—Así es. Pero mi relación con él es mucho más antigua. Puedo decirle que nos conocimos casi desde niños. Yo nací en Munich, en 1905 (el 21 de marzo, para ser más preciso y para recordarle mi cumpleaños), y Heisenberg en 1901, en Würzburg, aunque en realidad su familia vivía en Munich desde hacía mucho tiempo. La diferencia de edad entre nosotros era de poco más de tres años. ¡Podría haber sido mi hermano mayor, teniente!
—¿Eran amigos?
—No soy capaz de afirmar algo semejante. De niño, tres o cuatro años de diferencia son toda una vida —reí, tratando de mostrar un semblante angélico—. Claro que nos conocíamos, la ciudad no era demasiado grande, pero entonces yo siempre lo miré desde abajo, como a uno de mis héroes…
—Exagera…
—No, es cierto —exclamé con seriedad—. El pequeño Werner era un niño modelo. Apuesto, inteligente, estudioso, buen músico, con capacidad de liderazgo, proveniente de una buena familia del Norte, ¿cómo no iba a admirarlo, teniente? Su padre era catedrático de griego, uno de los pocos expertos en arte bizantino de Alemania.
—Un cúmulo de perfección…
—Búrlese si quiere, eso no cambiará las cosas. Pregúntele a cualquiera: nadie le hablará mal de él. Al contrario, sigue conservando esa misma máscara de perfección que entonces. ¡El gran Werner, siempre diligente, siempre atinado, incapaz de hacer una travesura! La virtud y la moderación en persona…
—¿Por qué ha dicho
máscara
? —al fin Bacon comenzaba a mostrarse perspicaz—. ¿No era tan bueno como se decía?
—¿He dicho yo eso? Caramba, teniente, no me he dado cuenta… En fin, lo dicho, dicho está. Pero no quiero que me malinterprete. Werner es un sujeto curioso. Compruébelo usted mismo. ¿Lo ha visto aquí, en Gotinga?
—No, aquí no… —respondió súbitamente inquieto.
—Estará de acuerdo conmigo en que parece haber bebido el elíxir de la eterna juventud. Su apariencia siempre ha sido la misma, desde que puedo recordarlo. Rubio hasta el cansancio, de rasgos precisos, el cutis de una colegiala… Un niño, teniente. Un niño prodigio desde los cinco hasta los cincuenta año… —yo mismo me sorprendía por la agudeza de mi descripción—. Y, no obstante, en su interior todo lo contrario: siempre un adulto. Maduro, responsable y austero desde que aprendió a hablar… Confírmelo, Frank, si no me cree: un anciano en el cuerpo de un rapaz de parvulario…
—¿Quiere decir que nunca fue inquieto, travieso o mentiroso como todos los niños?
—Nunca. O, si me permite hacer esta observación, quizás era lo suficientemente listo como para hacer todas estas cosas sin que nadie se diese cuenta, o echándole la culpa a los otros…
—¿Recuerda algo más de aquella época?
—Vivimos un tiempo especialmente enredado, teniente. Usted lo sabe: el fin de la Gran Guerra, la crisis económica, la vergüenza y la indignación por la derrota, las revueltas comunistas por las calles. Como yo, Werner tuvo que reaccionar a las desgracias que nos habían tocado.
Recuerde que él era un poco mayor: al final de la guerra tenía dieciocho años… Una edad difícil. Ya para entonces era un destacado estudiante de física, aunque la filosofía no dejaba de apasionarle. Así que, mientras comenzaba a especular con estos temas, Werner ocupaba el resto de su tiempo en una actividad que le permitía alejarse de la opresora civilización que entonces todos detestábamos, hundirse en las antiguas tradiciones germánicas, orientar su rebelión adolescente y explotar su capacidad de liderazgo: el movimiento juvenil.
—¿Una especie de
boy scouts
?.
—Podríamos decir que sí —de pronto me di cuenta de que parecía un antropólogo, hablando de una era desaparecida, de un tiempo del que no quedaba ya ningún vestigio—. Sin embargo, a mí siempre me pareció que había algo incómodo en Werner. Detrás de tanta perfección había un vacío, una timidez asfixiante y encubierta, una imposibilidad de abrirse a los demás. Sé que esto no es extraño en el temperamento germánico, pero en Werner parecía llevado a sus últimas consecuencias. Por más jovial que pareciese, había un toque de melancolía en su mirada y en sus palabras…
—¿Y a qué lo adjudica usted?
—No soy psicólogo, teniente. Sólo le digo lo que observo, no lo que imagino. No obstante, me voy a aventurar a proponerle una teoría para no quedar mal con usted: supongo que un espíritu como el de Werner nunca terminó de acostumbrarse a la descomposición que nos tocó vivir. Como muchos de nosotros, añoraba el pasado medieval, la inmovilidad, la serenidad y el estoicismo de los antiguos bardos. Odiaba, en pocas palabras, el desorden contemporáneo. Cualquier cosa que interrumpiese sus actividades le parecía despreciable. Nunca supo adaptarse a nuestro mundo.
