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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (35 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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—¿Pensando?

—Sí —concedió ella—. Me parece una historia apasionante, Frank. ¿Crees que puedo ayudarte?

—¿A qué?

—A resolver el enigma…

—No veo cómo.

—Confía en mí —le rogó, zalamera—. La intuición femenina… Permite que sea tu ayudante, Frank. A partir de ahora me contarás tus descubrimientos, ¿sí? Puedo darte ideas…

—Pensé que todo esto no te interesaría…

—Al contrario, Frank. ¡Me entusiasma!

—¡Pues a mí sólo me entusiasmas tú! —gritó Bacon, incontenible.

—Gracias —musitó ella y, en vez de utilizar sus manos, bajó lentamente su rostro por el cuerpo de su amado hasta que sus labios se toparon con el impaciente miembro de Frank, dispuesta, por fin, a culminar su labor.

EL JUEGO DE LA GUERRA

Berlín, septiembre de 1939

En
Mein Kampf
, Hitler había escrito: «Alemania debe ser una potencia mundial, o no habrá Alemania», y estaba dispuesto a consumar su lema filosófico.
Tertius non datur
, no había una tercera posibilidad: o la supremacía o la ruina, lo cual en 1939 equivalía, sin duda, al inicio de las hostilidades. Aunque en realidad su principal objetivo fue siempre la destrucción de la Unión Soviética —junto con los judíos—, y así lo había anunciado, durante el segundo semestre de 1939, el Führer decidió realizar una de sus estrategias maestras. El 20 de agosto le dirigió un telegrama a su colega soviético solicitándole que recibiese a su reluciente ministro de Relaciones Exteriores, el excéntrico Joachim von Ribbentrop. Stalin accedió de inmediato. Para Hitler, no sólo era un triunfo diplomático, sino la pieza que faltaba para seguir adelante con sus planes de convertir a Alemania en la dueña de Europa. Su plan era simple: repartirse Polonia con la URSS ante la mirada expectante y atónita de Gran Bretaña y Francia. Cumplido este objetivo, no dudaría en volverse contra su antiguo aliado, dispuesto a machacar a Stalin. Una vez consumada su victoria en el Este, podría pensar en dirigirse hacia Occidente.

El 23 de agosto, Ribbentrop y el ministro de Asuntos Exteriores de la Unión Soviética, Molótov, anunciaron la firma del
Pacto germano-soviético de no agresión y asistencia mutua
. Gran Bretaña y Francia se sintieron traicionadas. Pero los más sorprendidos por la noticia fueron los propios comunistas, los cuales llevaban años oponiéndose al fascismo. De pronto, Stalin no sólo los instaba a claudicar, sino a cooperar con el enemigo.

Sólo una semana después, el primero de septiembre, las tropas de Hitler cruzaron la frontera polaca con el consentimiento de la Unión Soviética, quien a su vez se apresuró a apoderarse de la parte de la nación invadida que le había asignado un protocolo secreto del
Pacto
. Tal como el Führer esperaba, franceses y británicos hicieron poco más que declarar formalmente la guerra y, en el plazo de un par de semanas, Polonia se convirtió en una zona ocupada que incluso perdió su nombre: eliminándola de la historia, Hitler la bautizó con el apelativo neutro de Gobierno General.

A la rápida conquista de Polonia le siguió otra
Blitzkrieg
(guerra relámpago) no menos exitosa: la incorporación al Reich de Dinamarca y Noruega. Nada parecía oponerse a los deseos del Führer. Era hora, pues, de marchar hacia Occidente. Luego de un período de tensa calma, al cual los franceses llamaron con preocupante sentido del humor
drôle de guerre
, Hitler ordenó el ataque contra Francia el 10 de mayo de 1940. Una audaz embestida de coches blindados a través de las Ardenas, dirigida por el general Hans Guderian, logró en unas semanas lo que de otro modo hubiese durado años: la conquista de París. Apenas seis semanas después del inicio de la campaña gala, el 22 de junio Francia firmó el armisticio en el mismo vagón de tren de Versalles —restaurado expresamente para la ocasión— en el cual Alemania se había rendido en 1919. Hitler había consumado su venganza.

Desde el inicio de las hostilidades, Heinrich fue llamado a filas y, tras la invasión de Polonia, pasó a ocupar diversas posiciones, primero en las regiones ocupadas y más tarde en las tropas que entraron triunfalmente en París. Durante cerca de un año, sólo recibió un par de permisos para reunirse con su esposa en Berlín. Fuera de estos breves períodos —en los cuales, desde luego, no quise verlo—, se mantuvo permanentemente alejado de su hogar, dejando a Natalia en una situación de desamparo y tristeza.

Aunque parecía una mujer fuerte, en el fondo no era distinta a una niña desvalida. De algún modo, se veía a sí misma como una especie de Gretchen, muda y solitaria, abandonada incluso por su fiel Hänsel. Como era de esperar, sus visitas a Marianne comenzaron a ser cada vez más regulares. A partir de entonces, Natalia se refugió en nuestra casa como si nos hubiésemos convertido en su único consuelo. Yo intentaba hablarle, tranquilizar sus temores, pero al final ella siempre terminaba llorando en brazos de mi esposa.

