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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (32 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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—Qué patético. Yo pienso lo contrario. Las mujeres son las fuerzas que no tienen otra opción que oponerse al campo gravitatorio al que los hombres quieren someterlas.

Bacon se sentía fascinado con la idea de que ella fuese mayor que él. Se acercó a besarla. Irene lo recibió entre sus brazos como si verdaderamente fuese una madre. Le acarició el cabello y las mejillas. Le dio dos besos en la frente, como hubiera hecho con Johann. Le cantó una canción de cuna y sonrió con los gestos de Frank. Y, por fin, le dejó probar el sabor de sus pezones.

—Tengo una buena noticia —le dije a Bacon, orgulloso.

Él parecía distante, apartado del mundo. Al menos en aquellos instantes, Klingsor parecía haber dejado de ser una de sus prioridades.

—¿Ha estado enamorado, Gustav?

Me sorprendió aquella pregunta. No venía al caso y, además, ¿qué podía importarle?

—Supongo que todos lo hemos estado alguna vez —traté de volver al tema.

—El amor, Gustav. Nos educan para creer que es lo más importante del mundo. Desde el Nuevo Testamento tenemos un Dios que nos ama. Amaos los unos a los otros. Y luego nos llenan con novelas y poemas, seriales radiofónicos y películas. Relaciones amorosas dondequiera que volvamos la vista. ¿No le parece sorprendente? La unión de dos personas es el motivo fundamental de nuestra cultura.

—Tonterías —repliqué—. Usted lo ha dicho: nos educan para que pensemos así, aunque en el fondo sepamos que es falso. El amor es una mentira. Al final todos terminamos sabiéndolo.

—¿Habla por experiencia?

—Nos ha pasado a todos, teniente. Todos nos enamoramos y sólo al final nos damos cuenta de que hemos sido engañados. Por desgracia, casi siempre es demasiado tarde para arrepentimos.

—Yo pensaba como usted, Gustav. Sobre todo a partir de la guerra.

—¿Ya no?

—No lo sé. A veces quiero pensar que el amor sí importa. Se trata de algo tan irracional, tan equívoco, que sólo existe porque nos obstinamos en creer en él.

—Como la religión.

—Como la religión. O como la ciencia.

—¿Está usted enamorado, teniente?

—Yo pregunté primero.

—De acuerdo, qué quiere saber.

—¿Cómo se llamaba?

—¿Quién?

—La mujer de la que estaba enamorado. O las mujeres, en su caso.

—Mi esposa se llamaba Marianne —respondí.

—¿Y estaba enamorado de ella?

—La amaba.

—No le he preguntado eso.

—Era mi mujer.

—Pero habría alguien más…

—No, no había nadie más.

—No sé por qué razón advierto cierta incomodidad por su parte, Gustav. ¿Qué pasó con Marianne?

—Murió al final de la guerra.

—Lo siento —Bacon se avergonzó—. No era mi intención…

—No se preocupe, ya lo he superado. Ahora dígame, ¿usted está enamorado?

—Aún no lo sé.

—¿Cómo se llama?

—Irene —exclamó Frank, arrobado.

—Tenga cuidado —le dije—. ¿Alemana?

—De Dresde.

—Peor aún. Yo que usted me andaría con cuidado. El amor es sólo un anzuelo que ellas lanzan para hacernos cumplir su voluntad.

—Lo sé —rió Bacon—. Pero si no fuese así, no merecería la pena intentarlo. Todo juego entraña sus riesgos. Y, en el juego del amor, quien se enamora primero siempre lleva la peor parte.

—¿Puedo preguntarle cómo la conoció, Frank?

—Es mi vecina.

—Su vecina —repetí—. ¿Acaba de conocerla y ya se pregunta si la quiere?

—Dejémoslo, pues. Mejor dígame cuál es la buena noticia, Gustav. Estoy ansioso.

—Max von Laue nos recibirá hoy mismo para discutir el caso Stark.

Sólo unas horas más tarde nos encontrábamos ya frente al viejo físico.

—Tras el nombramiento de Hitler como Canciller, Stark y Lenard estaban exultantes —empezó a decirnos von Laue—, parecía que por fin había llegado su tiempo. En una carta de felicitaciones al nuevo ministro nazi del Interior, Wilheim Frick, Stark le dijo que tanto él como Lenard, estaban dispuestos a ponerse de inmediato al servicio del Reich. Lenard incluso se entrevistó directamente con Hitler.

Max von Laue era un hombre alto y puntilloso, semejante al granito. Tenía una mirada fría y dura, apenas suavizada por sus rasgos equilibrados y severos. Su bigote, sus cejas y su cabello eran de un color cenizo y majestuoso: no cabía duda de que pertenecía a la estirpe de la antigua nobleza germana. Sin embargo, Von Laue había sido una
rara avis
entre los físicos alemanes de su generación: nunca simpatizó con los nazis y fue uno de los pocos científicos que se opuso abiertamente a ellos hasta donde semejante cosa era posible sin poner en peligro la propia vida. Había obtenido el Premio Nobel en 1914, justo cuando estalló la Gran Guerra. Era amigo de Planck y había sido muy cercano a Einstein. Aunque no era uno de los físicos alemanes que colaboraban en el proyecto atómico alemán, había sido capturado por la misión
Alsos
como el resto de sus colegas y —de modo inexplicable para él— trasladado a Farm Hall como «prisionero de Su Majestad», si bien Bacon nunca había tenido oportunidad de encontrarse con él. Ahora, como la mayor parte de los científicos alemanes que vivían en la zona de ocupación inglesa, había sido trasladado a Gotinga, el nuevo núcleo de la ciencia alemana.

