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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (29 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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La voz de Planck se quebró repentinamente, como si comprendiese que había dicho demasiado. Volvió a convulsionarse sin poder controlar la opresión que le aplastaba el pecho. Adelaide llegó corriendo hasta él y le ofreció un vaso de agua. El anciano lo bebió con dificultad.

—Debo pedirles que se marchen —nos dijo la mujer—. El profesor no se encuentra bien. Caballeros, por favor… Bacon se levantó de su asiento, pero insistió.

—¿Quién era, profesor? ¿Cuál era su nombre?

—Ya ha pasado —se disculpó Planck—. Nadie lo conocía por su nombre. Nadie lo vio desempeñar sus funciones. Puede ser cualquiera.

Cualquiera de nosotros…

—Caballeros —insistía Adelaide.

Bacon y yo nos dirigimos hacia la puerta.

—¿No puede decirme nada más?

—Usted es físico, ¿no es así? ¡Revise el método de sus contemperaneos! Klingsor es tan elusivo como los átomos… —la voz de Planck surgía de las paredes cavernosas de su pecho—. ¡Aprenda de sus predecesores! Ése es el mejor consejo que puedo darle. Y conserve la fe, amigo mío, sólo ella podrá salvarlo…

Las palabras de Planck continuaron resonando en nuestros oídos mucho después de salir de su casa. Aquella confesión no hacía sino confirmar mis sospechas, pero surtieron un efecto mucho más poderoso en la mente de Bacon. De pronto se había dado cuenta de que Klingsor no era una invención, sino una realidad tangible y peligrosa.

Mucho tiempo después, Bacon trataría de recordar qué le había llamado tanto la atención de la mujer con la que había tropezado la noche anterior. Por alguna razón, no conseguía apartarla de su cabeza. Simplemente, como un capricho, una decisión entre tantas, una moneda lanzada al aire, sentía la necesidad de conocerla.

Había oscurecido y la ciudad se le ofrecía como un lago pardo y solitario. Sus pasos no lo llevaban a ningún lado, lo hacían pasear en círculos, como si su intención fuese confundir el tiempo o escapar del laberinto que él mismo se estaba construyendo entre Klingsor, Planck y aquella chica. Para colmo, se acercaba el fin de año y, aunque hubiese dejado de creer en Dios —y se hubiese olvidado de esa fe que el físico alemán insistía en recordarle—, sentía cierta necesidad de purificarse.

Una fina nevisca comenzó a caer sobre los techos de Gotinga, y Bacon pensó que era hermoso que el cielo tuviese la intención, por una vez, de reflejar su propio estado de ánimo. Se subió las solapas del abrigo, tratando de protegerse del viento polar. Fue entonces cuando la vio. Si hubiese tomado otra ruta, si hubiese ido a la oficina en vez de vagabundear en el invierno, si se hubiese retrasado o adelantado unos minutos, si no hubiese viajado a Europa, si no hubiese trabajado en Princeton, si no hubiese estudiado física…, no la hubiese encontrado ahí, frente a él, en aquel preciso instante. De pronto le pareció que cada una de sus decisiones previas le conducía hacia ella.

Aunque era una calle estrecha y tenebrosa, Bacon reconoció la figura desgarbada de Irene como quien encuentra algo que siempre le ha pertenecido. Llevaba un vestido con flores y un abrigo algo raído y permanecía en medio de la calle, contemplando la nieve, ajena al frío o al tamaño de su desesperanza. Miraba hacia arriba, y Frank imaginó que las estrellas tachonaban su iris como una diminuta lluvia blanca… El viento helado parecía no importarle, como una estatua acostumbrada a las inclemencias y al desinterés de los paseantes. Llevaba las manos entrelazadas, pero apenas temblaba. De pronto comenzó a rebuscar en los bolsillos hasta que sacó un cigarrillo arrugado y roto. Se lo colocó entre los labios, partidos por el hielo, y se dio a la tarea de encenderlo con una cerilla. De haber sido otro el paisaje, bien podría haberse creído que trataba de enhebrar un hilo en una aguja. El cielo dejó de importarle y se concentró en esta labor como si en ella le fuese la vida. Sus finas manos trataban de proteger el fuego pero, en cuanto conseguía encenderlo, éste se apagaba de inmediato.