¿Cómo iba a imaginar alguien que en estas escenas de amistad, de entrega, de confianza fraterna podría incubarse una pasión sin nombre? ¿Quién podría haber advertido que, en medio de las lágrimas y los abrazos, las caricias y las muestras de afecto, se escondían sentimientos inconfesables y que, en gran medida, las lágrimas de Natalia se debían a esta secreta tortura tanto como a la ausencia de su esposo?

Yo mismo jamás pude haberlo sospechado. A pesar de las correrías juveniles de los cuatro, en las cuales los contactos sexuales rozaban el límite de lo decoroso, hacía mucho que nos habíamos convertido en adultos serios y responsables, en hombres y mujeres de bien, estrictos observantes de las normas de cortesía y honestidad que la sociedad hitleriana se había encargado de imponernos. Yo mismo, aunque había perdido todo entusiasmo por Marianne, podía considerarme como un hombre básicamente fiel. ¿Y quién podría culparme de un par de escapadas nocturnas sin consecuencias? Entonces, ¿de dónde habían surgido emociones tan contradictorias como las que comenzamos a sentir desde el inicio de la guerra? ¿Es que algo había variado entre nosotros, algo se había roto, algo se había corrompido tanto como para que, de pronto, abandonásemos nuestras costumbres, desvergonzadamente, y nos mostrásemos dispuestos a vivir cada día como si fuese el último? ¿Es que la guerra y la inminencia de la muerte podían liberarnos hasta tal punto de nuestras ataduras, de nuestras convicciones, de nuestros miedos?

No sabría cómo describir el inicio de aquello. Aun ahora me duele recordarlo, como si se tratase de una herida que no ha logrado cicatrizar del todo. Por más años que pasen, sigo sintiendo mi carne abierta, eternamente sangrante… No lo sé, quizás si lo hubiésemos dejado pasar, o si hubiésemos fingido un poco más, o si hubiésemos sido más fuertes, o más firmes, nada habría ocurrido… No fue así. Todos, Marianne, Natalia y yo, sucumbimos a nuestros deseos, construyendo nuestro propio mundo al margen de la realidad de la guerra, regido por sus propias leyes y sus propios compromisos. De pronto, dejó de importarnos lo que pensaran los demás —y, algo todavía más grave, lo que pensábamos nosotros mismos—, dispuestos a seguir únicamente nuestros impulsos. Ya no éramos seres sociales, distinguidos y correctos, sino fuerzas en pugna, energías desatadas e incomprensibles arrojadas a un territorio agreste y desconocido. En semejantes circunstancias, nos plegábamos a los dictados de nuestros instintos, a nuestro desesperado anhelo por sobrevivir, a nuestra angustia y a nuestras sensaciones primarias, ajenos a las normas y las convenciones de los demás. Sólo nos dejábamos llevar por nuestras almas y por lo que creíamos entonces que era el amor, el amor verdadero…

Todo comenzó una tarde de julio de 1940, idéntica a tantas otras, calurosa y seca, desprovista de atractivos. Natalia y Marianne permanecían en la biblioteca, como de costumbre, conversando sobre los mismos temas de siempre: la guerra, el temor, la muerte… Mientras tanto, en mi estudio, yo me esforzaba por llevar a buen término unos penosos cálculos que desde hacía varios días me tenían agotado. De pronto, sentí que un silencio desconcertante comenzaba a rodearme. Los ruidos habían cesado, absorbidos por una calma espectral. Tenía la impresión de que podría escuchar una pluma cayendo desde lo alto del techo… Me sentía incómodo, acalorado e intrigado por aquella repentina placidez.

Conservando el mismo sigilo en el que me sentía inmerso, me dirigí a la biblioteca, dispuesto a sorprender a las mujeres. Caminé de puntillas hasta la puerta, la entreabrí con cuidado y, como suele suceder, el sorprendido fui yo. Al principio, creí que se trataba de otro de los accesos de llanto de Natalia, pues Marianne la abrazaba cariñosamente, hasta que pude enfocarlas con mayor precisión: las dos permanecían recostadas sobre el diván, con las manos entrelazadas y las bocas unidas en un beso.

Mis ojos no me habían engañado: ahí estaban sus labios, sus lenguas, su respiración entrecortada para demostrarlo. Era la verdad, pura y desnuda que, sin previo aviso, me había abofeteado. Sentí un vacío en el estómago. ¿Qué debía hacer? ¿Olvidarme del asunto y marcharme como si nada hubiese ocurrido? ¿O hacerles notar mi presencia y desencadenar una incómoda situación de consecuencias impredecibles? Lo peor de todo, debo confesarlo ahora, es que me sentí profundamente excitado al contemplarlas, convertido en un
voyeur
involuntario. No podía evitarlo. Mi cuerpo me desobedecía, tal como debía suceder con los de ellas. Una secreta complicidad se instaló entre nosotros, un lazo más poderoso que el amor o la fraternidad o la culpa… Me retiré discretamente, perturbado y temeroso, sin que ellas se hubiesen dado cuenta de mi intrusión. Esa tarde Natalia se despidió de mí como siempre, pero no pude evitar mirarla de modo distinto, como si de pronto hubiese crecido en mi imaginación, dejando atrás su imagen de niña para transformarse en una mujer adulta, al fin dueña de sus actos y sus pasiones: una transgresora valiente y soberbia.