—Todos los puestos científicos importantes entraron en el punto de mira de estos dos buitres —continuó—: el Instituto Imperial Físico Técnico, la Fundación de Emergencia para la Ciencia Alemana y la Sociedad Kaiser Wilhelm. Durante la reunión de la Sociedad Alemana de Físicos celebrada en Würzburg, en 1933, Stark se comportó como un pequeño Führer, tratando de convertirse en un dictador para los físicos. Su idea era que un editor general de todas las revistas científicas del Reich debía autorizar cualquier publicación.

—Lo mismo que hacía Goebbels con la prensa —dije yo.

—Trataba de vengarse de todos nosotros por el aislamiento que sintió durante la República. Stark se empeñaba en decir que los científicos alemanes tendríamos, al fin, libertad para investigar pero, para la lógica de aquellos años, sus palabras significaban exactamente lo contrario. Yo no pude hacer otra cosa más que levantarme para decir lo que pensaba. «Usted quiere que se juzgue la teoría de la relatividad con la misma dureza con la cual la Iglesia Católica condenó a Galileo por defender el heliocentrismo de Copérnico», exclamé. «Pero, como dijo el físico italiano,
eppur si muove
…».

—Debió enfurecer —apuntó Bacon.

—No me importaba enfrentarme con él —añadió Von Laue, excitado—. Todo el mundo sabía que éramos enemigos, de modo que lo único digno que yo podía hacer era espetarle la verdad.

—¿Y cuál fue su reacción?

—La de siempre. Dijo que yo era un defensor de los judíos. En cualquier caso, mi protesta no sirvió de mucho. Stark consiguió su objetivo: en mayo de 1933 se convirtió en director del Instituto Imperial Físico Técnico, un cargo que había deseado toda su vida y que Hitler se encargó de entregarle. Stark transformó el Instituto en un partido nazi en miniatura. Los científicos que trabajaban en él tenían una jerarquía específica y debían responder ante sus superiores como soldados, sin cuestionar jamás la línea de mando. Tenía planes megalomaníacos. Quería que el Instituto se convirtiese en el centro de la investigación científica en Alemania, encargado de asesorar el desarrollo de la economía e incluso de la defensa del Reich. Sólo la escasez de recursos le impidió lograr sus fines. Pronto, los ministerios de Educación y de Defensa consideraron que sus objetivos eran poco claros y le negaron el presupuesto que solicitaba.

—¿Entonces perdió influencia?

—Poco a poco, todos comenzaron a darse cuenta de que lo único que Stark deseaba era aumentar su ego. Y, en el régimen nazi, eso era intolerable… Los políticos luchaban unos contra otros y no podían permitir que alguien acumulase tanto poder. Poco después, Stark fue propuesto para convertirse en miembro de la Academia de Ciencias de Prusia…

—Y usted se opuso de modo decidido —intervine.

—Pensé que sería terrible que un hombre como él fuese admitido en la Academia —dijo Von Laue, inflexible—. Intentaría convertirla en un títere más de los nazis, como había hecho con el Instituto Imperial. Pero Stark tenía enemigos más poderosos que yo, de modo que al final su candidatura resultó inviable.

—Usted lo venció —dijo Bacon.

—Digamos que en la Academia se creó el clima necesario para impedir su ingreso. Pero Stark no se dejó vencer tan fácilmente. En 1934, trató de convertirse en un personaje de importancia mundial cuando envió un largo artículo a la revista inglesa
Nature
, explicando las políticas científicas del Reich. Sus argumentos eran una burda combinación de infamias y mentiras. Insistía en que el nuevo régimen impulsaba la libertad científica que la República de Weimar había limitado…

—Cuidándose de atacar a los judíos…

—Por supuesto. Stark se limitó a repetir la excusa tradicional: Hitler no persigue a los científicos judíos, simplemente ha reformado el servicio civil para hacerlo más eficiente. Si los científicos judíos son despedidos es porque no merecen ocupar los puestos que tienen. A las irritadas cartas que llegaron a la redacción de
Nature
, Stark respondió con nuevas falsedades e injurias. Esta vez se atrevió a nombrar a los «defensores de la judería científica»: los profesores Planck y Sommerfeld y, desde luego, yo mismo.

—¿Cómo reaccionó usted ante semejantes ataques?

—Desvelando sus infundios, como de costumbre. Luego intentó un nuevo
coup d'efect
. A solicitud de un alto personaje del ministerio de Propaganda, trató de reunir las firmas de los doce premios Nobel arios en apoyo al Führer. La mayor parte respondimos negativamente.

—¿No temían las represalias, profesor?