Bacon vio cómo una débil llama resistía con tenacidad las corrientes de aire. Irene sonrió. En medio de la vivacidad de los colores que iban del azul al amarillo tenue, pasando por el rojo y el naranja, ella había encontrado su propio destino. Bacon creyó descubrir en aquel gesto de satisfacción muchos años de penurias, muchas horas al lado de Johann, enfermo o asustado, infinitos días grises como aquél, incontables noches vacías… En ese breve milagro —la materia que se convertía en energía— parecía resumirse una existencia sosegada y, sin embargo, altiva. De nuevo, Bacon sintió que así como la cerilla necesitaba el cuidado de aquellas manos limpias, el cuerpo de aquella mujer necesitaba
su
protección. ¿Cuánto dolor cabía en el regazo de Irene, cuántas lágrimas, cuánto desconsuelo? ¿Y no era acaso ese acto insensato de conservar el fuego en medio del frío un trasunto de la voluntad humana de sobrevivir y perdurar —la misma que había advertido en Planck—, de vencer la adversidad y crear, a partir de la nada, el cosmos? Bacon se le acercó en silencio, cuidándose de no asustarla, como si ella fuese un ave que arrastra un ala rota: no quería dejarla escapar. No le costó trabajo disimular su presencia entre las tinieblas; casi podía oler la piel fresca y curtida de la joven, sentir su aliento a vino espeso. Ahora le pareció más hermosa y menos vulnerable.

—¿Qué mira? —le dijo ella a modo de saludo.

Sus ojos. Eran los mismos ojos de la noche anterior y, no obstante, Bacon los encontraba transfigurados, convertidos en brasas ardiendo, más intensos que cualquier llama imaginable. Por eso había encendido el cigarrillo: tenía nostalgia de su origen ígneo.

—A usted —respondió—. ¿Puedo preguntarle qué hace aquí, en medio de la calle, con este frío?

—Pues ya lo ha hecho —en su tono había cierto desparpajo, una ira contenida hacia cualquier cosa que la perturbase.

—¿No piensa contestarme?

—Le esperaba a usted.

—¿A mí?

Irene rió. Le estaba gastando una broma. Luego procedió a darle una buena bocanada al cigarrillo, que parecía a punto de desintegrarse entre sus dedos.

—¿En verdad tiene tanto frío? —dijo ella.

—Me congelo.

—Entonces le vendrá bien una taza de té.

Ambos se precipitaron al interior del edificio y subieron la larga escalera.

—No haga ruido —lo previno antes de entrar—. Johann está durmiendo.

A Bacon, la habitación le pareció más amplia que antes y, desde luego, más confortable que la suya. No obstante, el techo, altísimo, al igual que la parte superior de los muros, también estaba lleno de los caprichosos iconos que la humedad y los hongos habían ido dibujando a lo largo de los años. El centro del salón estaba ocupado por una larga mesa; junto a ella había un armario casi tan alto como la habitación y, al fondo, un lavabo y un fogón que hacían las veces de cocina. Dos puertas conducían, respectivamente, al baño y a la habitación en la que dormía el pequeño.

—Johann me deja muy pocos momentos de descanso —dijo Irene mientras ponía a calentar una vieja olla en el fogón. Del armario sacó una bolsita con hojas secas y la introdujo en el recipiente.

Ahora Bacon no pensaba que ella fuese un ave desvalida, sino más bien una especie de ardilla que almacena toda clase de objetos inservibles. Entonces comenzó a escucharse el llanto de Johann.

