En busca de Klingsor (28 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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En Gotinga, Planck era contemplado como una especie de ave fénix. Mientras él siguiese con vida, era posible recomponer el enorme y desolado escenario de la ciencia alemana. Por ello, a pesar de su dolor —o quizás justamente por él— Planck continuaba existiendo, impertérrito, ajeno a la decadencia de su carne o a la descomposición de su memoria. Detrás de la máscara fúnebre en que se había convertido su rostro, había una fuerza capaz de infundir ánimos a los caídos, a los derrotados, a los culpables. Si alguien tenía la estatura moral para mostrar que la razón humana no conducía inexorablemente al abismo, ése era él. Con su sola presencia, con su humilde silencio, alentaba la fe en la razón. No sólo era un capitán que se había hundido con su propio barco, sino que tenía la suficiente fortaleza para ayudar a rescatarlo del fondo de los océanos.

—Le agradezco que haya aceptado recibirnos —le dije. Ausente y solitario, Planck permanecía sentado en un amplio sillón, cubierto con mantas como un niño agobiado por la fiebre.

—Háblele más fuerte, no oye bien con el oído izquierdo —advirtió un ama de llaves que se encargaba de atenderlo a todas horas. Era una mujer ancha y robusta, de largas trenzas rubias: una típica aya de cuento.

Nos sentamos en un par de sillas que trasladamos desde el comedor. El apartamento era artificialmente confortable, como si alguien se hubiese encargado de decorarlo para hacerle recordar a Planck su casa berlinesa. A un lado de la pequeña sala estaba el estudio, aunque era obvio que ya no debía utilizarlo. Un largo escritorio de caoba presidía la habitación como un sarcófago en un velatorio: limpio y ordenado, sin muestras de actividad humana en su superficie. Encima de una cómoda se apilaban diversos portarretratos; alguno de ellos debía de ser el de su hijo asesinado. Las ventanas estaban cubiertas con espesos cortinajes de lino que, si bien no impedían el paso de la luz, la volvían inofensiva para los gastados ojos de Planck.

—Esperamos no incomodarlo —añadió Bacon.

El sabio tosió con dificultad. Vestía un tradicional traje negro, con corbata, a pesar de que ya no salía a la calle. Hubiese sido indigno de un caballero como él recibirnos en bata. A pesar de la sensación de abandono que transmitía, estaba perfectamente afeitado y su bigote blanquecino parecía un ave posada sobre sus labios.

—Hacía mucho tiempo que no recibía a nadie. ¿A usted lo conozco, verdad? —dijo, dirigiéndose a mí, con una voz apenas audible.

—Así es, profesor. Gustav Links. Matemático.

—Sí, sí —hizo una pausa, tratando en vano de recordar la última vez que nos habíamos visto; al darse por vencido, prosiguió—: ¿Qué puedo hacer por ustedes, caballeros? —su tono era sólido y preciso—. ¿Quieren tomar algo? ¿Un café? Creo que hay café, ¿verdad, Adelaide?

—Sí, profesor —consintió ella.

—Gracias —Frank estaba obviamente nervioso; sostenía una libreta entre las manos y aferraba un lápiz con la fuerza necesaria para partir una nuez.

Adelaide nos dejó solos. Bacon se presentó. Con una voz que aún no recuperaba su firmeza, le contó a Planck que era físico egresado de la Universidad de Princeton; le habló de Einstein y de Von Neumann, y le dijo que estaba profundamente emocionado por tener la posibilidad de conocerlo.

—No quiero pecar de suspicacia, caballeros —Planck tosió de nuevo—, pero supongo que ésta no es sólo una visita de cortesía.

—El profesor Bacon está preparando una monografía sobre la ciencia alemana de los últimos años —me adelanté—, y cree que usted podrá revelarle algunos puntos oscuros.

—Quería conversar sobre un asunto del cual quizás usted tenga noticia, profesor —trastabilló Bacon.

Se hizo un largo silencio. No sabíamos si Planck había escuchado nuestras palabras.

—Hace mucho que yo no sé ya nada de nada —rió Planck y luego se estremeció con un estornudo—. Como Sócrates… Pero dígame, ¿qué busca usted?

—Aunque mi trabajo no es estrictamente científico, profesor —Bacon me pasó la libreta y el lápiz, indicándome que yo me encargase de tomar nota—, trato de aplicar los mismos principios de la ciencia… Me considero, antes que nada, un investigador… Y de pronto estoy aquí, en Alemania, mirándolo a usted, y me doy cuenta de que, en algún sentido, continúo haciendo lo mismo: elaboro hipótesis, realizo pruebas experimentales, compruebo mis resultados, elaboro teorías… Quizás no se trate de teorías físicas sino, ¿cómo decirlo?, de teorías sobre las personas, de teorías sobre la verdad de ciertos hechos que no por ello dejan de lado las reglas de la investigación científica…

¡Qué galimatías!, pensé yo. Con razón Bacon tenía miedo de verse cara a cara con Planck: era consciente de su propensión a las divagaciones filosóficas. Estaba a punto de ofrecer disculpas, cuando me di cuenta de que, contrariamente a mis pronósticos, Planck escuchaba al teniente con interés.

