En busca de Klingsor (30 page)

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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

BOOK: En busca de Klingsor
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—Vamos —exclamó Bacon, tomando su abrigo de nuevo. Ella corrió a peinarse y, como un niño al que se ha prometido ir a la feria, se colgó del brazo del teniente. Afuera había oscurecido pero la tarde no era especialmente fría. La nieve sucia se apilaba en los bordes de las aceras y en las hojas de los árboles, convertida en una excrecencia de la ciudad. Arriba, el cielo se abría, alto y majestuoso, con una pequeña rendija oblonga que dejaba entrever una parte de la luna.

—Murió en la guerra.

—¿Cómo dice?

—El padre de Johann —explicó Irene.

—Lo siento. .

En la mirada de Irene había un brillo nuevo, una fuerza juvenil que hacía difícil pensar que fuese madre de un niño. Continuaron caminando hasta llegar a una pequeña taberna.

—No se preocupe —explicó ella—. Cuando pasó realmente ya estábamos muy alejados. No quiero decir que no lo lamento, sólo que no le echo de menos…

Se sentaron al fondo del salón. Hacía un calor intenso y benéfico.

—Sí —dijo Bacon—. A veces la rutina es el fin del amor.

—¿Qué quiere decir?

—Pienso que el amor por una persona empieza a acabarse cuando sabemos, sin asomo de dudas, cómo va a comportarse con nosotros, cuando estamos seguros de que nos ama y nos seguirá amando…

—Eso es terrible —Irene hizo una pausa para pedir dos vasos de vino caliente.

—Quizás me he explicado mal —Bacon improvisaba—. Lo que digo es que, cuando conocemos a una persona, tarde o temprano terminamos por adivinar cuáles van a ser sus reacciones. No digo que el amor sea necesariamente aburrido, sólo que es inevitablemente previsible… El amor es un largo camino de búsqueda pero, cuando finalmente llegamos a la meta, resulta un tanto decepcionante. Si uno quiere algo con desesperación, lo peor que le puede ocurrir es obtenerlo rápidamente…

Irene hizo un gesto de molestia.

—Yo no creo que el amor sea una carrera de caballos —la joven taciturna se había vuelto repentinamente elocuente—. ¿Y si la función del amor fuera convertir un instante aburrido e insignificante en algo lleno de vida? , .

—Creo que estamos diciendo cosas parecidas, aunque desde puntos de vista contrarios —añadió Frank, tomando un sorbo de vino—. Si yo amo a una mujer, quiero que sea distinta cada día.

—Menudo problema —ironizó ella—. Entonces usted necesita a una actriz o a una escapista. O, peor aún, a una esquizofrénica.

—No se burle de mí…

—Disculpe que se lo diga, pero creo que usted nunca ha amado verdaderamente a nadie —las mejillas de la joven se llenaron con un rubor intenso, solar—. Lo que usted quiere es que cada mujer sea un harén. Eso es imposible. Cuando uno ama a alguien, no quiere que cambie. O ambos quieren cambiar juntos.

A Bacon el alcohol empezaba a subírsele a la cabeza; le encantaba que aquella mujer lo contradijese con tanta energía. Ni siquiera estaba seguro de sus palabras, pero sólo por escuchar aquella vehemencia estaba dispuesto a defenderse hasta el final.

—Me ha gustado su imagen del harén, pero creo que me ha malinterpretado. Yo no quiero una mujer distinta cada noche, sino una Sherezada capaz de inventarse una historia distinta cada vez.
Las mil y una noches
es una metáfora perfecta. Cuando Sherezada es incapaz de inventar una nueva historia (una nueva versión de su amor por el sultán), éste no tiene más remedio que enviarla al verdugo. No se trata de un acto de crueldad, sino de un imperativo del juego que ambos han aceptado jugar. Un imperativo del juego del amor. La moraleja es la siguiente: si ya no hay nuevas maneras de revivir el amor, es mejor que éste muera.