—Lo he despertado.

—No, sólo tiene hambre —explicó Irene—. Siempre tiene hambre.

La mujer se dirigió a la otra habitación y regresó con el pequeño Johann en brazos. Calentó un poco de leche en el fogón y se apresuró a darle un biberón al pequeño.

—¿Podría ver si el té está listo?

Un poco turbado, Bacon asintió. Sirvió el agua en dos tazas y procedió a colocarlas sobre la mesa.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Bacon para romper un silencio que se le hacía interminable.

—¿Años? —rió ella—. Se ve que usted no sabe nada de niños. Ocho meses apenas.

Bacon sentía una repulsión ancestral hacia los niños pequeños, era incapaz de comprenderlos: la diminuta perfección de sus miembros le parecía una forma de monstruosidad y no un milagro. Una vez satisfecho, Johann eructó y se quedó tranquilamente dormido entre los brazos de su madre. Irene se levantó para devolverlo a la diminuta celda en que vivía.

—¿A qué se dedicaba usted? Antes de la guerra, me refiero —dijo ella cuando regresó, dando un sorbo al té—. Me ha quedado horrible, ¿verdad?

—Está bien —contestó Bacon.

—¿Entonces?

—Estudié física.

—¿Física? —los ojos de Irene brillaron unos segundos—. Nunca había conocido a un científico. ¿Por eso lo han destinado a Gotinga?

—Supongo que sí. Y usted, ¿de dónde es?

—Siempre viví en Berlín, aunque nací en Dresde. ¿Ha estado ahí?

—Temo que no.

—Pues lo felicito —dijo ella, sin sarcasmo—. Porque Dresde ya no existe, ¿sabe? Los bombardeos no dejaron piedra sobre piedra. Y ahora están los rusos.

—Todo esto ha sido terrible —repuso Bacon, a modo de disculpa.

—Era la ciudad más bella de Alemania. El Zwingler, ¿sabe? Un palacio magnífico, y la ópera, y la catedral… Pero supongo que lo merecíamos. No fuimos lo suficientemente buenos como para tener algo así.

—¿Y usted? —Frank trató de cambiar el tema.

—¿Yo?

—¿A qué se dedicaba?

—¿Antes de la guerra? Nada tan impresionante —en su voz no había nostalgia alguna—. Trabajaba como maestra en una escuela elemental. Y ahora, fíjese usted, en una fábrica…

—¿Y el padre de Johann?

—Prefiero no hablar de eso. Otro día se lo contaré. ¿Más té?

—No, gracias. Debo marcharme. Mañana he de levantarme temprano.

—Le agradezco su compañía —dijo ella, y le extendió la mano.

—¿Alguna nueva idea, profesor Links?

Con estas palabras me saludó Bacon cuando me reuní con él para continuar analizando las palabras de Planck.

—He estado pensando en una de las frases que nos dijo Planck: «Klingsor es tan elusivo como los átomos» —le respondí—. No creo que sea una mera
boutade
. Más bien pienso que se trata de una clave…

—¿A qué se refiere?

—Recuerde lo que nos dijo el viejo. La idea de que existían partículas elementales de las cuales estaban formadas todas las cosas es casi tan antigua como la humanidad. Se remonta, al menos, a la Grecia clásica. Y, sin embargo, los físicos sólo pudieron comprobar su existencia hace unos años. ¡El modelo atómico de Rutherford es de principios de siglo! —exclamé.

—¿Adónde quiere llegar?

—Planck ha querido señalarnos el camino, teniente. ¡Nos está alentando a continuar! Ahora Klingsor sólo es un nombre para nosotros, pero está en nuestras manos probar su existencia y convertirlo en un ser de carne y hueso, como hicieron Thompson, Rutherford y Bohr con el átomo… No sé si podemos generalizar algo así, pero al menos en el pasado el procedimiento funcionó…

—Un mapa —se entusiasmó Bacon—. Lo que tenemos que hacer es diseñar un mapa en cuyo centro estará Klingsor. Como en el modelo atómico de Rutherford, sí. Ahora lo comprendo… Muy bien. Pensemos, ¿cuáles son las partículas que nosotros debemos estudiar? ¿Cuáles, las rutas que debemos seguir para llegar a esa elusiva meta que se llama Klingsor?