—Creo que lo he comprendido —le dijo, jugueteando con la manta de cuadros que cubría sus piernas—. La ciencia es un poco como la religión. Espero que mi comparación no lo escandalice. Tanto una como la otra persiguen algo con el suficiente ahínco como para convencer a los creyentes de sus bondades. Pero me temo que las iglesias son incapaces de ofrecer ese enraizamiento espiritual que buscan las personas. Por eso la gente busca en otras direcciones. La mayor dificultad con que se encuentra la religión para atraerse afectos proviene de que su llamada exige un espíritu creyente —Planck sonrió—: la fe. En medio del escepticismo general que nos rodea, esa llamada no recibe respuesta.

—¿Considera usted que la ciencia es un sucedáneo de la religión?

—No para alguien escéptico, porque la ciencia también exige un espíritu creyente. Cualquiera que haya trabajado con seriedad en un trabajo científico sabe que a la entrada del templo de la ciencia está escrito sobre la puerta:
Necesitas tener fe
. Los científicos no podemos prescindir de ella. Aquel que maneja una serie de resultados obtenidos de un proceso experimental, debe representar imaginariamente la ley que está buscando. Después, debe encarnarla en una hipótesis mental —yo estaba perdido; no sabía adonde quería llegar o adonde lo había conducido Bacon.

—¿Quiere decir que las hipótesis son una especie de acto de fe?

—Exacto —los ojos de Planck brillaban, como si las palabras que salían de sus labios resecos le concediesen una vida nueva—. La capacidad de razonar por sí misma no le va a ayudar a seguir adelante, pues del caos no puede surgir el orden a menos que intervenga la cualidad creadora de la mente, la cual es capaz de construir el orden por un proceso sistemático de eliminación y selección. Una y otra vez, el plan imaginativo sobre el que se intenta construir ese orden se viene abajo y entonces hay que intentar otro… Esa capacidad de visión y de fe en el éxito final son indispensables…

—¿Entonces debo confiar en mis intuiciones? —Bacon parecía perplejo—. En este proceso de intentar y rectificar, ¿debo hacer que prevalezca mi fe?

—La ciencia es incapaz de resolver por sí sola el misterio último de la naturaleza. Y ello se debe a que nosotros mismos formamos parte de esa naturaleza, y por tanto del misterio que estamos intentando resolver —Planck carraspeó, pero de inmediato continuó con sus ideas—: también la música y el arte son, en cierta medida, intentos de comprender o al menos de expresar este misterio. En mi opinión, cuanto más progresamos en estos campos, tanto más nos ponemos en armonía con la naturaleza. Y éste es uno de los grandes servicios que la ciencia nos presta.

Bacon meditó unos segundos antes de replicar. Su mente se regodeaba con las posibles consecuencias de las explicaciones de Planck. Yo, en tanto, seguía tomando notas.

—La naturaleza siempre va a seguir asombrándonos —dijo—. La ciencia nos ayuda a comprenderla, pero a veces no es suficiente. Siempre hay algo que se nos escapa…

—Sí —afirmó Planck, implacable—. Una y otra vez nos enfrentamos a lo irracional. De otra forma no podríamos tener fe. Y, si no tuviéramos fe, la vida se convertiría en una carga insoportable. No tendríamos música, ni arte, ni capacidad de asombro. Y tampoco tendríamos ciencia: no sólo porque perdería así su principal atractivo para quienes la cultivamos (es decir, la búsqueda de lo incognoscible), sino también porque habría perdido su piedra angular: la percepción de la vida como una realidad externa por medio de la conciencia.

—Los misterios están ahí para que nosotros los resolvamos. Para darle sentido a nuestra existencia…

—Como decía mi viejo amigo Einstein, nadie podría ser científico si no supiera que el mundo realmente existe, pero ese conocimiento no se deriva de ningún tipo de razonamiento. Es una percepción directa y por tanto de naturaleza semejante a la de la fe. Es una fe metafísica…

—Trataré de explicarme —intervino Bacon—: yo
creo
que hay algo en este mundo que debe ser investigado, un misterio que debe ser resuelto. ¿Es suficiente?

—Si se satisfacen las reglas del método, sí. Si usted tiene fe en que una región del mundo debe ser investigada, utilice esa fe para dirigirse a ella. A lo mejor tropieza y no encuentra nada, pero no será la primera vez que esto le ocurra a un hombre de ciencia. Si sigue creyendo que hay algo oscuro, comience de nuevo, desde otra perspectiva… A la larga, todos los grandes descubrimientos han surgido de esta manera.

Planck parecía agotado pero satisfecho. Quizás sólo estaba deseando que alguien dejase de compadecerlo y, en cambio, le plantease problemas realmente interesantes.

—Ahora dígame —añadió Planck—, ¿cuál es ese hecho en el que usted tiene fe? ¿Qué persigue?

