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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (60 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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En varias ocasiones traté de acercarme a Heisenberg, dispuesto a hablar en privado con él, pero siempre encontraba algún inconveniente que me llevaba a posponer el encuentro. No era mi amigo —yo dudaba que él pudiese tenerlos—, nos habíamos limitado a charlar sobre asuntos intrascendentes un par de veces, de modo que el acercamiento resultaba más difícil aún que si no nos conociésemos en absoluto.

—¿Podríamos charlar un momento?

—Desde luego, Links. Dígame qué se le ofrece.

—Preferiría que fuese a solas, si no le importa.

—Lo espero a las doce en mi despacho —me respondió con desconfianza.

—Gracias, profesor.

A las doce en punto me presenté allí.

—Tenemos varios amigos comunes, profesor —empecé a decirle en cuanto me hube sentado frente a él; me sentía como un alumno en una prueba oral—. El general Beck, el doctor Sauerbruch, el señor Popitz…

Esperaba que aquella lista bastase para establecer una complicidad entre nosotros. Heisenberg, sin embargo, no pareció entender el mensaje, o simplemente lo eludió.

—Sí, los conozco —se limitó a decir.

—Pues en cierto sentido yo estoy aquí por ellos —continué—. ¿Ellos le pidieron que viniese a verme?

—No exactamente, profesor —no lograba encontrar las palabras adecuadas.

—¿Entonces?

—Trataré de ser más claro. Usted odia a los nazis tanto como nosotros…

Las manos de Heisenberg, habitualmente serenas, se crisparon como si hubiesen recibido una corriente eléctrica. Era obvio que no estaba dispuesto a discutir un tema como éste con alguien con quien no tenía la menor confianza.

—Lo siento, profesor —me dijo con severidad—, no entiendo qué quiere de mí, pero preferiría terminar cuanto antes con esta conversación.

—Tenemos que hacer algo por nuestra patria —insistí—. Quizás sea nuestra última oportunidad, profesor. Necesitamos contar con usted…

—No sé de qué me habla, profesor Links —terminó—. Haré como si esta charla no hubiese existido. Usted es un matemático competente y me alegro de que colabore conmigo, pero prefiero mantenerme alejado de la política. Somos científicos. Lo único que debe importarnos es nuestra ciencia, el futuro de la ciencia en nuestro país. Si continuamos trabajando en ella hasta el final, le haremos un servicio mucho mayor a nuestra patria que con cualquier otra actividad. Ahora, si me disculpa, debo regresar al laboratorio…

Eso fue todo. Unos días después, Adolf von Reichswein decidió intentarlo de nuevo. Al menos él sí era uno de sus amigos del Círculo de los Miércoles. Aunque en esa ocasión hablaron del tema con cierta franqueza, no tuvo más éxito que yo. Heisenberg dijo que apoyaba la conspiración moralmente, pero que no podía involucrarse con la violencia. Que él era un científico, etcétera.

Poco después —ya lo he dicho— Von Reichswein fue detenido por la Gestapo.

10

—Gustav. ¿Tienes un momento, por favor? —me llamó Marianne—. ¿Qué quieres?

—Hoy por la mañana he llamado a Natalia.

—¿Ah, sí? ¿Y para qué?

—Le he dicho que queríamos verla. Que viniese a visitarnos una tarde de éstas. Sería una especie de despedida. Tú podrías pedir un permiso especial, o algo así…

—O algo así —repetí.

—¿Qué te parece?

—Así que ahora te encargas de organizar mi vida —la reprendí—. Has decidido mi vida, ¿no es así?

—Pensé que estarías de acuerdo…

—¿Y qué te ha dicho ella?

—Que iba a pensárselo. Heinrich…

—¡Eso es, Heinrich! —le grité—. ¿No te das cuenta de que la pones en peligro? ¿De que la estás obligando a arriesgarse más de lo debido? Ahora Heini está con ella, aquí, en Berlín. Duermen todas las noches juntos. Son marido y mujer. ¿No lo comprendes?