—Me alegro que podamos hacer algo por ella —le dije a Marianne sin asomo de ironía—. Al menos puede estar segura de que siempre contará con nosotros.

Entonces sólo yo sabía que, a partir de ese momento, nuestra vida no volvería a ser la misma.

WERNER HEISENBERG, O DE LA TRISTEZA

Gotinga, febrero de 1947

Hacía menos de dos años que Bacon lo había visto por última vez, pero sentía como si hubiesen transcurrido siglos desde entonces. Un universo separaba aquella luminosa mañana en que los integrantes de la misión
Alsos
al fin se encontraron con Heisenberg en su villa en las cercanías de Urfeld y procedieron a arrestarlo, y esta otra mañana, más fría, en la cual el teniente Bacon se atrevió a llamar a las puertas de su despacho en el nuevo instituto de física de Gotinga, heredero del antiguo Kaiser Wilheim, bautizado recientemente con el nombre de Instituto Max Planck. Bacon no sabía si Heisenberg reconocería en él al soldado que le custodió al final de la guerra; aun así, sentía una especie de vergüenza, como si lo hubiese ultrajado en aquella ocasión al apartarlo de su familia como a un vulgar prisionero de guerra, y lanzarlo a un largo y penoso recorrido por las devastadas comarcas de Europa. Quizás ésta fuera la razón por la cual Bacon olvidó decirme que había acordado una cita con el físico.

Aunque yo le había dicho que Heisenberg había bebido el elíxir de la eterna juventud, esta vez le pareció a Bacon que sus rasgos mostraban la evidente descomposición del tiempo. Seguía conservando el cabello rubio, casi blanco, pero su rostro era similar a los de esos niños enfermos que envejecen de la noche a la mañana. Las penurias de la guerra, la derrota y el descubrimiento de que los aliados habían tenido éxito en el proyecto atómico antes que él, le habían afectado profundamente. Desde el final de la guerra, algo había muerto en su interior —la confianza, la sensación de ser un hombre tocado por el dedo de Dios—, y, si antes se le consideraba introvertido y taciturno, ahora era casi imposible arrancarle una confesión, un rasgo de intimidad, un solo detalle espontáneo. Era correcto y cortés, seco y directo, nunca afable. Su amabilidad provenía de una especie de obligación irrenunciable, de una educación altiva, más que del deseo de agradar a sus interlocutores… Sus ojillos azules, apenas entreabiertos, se habían transformado en el espejo mismo de la tristeza: permanecían apagados e inciertos y a duras penas ocultaban el melancólico vacío de su corazón. De haber sido un hombre menos severo, menos orgulloso o menos genial, hacía mucho que se hubiese entregado a la desesperación o a la apatía. Sólo su voluntad de hierro, tan germánica, lo mantenía en su puesto, trabajando para el futuro de Alemania con la misma ciega obstinación con la cual lo había hecho para Hitler. Heisenberg recibió a Bacon sin entusiasmo, cumpliendo con su deber, sin preámbulos. Ninguno de los dos se atrevió a mencionar que no era la primera vez que se encontraban.

—Estudió en Princeton.

—En la Universidad y luego en el Instituto de Estudios Avanzados —confirmó Bacon.

—Un lugar maravilloso —había cierta nostalgia en las palabras de Heisenberg.

En alguna ocasión barajó la posibilidad de quedarse a trabajar en Estados Unidos, lejos de Hitler y de la guerra; recibió multitud de ofertas, muchos de sus amigos emigrados trataron de convencerlo, pero al final se había resistido: debía permanecer en Alemania, su patria. No era un desertor y, en el fondo, no tenía nada que temer.

—Imagino el privilegio de convivir con Einstein, con Gödel, con Pauli…

—A Pauli no pude conocerlo —admitió Bacon—. Llegó después de que yo me alisté… A los demás, sí. Un gran privilegio. Mi tutor era John von Neumann…

Heisenberg no hizo ningún comentario, como si la sola mención de esos nombres lo condenara al silencio. Cualquier cosa que dijera podía ser utilizada en su contra.

—Profesor, quiero importunarlo lo menos posible. Como le he dicho soy físico, pero mi visita tiene un carácter más bien historiográfico. Estoy preparando una monografía sobre la ciencia en Alemania durante los últimos veinte años —el eufemismo era de lo más burdo; hubiese debido ser claro y decir
durante el régimen nazi
—, y desde luego resulta imposible hablar del tema sin recurrir a usted…

—Estoy a sus órdenes, profesor Bacon. Soy un hombre ocupado, usted lo sabe, pero siempre podré encontrar un lugar en mi agenda para responder a sus preguntas.

—Se lo agradezco. Esta tarea no es fácil para mí. Yo siempre he admirado su trabajo y nunca pensé que fuera a conocerle en estas circunstancias.

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