Bacon palideció, como si revelar el motivo de nuestra visita le restase nivel a la discusión teórica previa. Se volvió a mirarme para obtener mi apoyo; yo me limité a hacerle una leve inclinación de cabeza.

—Klingsor.

Se hizo un silencio ominoso, oscuro, inmensurable. Habíamos llegado adonde queríamos, aun cuando no pensé que Frank fuese a plantear la cuestión tan abruptamente.

—No lo comprendo.

—¿Sabe usted quién era, o es, un hombre que respondía al apelativo de Klingsor? —nuestro interlocutor guardó silencio—. Éste es el centro de mis sospechas, profesor. Yo
creo
que detrás de este nombre se oculta un misterio, algo grave que debo resolver. Y espero que usted pueda ayudarme a hacerlo.

Planck estaba lívido. Un ataque de tos interrumpió el hilo de la conversación.

—¡Adelaide! —gritó—. La medicina, por favor.

El ama de llaves regresó con una pequeña botella y una cuchara. Sirvió unas gotas en ella y la llevó directamente a la boca del profesor. Antes de volver a salir de la habitación, nos dirigió una mirada de recelo.

—Lo siento, no he estado muy bien en estos últimos días —tosió Planck—. Me temo que tendremos que continuar nuestra charla en otra ocasión. Les suplico que me perdonen.

—Contésteme, por favor. ¿Sabe usted quién es Klingsor?

Planck lo pensó un momento.

—Tómelo con calma, profesor —intervine.

—Usted ha pronunciado un nombre terrible, caballero —la voz de Planck se volvió siniestra, como si viniese del fondo de una tumba—. Si no es estrictamente indispensable, no quisiera hablar de ello… ¡Ahí estaba! El viejo Planck confirmaba mis sospechas…

—Es muy importante —insistió el teniente.

En el rostro de Planck se dibujó una mueca de dolor.

—Me trae demasiados recuerdos penosos. Y, en el fondo, quizás no valga la pena…

—¿Por qué todo el mundo se niega, profesor?

—Ya he tratado de explicárselo al teniente —intervine yo—. Le he contado que se trataba de un rumor, solamente… Pero ha querido venir para que usted lo confirme…

Planck me dirigió una mirada incomprensible.

—Si el profesor… Links… le ha dicho cuanto sabe, ¿para qué me necesita a mí?

—El método científico, profesor. Necesito una confirmación.

—¿Una confirmación? ¿De qué?

—De que Klingsor existió, o existe…

Planck regresó a su silencio.

—¿Cómo puede probarse algo semejante, querido amigo? ¿Puede usted probarme su existencia? ¿Puedo estar seguro, de algún modo, del que usted está en esta habitación, frente a mí, importunándome con sus preguntas? ¿No será que estoy demasiado viejo y me persigue la demencia senil? ¿No me engañan los sentidos?

—Profesor…

—¿Cómo puedo yo demostrarle la existencia de alguien?

—Usted dijo antes…

—¡Antes, antes! —dos gruesas venas se hinchaban en la frente apergaminada del anciano como dos ríos a punto de reventar—. ¿Es que no me ha escuchado? ¡La fe, amigo mío! La fe es lo único que puede hacernos creer en la existencia de otro ser humano…

—¿Eso equivale a una afirmación?

—Yo no soy un oráculo, no proporciono certezas. Si usted está convencido de su hipótesis, ¡adelante! No seré yo quien se encargue de disuadirlo.

Ahora era Bacon quien no comprendía las palabras de Planck. Demasiado viejo, demasiado cansado… Quizás tenía razón y nunca debió participar en esta charla.

—Se lo preguntaré de otro modo: ¿usted cree que existió?

—Lo que yo crea no tiene la menor importancia. Lo que importa es que lo crea usted. ¿Cuál es su opinión?

—Supongo que sí.
Sí.

—Entonces no lo dude: búsquelo.

Las ambiguas palabras del viejo resonaron en nuestros oídos como una orden. Bacon comenzaba a sentirse angustiado.

—Dígame una cosa, profesor, ¿tiene alguna idea de quién es? ¿Podría ayudarnos de algún modo? Cualquier cosa que usted nos revele será valiosa. Aunque sean sólo suposiciones, aunque sean sólo sospechas…

—Eso es lo terrible, caballeros. Yo tengo mis propias ideas al respecto, pero ¿se imaginan cómo quedaría mi conciencia si me equivocase? Un desliz de parte de mi vieja memoria podría incriminar a un buen hombre, a un buen científico… No puedo correr el riesgo. No a estas alturas de mi vida, caballeros.

—No le pido que incrimine a nadie, sólo que nos proporcione una luz en medio de esta oscuridad. No un nombre, sino un rastro que podamos seguir.

—Si en verdad existió —era evidente que el anciano se resistía a pronunciar su nombre—, debió ser un científico de primer orden… Alguien familiarizado con la mecánica cuántica, la teoría de la relatividad, las partículas subatómicas, la fisión…

—¿Qué quiere decir, profesor?

—Era uno de nosotros —se lamentó Planck—. Nos conocía a la perfección. Vivía con nosotros… Y nos engañó a todos.

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