—Es usted insoportablemente machista.

—Se equivoca: mis opiniones valen tanto para los hombres como para las mujeres —Bacon trataba de que los movimientos de su cuerpo se sincronizasen con los de Irene; miraba fijamente sus pupilas, como si quisiese perforarlas—. El sultán y Sherezada intercambian papeles a cada momento.

—¿Y si una no tiene la imaginación que se requiere para satisfacerlo? —a pesar de su aparente humildad, Bacon descubrió una terrible arrogancia en esta pregunta de Irene.

—No es cuestión de imaginación, sino de voluntad. Yo no pido que mi compañera me cuente novelas o me escriba poemas, sino que acepte la pluralidad que hay en cada uno de nosotros y la lleve hasta sus últimas consecuencias. No se trata de fingir o de actuar, sino de transformar el amor de modo que cada día se renueve, una pizca de incertidumbre no hace mal a nadie, Irene.

Era la primera vez que la llamaba por su nombre. Sintió que un ritmo dulce acompañaba sus sílabas cuando lo pronunciaba.

—A mí me parece que usted no tiene el valor de reconocer que quiere a muchas mujeres —Irene hacía lo posible por pillarlo—. No es nada tan malo. Quizás usted no busca amor, sino simple diversidad.

—Me duele que se le ocurra algo semejante. Estamos hablando de amor… Yo no pido cuerpos o caracteres distintos, no soy una especie de don Juan monógamo, lo único que no quiero, que no estoy dispuesto a aceptar, es a una mujer que me ame (o diga amarme) pero que, una vez que me tiene, no esté dispuesta a transformarse. Detesto a quien se conforma y, en especial, al amante que cree haber hallado el amor y entonces simplemente se dispone a disfrutarlo como si fuese eterno. Uno siempre debe seguir buscando…

—¿Y qué le garantiza que esa búsqueda interminable no lo lleve al desamor? ¿O le haga darse cuenta de que en realidad no ama, o de que ama a otro?

Bacon reflexionó un segundo.

—Vale la pena correr el riesgo. Es doloroso, pero a veces el amor se acaba o se consume precisamente porque los involucrados en él no han sido capaces de seguirlo buscando, como al principio. Sólo cuando uno tiene algo (en el sentido de ser su propietario, su dueño) puede
perderlo
.

—Eso es espantoso —se escandalizó Irene—. ¿Quién nos puede asegurar, así, que quien nos ama no nos está engañando o que nosotros no engañamos a quien creemos amar?

—¡Nadie! —la voz de Bacon se elevó como un grito—. Esto es lo más importante. Confiamos en el otro y, más todavía, en nuestra propia intuición. Todo se esconde en la
confianza
. ¿Qué es la confianza sino la posibilidad de creer en el otro, aunque sin tener la certeza de que nos diga la verdad? De cualquier modo, siempre ocurre así. Hay que ser realistas, Irene: nunca podemos estar completamente seguros de los demás.
Nunca
.

—Me parece horrible. Suena como si el amor sólo fuese un juego entre dos personas. Cada una trata de sacar ventaja de la otra y a la inversa.

—Una definición perfecta. Sólo que el del amor es un juego en el cual, a la larga, no hay vencedores ni vencidos. Lo único que puede ocurrir es que uno decida no jugar más, y entonces todo se acaba.

—¿Y cómo podemos saber si el otro sigue interesado en jugar?

—No es difícil, Irene. Hay signos por todas partes. Cientos de pruebas que nos invitan a que las interpretemos. Actos externos que debemos asociar a su correspondiente carga afectiva —Bacon tomó una servilleta y se la llevó a los labios—. Una carta de amor, una conversación, un flirteo, una cita, una venganza, un ataque de celos: cada uno de estos actos no es distinto del movimiento de los peones o los caballos en el ajedrez. Yo digo: «Te amo». Tú respondes: «Pues yo no». Y así, en adelante, hasta que llegamos a convencernos de que, detrás de todas estas combinaciones, la otra persona siente por nosotros un amplio conjunto de sensaciones que podemos identificar, por comodidad, con la palabra «amor». Los buenos amantes no son más que buenos lectores: hombres y mujeres con la experiencia necesaria para descifrar los mensajes en clave que les envían los demás.