—Yo creí…

—¡Qué egoísta eres! —le grité, sin misericordia, sin remordimientos—. ¿Y dices que es tu mejor amiga, que la quieres…? Si verdaderamente la quisieras, la dejarías en paz…

—Lo siento, Gustav —otra vez las malditas lágrimas empezaban a resbalar por sus mejillas—. No era mi intención…

11

Por la mañana, Heinrich fue a buscarme a mi despacho. Nunca antes lo había hecho. En cuanto lo vi llegar, en cuanto distinguí sus rasgos en esa figura de uniforme que me esperaba en el vestíbulo, sentí que todo había terminado. Nos había descubierto y venía a romperme las piernas. O quizás Natalia, en un rapto de honestidad, al fin se lo había confesado. Su imagen, recortada a contraluz, me pareció la de un verdugo que se acerca a su víctima. Casi tuve ganas de rezar o de buscar un arma.

—¿Qué te sucede? —me dijo a modo de saludo—. Estás pálido. ¿Ha ocurrido algo?

—Nada, nada —se me quebraba la voz—. ¿A qué has venido aquí? —Necesito hablar contigo unos segundos, Gustav. Es urgente—. De acuerdo, vamos a un lugar seguro.

Lo llevé a uno de los laboratorios del Instituto, no lejos de donde trabajaba Heisenberg y su equipo.

—¿Y bien?

—Como ayer no fuiste a la reunión, he tenido que venir a decírtelo. Está decidido.

—¿Cuándo?

—El 15 de julio.

—¿Tan pronto?

—A Stauffenberg le parece que es demasiado tarde —repuso—. ¿Y tú?

—Me quedaré con Olbricht a esperar las noticias que lleguen de la Guarida del Lobo —hablaba con calma, como si se refiriese a un asunto de rutina—. Entonces pondremos en marcha la Operación Valquiria. Mantente alerta.

—No te preocupes por mí —tartamudeé—, estaré listo.

12

Conocer aquella fecha me hizo sentir como un condenado a muerte, un prisionero al que le han notificado la hora de su ejecución. Aun si el golpe triunfase —algo en lo cual yo no creía como tampoco muchos de los demás conspiradores, aunque se negasen a decirlo en voz alta—, supondría, de un modo u otro, el fin de mi vida en las actuales condiciones. El fin, quizás, de mi relación con Natalia. Eso era lo que me asustaba: sólo me quedaban dos días más, sólo dos días a su lado…

Los encuentros con ella el 13 y el 14 de julio fueron espantosos; yo me esforcé en no mostrar signos de alarma, pero Natalia era capaz de intuir el peligro o las amenazas. No decía nada —sabía que yo no iba a responderle— y se limitaba a fingir, como yo, una tranquilidad y una calma que ninguno de los dos sentía. Apenas nos dirigíamos la palabra; había entre nosotros una barrera, una frialdad inevitable. Sólo nos besábamos descuidadamente, más como una obligación que como un placer, y regresábamos a nuestros respectivos asientos, separados y solitarios, como dos desconocidos que comparten un vagón de tren. De un tren que —ambos lo sabíamos— estaba a punto de descarrilar.

13

El día 15, Marianne también se dio cuenta de e algo grave ocurría desde que yo me levanté por la mañana; sin embargo, una vez más me esforcé en mantenerla al margen de mis preocupaciones. Sentía como si cada una de sus preguntas y de sus ruegos fuese una invasión de mi intimidad, una irrupción cruel e indeseable en mi propia y sosegada angustia.

—No te preocupes —me despedí de ella—. Nos vemos por la noche.

—¿Vas a ir a otra de tus reuniones?

—No me esperes, Marianne —concluí antes de marcharme—. Trata de dormir.