—La política no debía mezclarse con la ciencia. Lo habíamos dicho mil veces. Ésta era nuestra única defensa. Stark tuvo que comunicarle su fracaso al propio Goebbels.

—De cualquier modo, Stark fue nombrado director de la Fundación Alemana para la Investigación, el nombre que se le dio a la antigua Fundación de Emergencia para la Ciencia en Alemania —me esforzaba en dirigir la conversación hacia un objetivo claro.

—Bernhard Rust, el ministro de Educación, había despedido al director anterior, Schmidt-Ott, y aceptó nombrar a Stark en su lugar por orden expresa de Hitler. ¿Sabe usted cuál fue la primera medida de Stark como presidente de la Fundación? Cancelar la mayor parte de los subsidios relacionados con proyectos de física teórica, cuyos recursos pasaron a ser entregados a los programas relacionados con objetivos militares.

—Aquí tengo un artículo de Lenard, aparecido en el
Völkische Beobachter
, el periódico del partido nazi, en el cual se congratula por el nombramiento de Stark —indiqué yo; luego, leí unas cuantas frases—: «Einstein ha dado el ejemplo más importante de la dañina influencia de los judíos sobre las ciencias naturales. Los teóricos activos en posiciones relevantes deberían haber vigilado este proceso con más cuidado. Ahora Hitler se encargará de hacerlo. El espectro se ha esfumado; los elementos extraños están abandonando voluntariamente las universidades e incluso el país.» —Luego, en un tono menos pomposo, añadí—: Poco después comenzó la lucha para ocupar el puesto que Arnold Sommerfeld estaba a punto de dejar en la Universidad de Munich.

—Sommerfeld detestaba a Stark casi tanto como yo. En 1934, Arnold anunció que pensaba jubilarse. El candidato obvio para ocupar la vacante era Heisenberg, uno de sus alumnos más brillantes, quien acababa de obtener el Premio Nobel. Pero, en cuanto se enteró de la noticia, Stark se mostró decidido a impedir su candidatura. A partir de ese momento, Heisenberg se convirtió en el chivo expiatorio de Stark.

—Pero ¿por qué se ensañó precisamente con él? —preguntó Bacon.

—A pesar de su reciente notoriedad, Heisenberg aún era joven. Y, además, no ocupaba ninguna posición importante en el medio académico. Era un profesor en Leipzig como cualquier otro. El blanco perfecto.

—Yo estaba en Leipzig en esa misma época —dije yo—. Recuerdo muy bien el ambiente opresivo que se encargaron de crear allí los nazis. Si mal no recuerdo, fue en un artículo en el
Das Schwarze Korps
, en el cual Stark llamó a Heisenberg «judío blanco».

—El artículo no era de Stark, sino de uno de sus seguidores, un estudiante de física llamado Willi Menzel —corrigió Von Laue—, pero era como si el propio Stark lo hubiese firmado. ¡Heisenberg judío! Se necesita mucha imaginación o mucha perversidad para expresar algo semejante. Espero que no me malinterpreten. Heisenberg era el prototipo del físico alemán, y no hablo de su religión o de su raza sino de su manera de encarar los problemas físicos. Como Stark no podía decir que era un mal físico, y tampoco podía dudar de la estirpe aria de Heisenberg, lo único que se le ocurrió fue decir que la ciencia que él (y muchos de nosotros) practicábamos, era «judía».

—¿Qué efectos tuvo este ataque, profesor?

—Stark era una serpiente. En esos momentos se sentía más poderoso que nunca. En 1935 había aparecido el libro de Lenard sobre la
Deutsche Physik
. Lenard afirmaba que todas las manifestaciones humanas, y la ciencia no podía ser una excepción, tenían su fundamento en la raza. Así, los judíos poseían su propia física, distinta por completo de la física alemana, aria o nórdica, como él la llamaba. ¿En qué consistía esta diferencia? Buen punto. En realidad, se limitaba a decir que la ciencia judía era la que él y sus colegas decían que era ciencia judía. Así de simple. No había un solo argumento racional. Para colmo, en ese mismo año el instituto de física de la Universidad de Heidelberg fue bautizado con el nombre de Philipp Lenard. Stark, uno de los oradores durante la ceremonia, no desaprovechó la oportunidad para lanzar nuevos dardos. Su veredicto no admitía apelaciones: la relatividad de Einstein, la mecánica ondulatoria de Schrödinger y la mecánica matricial de Heisenberg eran ciencia judía. Y, por esta razón, debían desaparecer de la ciencia alemana. Estas mismas afirmaciones fueron publicadas por Menzel en su artículo.

—Heisenberg trató de defenderse… —apuntó Bacon.

—No podía hacer otra cosa. Envió una respuesta al
Volkische Beobachter
, el periódico del Partido. Entonces Stark no pudo contenerse y se encargó de responderle él mismo, acusándolo de envenenar a la juventud alemana con su defensa de la física judía. En su opinión, como en la de los demás seguidores de la
Deutsche Physik
como Alfons Bühl o Rudolf Tomaschek, la relatividad y la teoría cuántica no eran más que fórmulas Matemáticas ininteligibles, meras «acrobacias mentales».

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