
The Science and Life of Albert Einstein
(Oxford University Press, 1982),
Einstein Lived Here
(Oxford University Press, 1994) y
Niels Bohr's Times, in Physics, Philosophy, and Polity
(Oxford University Press, 1991). Las obras de Jeremy Bernstein,
Einstein
(Fontana, 1973); Ronald Clark, Einstein, the Life and Times (Hodder & Stoughton, 1979); Philip Frank,
Einstein: His Life and Times
(Jonathan Cape, 1948) y Roger Heighfield y Paul Carter,
The Private Lifes of Albert Einstein
(Faber & Faber, 1993). Así como los propios libros de Einstein,
The World as I See It
(Citadel Press, 1991) e
Ideas and Opinions
(Alvin Redman, 1954), al igual que su correspondencia con Michele Besso (Tusquets, 1995). Una mención particular merece el reportaje de Ed Regis,
Who got Einstein's Office
? (Adison Wesley, 1987), sobre el Instituto de Investigaciones Avanzadas de Princeton.

Para Heisenberg, la ciencia nazi, la construcción de la bomba, los juicios de Núremberg y la conspiración del 20 de julio de 1944 contra Hitler, me resultaron fundamentales las obras de David Cassidy, Uncertainty.
The Life and Science of Werner Heisenberg
(Freeman, 1992); Thomas Powers,
Heisenberg's War
(Penguin, 1994); Robert Jungk,
Brighter Than a Thousand Suns
(Harcourt Brace, 1958). Al igual que el ensayo autobiográfico de Heisenberg,
Physics and Beyond
(Harper & Row, 1971); Richard Rodes,
The Making of the Atomic Bomb
(Simon & Schuster, 1988); Mark Walker,
Nazi Science. Myth, Truth, and the German Atomic Bomb
(Plenum Press, 1995); Joseph E. Persico,
Nuremberg
,
Infamy on Trial
(Penguin, 1994) y Joachim Fest,
Plotting Hitler's Death. The German Resistance to Hitler
(Phoenix, 1997).

Para Schrödinger, la biografía de Walter Moore,
A Life of Erwin Schrödinger
(Cambridge University Press, 1994); así como sus propias obras de divulgación,
My View of the World
(Cambridge University Press, 1964);
Mind and Mater
(Cambridge University Press, 1958) y
What is Life
?(Cambridge University Press, 1947). Y, para Von Neumman, el ensayo de William Poundstone,
El dilema del prisionero
(Alianza Editorial, 1995). He de mencionar, además, algunas obras más generales:
Personaggi e scoperte della fisica contemporanea
(Mondadori, 1996), de Emilio Segrè;
Men of Mathematics
(Simon & Schuster, 1965), de Eric Bell;
Autobiografía de la ciencia
(FCE, 1986), de F. R. Moulton y J. J. Schiffers; y
Vidas de físicos
(Alianza Editorial, 1995), de George Gamow.

Debo referir, asimismo, mi deuda con uno de los libros más estimulantes que he leído y a partir del cual surgió la idea de escribir esta novela:
Gödel, Escher, Bach: An Eternal Golden Braid
(Basic Books, 1979; Tusquets, 1987), de Douglas Hofstadter.

Y, por último, quiero agradecer a Fernanda Álvarez, Raquel Blázquez, Natalia Castro, Sandro Cohen y Eloy Urroz su cuidadosa revisión del manuscrito.

J.V.

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