Se suponía que yo debía permanecer en la oficina toda la mañana, hasta que alguien se comunicase conmigo, y entonces debía hacerme cargo de las instalaciones del Instituto Kaiser Wilhelm, con o sin el consentimiento de Heisenberg. La hora programada para el asesinato eran las doce del mediodía. Si todo salía bien, el golpe debería generalizarse a partir de la una o las dos de la tarde.

A las tres aún no ocurría nada. Ningún mensaje, ninguna señal, ningún aviso. Comencé a impacientarme. Por fin, a las tres y media me atreví a llamar a la oficina del general Olbricht. El propio Heinrich fue quien me contestó.

—Imposible —se limitó a decirme con evidente decepción—. Será mejor dejarlo para otro día —y colgó.

Me sentí desesperado. Lo peor que puede pasarle a alguien es aumentar la incertidumbre que ya lo devora. Sin pensarlo demasiado, me precipité en busca de Natalia.

—¿Estás loco? —me recibió—. ¿Qué haces aquí a esta hora? Heini puede llegar en cualquier momento…

—No —le dije—. Acabo de hablar con él. Seguramente se quedará en su puesto toda la tarde.

A regañadientes, Natalia me hizo pasar.

—¿Por fin vas a decirme lo que ocurre? ¿Ha pasado algo malo? —No. Al menos no todavía.

—Gracias a Dios —exclamó ella, y se derrumbó sobre uno de los sillones del salón.

Me acerqué a su lado y comencé a besarle el rostro suavemente: la frente, los párpados cerrados, las cejas, las comisuras de los labios… De pronto ella comenzó a llorar. Nunca la había visto tan desconsolada, tan débil…

—¿Estás bien? —le pregunté, arrodillándome a su lado, sobre la alfombra.

—No —contestó—. Nada bien, Gustav. Estoy embarazada.

Lo dijo así, de repente, sin preámbulos. Era una confesión triste y dolorosa. En cualquier otra circunstancia, yo hubiese preguntado quién era el padre. En esta ocasión estaba claro. Hacía años que ambos lo sabíamos: yo era estéril. Natalia llevaba en su vientre al hijo de mi amigo, de su esposo, de mi rival.

—¿Desde cuándo lo sabes?

—Una semana, quizás más.

—¿Y por qué me lo dices ahora, Natalia?

—Lo siento.

—¿Lo sientes?

—Sí.

—¿Entonces, todavía…? —me callé. No tenía sentido torturarme más. La situación estaba muy clara.

La odiaba, la odiaba y la amaba. Respetaba a Heinrich y, al mismo tiempo, me dedicaba a engañarlo a la menor provocación. Quería vivir al lado de Natalia y quería suicidarme. Podía haber hecho mil cosas en ese momento, tomar mil decisiones distintas, pero, sin darme cuenta, movido por la autocompasión y la amargura, por mi lealtad y por la fuerza de mis sentimientos, hice lo peor. Tomé a Natalia entre mis brazos, delicadamente, como si transportara a una niña pequeña, a una niña herida, y la llevé a su alcoba. La desnudé con el mismo cuidado, con la misma ternura de siempre, besando cada tramo de piel que iba quedando descubierto, arropándola con mi amor, obsesionado con demostrarle que, a pesar de todo, seguía amándola.

14

Se fijó la nueva fecha para el golpe: el 20 de julio. Ya no habría más prórrogas ni nuevas oportunidades. El general Keitel había reprendido severamente a Olbricht por poner en alerta la Operación Valquiria sin justificación, y una nueva pifia conduciría inmediatamente a una sospecha generalizada y al desastre definitivo. No había otra salida.

La noche del 18 de julio, no pude evitar asistir a la última reunión de los conspiradores, en la casa de Stauffenberg en Tristanstrasse, aunque apenas participé en las discusiones o en los últimos preparativos. El ambiente general era sombrío, casi desolado. Sólo de vez en cuando una frase ingeniosa, una cita brillante o un comentario inteligente aliviaban la tensión y animaban un poco a los conspiradores.