—Usted insiste en ver el amor como una competencia. Yo siempre creí que se trataba de algo espontáneo…

—Su idealismo no es ajeno a mi teoría —replicó Bacon, cortés—.

Pero no tiene que ver con la estrategia que seguimos para amar, Irene. Para demostrar nuestro amor. Para requerir amor. Para quejarnos del amor. Para querer más amor. Para alejarnos del amor. Para recobrar el amor.

Bacon sabía que, en esta ocasión, había ganado la partida. Pero no quería dejar a Irene con las manos abiertas. Antes de dejarla ante la puerta de su apartamento, la abrazó durante minutos que le parecían siglos.

LAS CAUSAS DEL DESALIENTO

Berlín, mayo de 1937

Era una calurosa tarde de domingo, como tantas otras, y habíamos ido a pasear por las cercanías del Wannsee. Caminábamos alrededor del lago, contemplando la inestable consistencia de los árboles dibujados por las olas, sumidos en un silencio cuya complicidad se había roto hacía varios meses. Marianne estaba enfadada conmigo porque le había prohibido visitar a Natalia desde que Heinrich nos anunció que se había sumado al ejército, y no dejaba pasar una sola ocasión para reprochármelo.

—Siempre ha sido mi amiga, no puedo imaginarme el resto de mi vida sin ella.

Yo me limitaba a decirle que lo lamentaba, nada más.

—Su esposo también fue amigo mío, pero las actuales circunstancias me impiden cualquier contacto con él. Ha sido su culpa, no la mía.

Marianne no entendía razones, hasta el punto de convertir esta circunstancia en el centro de nuestras charlas.

—Me casé contigo —le replicaba yo, enfadado—, no con ellos. Para vengarse de mí, por las noches ni siquiera me permitía abrazarla: su enojo se prolongaba aun en sueños, en los cuales repetía el nombre de su amiga como si se tratase de un conjuro. Desde luego, éste no era el primer problema que teníamos, pero se convirtió en uno de los más recurrentes.

El sol le arrancaba a Marianne leves perlas de sudor que rodaban por sus mejillas y por la parte posterior de su cuello. La verdad era que seguía siendo hermosa, aunque entonces no me diese cuenta. Llevaba un vestido blanco, entallado, y una pequeña gorra color malva. Como si se tratase del retrato de Dorian Gray, yo me entretenía mirando su reflejo en el agua, de modo que el estanque pudiese devolvérmela convertida en una bestia borrosa e impertinente.

—Ya lo he decidido, Gustav.

—¿Qué? —me esforzaba en hacerla rabiar.

—Lo sabes perfectamente.

—Te lo he prohibido.

—Es mi amiga, no la tuya.

—La mujer de un enemigo mío, y por tanto también tuyo. Continuamos andando unos momentos más.

—Regresemos.

—Será lo mejor —dije.

Enfilamos hacia la Bismarckstrasse, listos para emprender el regreso a Berlín. El silencio nos pesaba como si estuviésemos en el interior de un mausoleo. Nos detuvimos frente a la tumba de Heinrich von Kleist. La coincidencia entre los nombres era ominosa: en 1811, después de varios intentos previos, y de cantarle a la muerte en sus piezas y relatos, Kleist se quitó la vida al lado de su amada, una mujer que sufría de una enfermedad terminal y con la cual él había establecido un pacto suicida.

—Ya que no me permites visitarla, la he invitado a tomar el té. De pronto, no tuve ganas de contradecirla. Hasta para la oposición sistemática se necesita una energía que yo había comenzado a perder con Marianne.