—Los físicos y matemáticos alemanes y sus trabajos. Habrá que trazar un esquema que los interrelacione, que muestre su actividad, que esclarezca sus lazos comunes, que desvele sus relaciones con el poder nazi.

—De acuerdo, empecemos a trabajar en ello —exclamó Bacon. Me detuve a meditar unos momentos.

—¿Qué le parece si comenzamos con el personaje más obvio? —le dije, sabiendo que atraería su atención—. Estoy pensando en un físico de primer nivel, Premio Nobel, que apoyó a Hitler desde el principio, cuando éste no era más que un pobre conspirador austriaco encarcelado en Munich: Johannes Stark.

—Sería, como usted ha dicho,
demasiado
obvio… ¿El feroz enemigo de Einstein y de Heisenberg?

—Piénselo: un hombre poderoso en la Alemania nazi, un antisemita pertinaz, un miembro del Partido desde los años veinte.

—Es la primera persona de la que uno sospecharía. ¿No le parece que ésa es una razón suficiente para descartarlo?

—¿Así, sin probar siquiera? —lo amonesté—. ¿Qué clase de científico es usted que se niega a llevar a cabo un experimento sólo porque las conclusiones le parecen evidentes? ¿Es que va a conformarse con un «experimento mental»? Si Stark es inocente, será fácil que nos demos cuenta de ello. Usted me preguntó por quién empezar, y yo le doy una respuesta lógica. Teniente, creo que no ha acabado de comprenderme. Yo no estoy sugiriendo que Stark
necesariamente
sea Klingsor; pero

estoy absolutamente seguro de que alguien como Stark debió mantener algún tipo de relación con él… Sus actividades, su cercanía con Hitler, su posición privilegiada en la ciencia del Reich, todo lleva a suponer que sus caminos debieron cruzarse no una, sino muchas veces… Quizás Stark sea sólo un punto de referencia que a la larga nos conduzca hacia Klingsor. Piénselo como una especie de hipótesis de trabajo.

Bacon se quedó meditando unos segundos que se me hicieron interminables. ¿Es que no quería seguir mis intuiciones? ¿No me había llamado para que lo aconsejara, para que dirigiera su camino?

—Haré que traigan su expediente —asintió.

Cuando los últimos rayos de luz intentaban atravesar, sin éxito, la bruma que precedía a la puesta del sol, Bacon se encontraba ya frente a la única meta que le importaba alcanzar en este momento además de Klingsor: los envejecidos muros que lo separaban de Irene. Corrió hacia ella, como si cada minuto lejos fuese una eternidad. Respiraba agitadamente; hubo de esperar un instante para recobrar el aliento antes de atreverse a llamar a la puerta. Irene lo recibió con una especie de casaca negra y un chal sobre los hombros. Ni siquiera parecía sorprendida.

—Pase —le dijo con un tono que a Bacon le parecía entusiasta—. Té, ¿verdad?

—Gracias.

Frank comenzaba a integrar la rutina que siempre mantiene unidas a las personas: se quitó el abrigo, inspeccionó la habitación, se acercó a Irene, miró sus ojos oscuros y su cabello rubio, recién lavado. Aspiró el perfume que desprendía su cuerpo. Ella le extendió la taza caliente y ambos se sentaron muy cerca uno del otro.

—¿Y Johann?

—Esta tarde lo he llevado con su abuela. Bacon sonrió.

—Quizás podríamos salir un poco —propuso ella con timidez—. Son pocas las veces que tengo una noche libre.

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