Mientras el coronel y sus invitados discutían sobre los últimos detalles del plan, Heinrich insistió en conducirme a otra habitación para hablar a solas.

—Tengo una noticia extraordinaria que darte —me dijo—. Voy a ser padre, Gustav…

—Muchas felicidades —fingí, estrechándole la mano sin fuerza—. ¿Es que no te alegras?

—Claro, sólo que no lo esperaba —traté de mostrarme cortés—, no ahora. Mira cómo están las cosas allá afuera…

—El general Olbricht ha decidido enviarme a París mañana mismo —continuó.

—¿No estarás aquí cuando…?

—Temo que no —en su voz no había matices, sólo un tono monocorde y áspero—. Piensa que soy el indicado para servir como contacto con el general Stülpnagel.

—Lo lamento.

—Quizás sea mejor así.

Heinrich se marchaba de nuevo. Natalia volvería a estar sola, volvería a necesitarme. Sus palabras me devolvieron un atisbo de esperanza.

—Los he visto.

Al principio no comprendí a qué se refería. Su declaración parecía provenir de las entrañas de su pecho, como si no tuviese que ver conmigo, como si hubiese sido un exabrupto incontrolable, un acto involuntario.

—¿Cómo dices?

—Los he visto, Gustav —dijo Heinrich—. A ti y a Natalia. La tarde en que falló el primer atentado.

—No te entiendo, Heini, debe ser un error —yo temblaba.

—Hace mucho que lo sospechaba —prosiguió él como si no me hubiese escuchado—. Pero luego vino esa llamada de Marianne, y no me quedó más remedio que comprobarlo…

—¿De Marianne? —me sobresalté.

—Estaba muy preocupada por ti. Me dijo que te había notado especialmente nervioso. Que había tratado de localizarte en el Instituto, pero no estabas. Para mí, ésa fue la señal definitiva, Gustav. Desde el momento en que emprendí el camino a casa sabía lo que iba a encontrar, y no me equivoqué.

—Es un malentendido, Heinrich —traté de ganar tiempo.

—Ahora ya no importa, Gustav —las palabras de Heini me herían profundamente—. En otras circunstancias te habría roto el cuello, amigo mío, pero no ahora. Sólo te pido que, si por alguna causa tú sobrevives y yo no, cuides de ella. De ella y de mi hijo. ¿De acuerdo?

—Heini, por Dios…

—¿Lo juras? —la suya no era una súplica, sino una orden.

—Sí. Lo juro.

No me estrechó la mano ni me miró. Al día siguiente tomó un tren rumbo a París.

15

No necesito repetir lo ocurrido aquel fatídico 20 de julio. Sólo puedo añadir que, como la otra vez, ocupé mi puesto en el Instituto hasta recibir noticias. Fueron, como la vez anterior, largas horas de espera. De nuevo, parecía no suceder nada. Otro aplazamiento, un error, ¿cómo podía saberlo? Me comuniqué entonces con las oficinas del general Olbricht, en Bendlerstrasse. Un oficial al que no reconocí me dijo que Hitler había muerto en un atentado. ¿Qué debía hacer ahora? Heisenberg ni siquiera estaba en el edificio, se había marchado a ver a su familia a Baviera.

Presa del pánico, en vez de tomar la institución en nombre de los conjurados, corrí a refugiarme en casa de Natalia. Tenía que hablar con ella, era la única prioridad de mi vida. Nada más me importaba, lo he dicho. Ni Hitler, ni mi patria, ni la conspiración, ni Marianne, ni Heinrich… Sólo ella.

—¿Sabes lo que ocurre? —me preguntó Natalia en cuanto me vio llegar a su casa. Esta vez me había abierto la puerta de inmediato—. Claro, pero necesitaba verte.

—Heini habló conmigo antes de marcharse.

—¿Entonces ya lo sabes?

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