—Haz lo que quieras.

—Ya lo he hecho —dijo, pero yo sabía que estaba tan sorprendida como yo.

—Me da igual. Nunca me obedeces.

—Nunca.

—Nunca.

¿Cuánto tiempo hacía que no veía a Natalia? El mismo que a Heini: cerca de dos años. De algún modo, la idea de encontrarla en mi casa, al lado de mi esposa, no me resultaba desagradable.

—La he citado mañana a las cinco, por si quieres marcharte.

—También es mi casa, ¿no? Tengo derecho a estar a la hora que me plazca.

—Lo decía por si te incomoda su presencia.

—Me incomoda que defienda a un nazi, Marianne. ¿Es que no te das cuenta? Nos ha traicionado a todos.

—No sé quién traiciona a quién, Gustav.

—¿Qué insinúas?

—Algunos nazis son menos perversos que sus detractores. A veces ocurre.

—No digas tonterías.

—Al tratar así a tus amigos, te conviertes en algo peor que un nazi.

—No hay nada peor que un nazi, Marianne.

—Claro que sí, Gustav. Te lo puedo asegurar.

JOHANNES STARK, O DE LA INFAMIA

Gotinga, enero de 1947

De nuevo, el teniente Bacon comenzó a leer en voz alta:

I
NFORME
650-F

S
TARK
, J
OHANNES

A
LSOS

110744

Se le considera el prototipo del científico nazi. Fue uno de los principales impulsores de la
Deutsche Physik
, creada para oponerse a la «ciencia degenerada» que practicaban Einstein y otros físicos judíos. Su primer nombramiento como profesor ordinario lo obtuvo en la Universidad de Aachen en 1909. Más o menos desde esa época se sabe de una agria confrontación con Arnold Sommerfeld, catedrático de la Universidad de Munich, uno de los defensores de la teoría cuántica. El problema entre los dos hombres se volvió aún más grave cuando la cátedra de Física de la Universidad de Gotinga, que Stark siempre había anhelado, fue entregada al físico holandés Pieter Debye, uno de los alumnos de Sommerfeld. Furioso, Stark declaró que había sido una conspiración provocada por el «círculo judío y prosemita» encabezado por su «gerente general», Arnold Sommerfeld.

"En 1917, Stark se trasladó a la pequeña Universidad de Greifswaid, donde recibió la noticia de la derrota alemana en la guerra. Este hecho exacerbó su nacionalismo, e incluso llegó a aceptar las sugerencias de muchos de sus amigos para emprender una campaña contra los socialistas que habían comenzado a ganar terreno en la vida política local.

"En 1920, obtuvo el Premio Nobel por su descubrimiento del llamado «efecto Stark», la bifurcación de las líneas espectrales producida por un campo eléctrico, y fue llamado a trabajar en la Universidad de Würzburg, en Baviera. En abril de ese mismo año, fundó la Comunidad Profesional Alemana de Físicos Universitarios, que trataba de oponerse a la más liberal Sociedad Física Alemana, encabezada por los físicos de Berlín, más cosmopolitas y teóricos, y que, en opinión de Stark, discriminaban a quienes trabajaban en las universidades de provincia. Los esfuerzos de Stark para reunir a sus colegas bajo su liderazgo no tuvieron éxito; la Sociedad Física Alemana decidió elegir como nuevo presidente a uno de los antiguos miembros del grupo de Stark, Wilheim Wien, con lo cual la fuerza de su asociación terminó por diluirse.

Antes que Stark, otro notable físico alemán, el Premio Nobel Philipp Lenard, catedrático de Heidelberg, se había lanzado ya contra la «ciencia judía». En 1922, Lenard publicó un manifiesto en el que pedía que se llevase a cabo más «física aria», acusando a los científicos alemanes de traicionar su herencia racial.

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