—¿Alguna vez charló con él sobre estos temas?
—¿Cuándo éramos adolescentes? No, para él yo siempre fui uno de los «pequeños», un alumno a quien enseñarle cosas, no alguien con el cual conversar sobre temas trascendentes —hice un ademán de desprecio—. De cualquier modo, en 1922, Heisenberg se trasladó a Gotinga para continuar sus estudios con Max Born, mientras su maestro de Munich, Arnold Sommerfeld, realizaba una gira de trabajo por Estados Unidos. Yo sólo lo veía cuando regresaba a Munich para emprender excursiones con su grupo o visitar a su familia. Déjeme decirle que incluso cuando se enfrentaba ya con algunos de los problemas más profundos de la física, Heisenberg continuaba esperando con ansia el momento de escapar a las montañas con sus muchachos. Era una necesidad vital para él, la única manera que tenía de dirigir una perfecta sociedad en miniatura, su pequeño mundo feliz…
—Un físico que continúa siendo un boy scout, alguien que no desea crecer, que añora el pasado, la infancia, la inocencia, la seguridad…
—Sólo recuerde que la imagen idílica de los niños no siempre es cierta.
—Cierto, los niños también pueden ser crueles…
—Más crueles que cualquier adulto.
Mucho
más crueles.
—Sé que voy a extralimitarme con este comentario —dijo Frank, disculpándose de antemano—. Quizás se trate de una obviedad o de una generalización sin fundamento…
—Prosiga, teniente.
—Todo ese gusto por los uniformes, por las jerarquías, por el pasado alemán, la necesidad de ser guiados, de tener un líder…
—Adivino sus pensamientos: ¿observa usted las mismas características en el movimiento juvenil que en, digamos, los miembros de las SS o la Gestapo?
—Sí.
—Creo que no se decepcionará si le digo que no es el primero en notarlo. Así es, teniente, en Alemania se daban las condiciones propicias para un movimiento como el de Hitler desde mucho antes… Aun quienes lo repudiamos debemos reconocer que, en el fondo, no fue una aberración sino una consecuencia extrema de nuestra visión del mundo… Yo trabajé con Heisenberg, teniente, y puedo asegurarle que, detrás del joven idealista, había un carácter de hierro, celoso y tiránico, con una voluntad inquebrantable… Era un verdadero jefe, un Führer en potencia…
—Pero él jamás simpatizó con los nazis —insistió Bacon—. Incluso tuvo numerosos problemas con ellos…
—¿Eso ha leído en su informe?
—Siempre se opuso a los seguidores de la
Deutsche Physik
… Como nos dijo Von Laue, era un seguidor de Einstein y de Bohr, un enemigo natural de los nacionalistas… ¿No lo llamó Stark «judío blanco»?
—Es cierto, Stark atacó brutalmente a Heisenberg en varios artículos… Y Heisenberg se defendió con los dientes… Pero dígame, ¿cuál de los dos resultó vencedor en la contienda? Nuestro amigo Werner, por supuesto…
—¿Insinúa usted que Heisenberg…?
—No nos adelantemos, teniente —cerré el capítulo—. Apenas estamos en 1922 y no hay que dejar lagunas para que después no tengamos que corregir nuestra hipótesis. El ataque de Stark, se lo recuerdo, ocurrió más de diez años después… Es necesario detenernos en el camino previo para comprender lo que sucedió después…
Frank asintió, molesto. Pero mi comentario obtuvo el resultado previsto: se instaló en la mente de Bacon como un virus, una duda que comenzaría a asaltarlo a partir de ese momento… Tenía que irlo preparando para el instante en el cual, por sí mismo, se diese cuenta de la verdad.
—En 1922, Gotinga, era una de las grandes capitales de la ciencia en el mundo. En el Instituto de Matemáticas trabajaban hombres de la talla de Richard Courant, David Hilbert y Edmund Landau, los pilares de mi especialidad… Y, en el de Física, algunos de los grandes nombres de la suya: Pohl, Frank, Born…
—Usted no estudió en Gotinga, si mal no recuerdo…
—No tuve esa suerte, teniente —ahora era él quien me había devuelto la ironía—. Para los matemáticos, Gotinga era como La Meca, sólo que en este caso los elegidos eran muy pocos, y por desgracia yo no me contaba entre ellos. Así que, a diferencia de Werner, yo me marché a Leipzig…
Había conseguido incomodarme.
—Mil novecientos veintitrés es otro año capital, teniente. En uno de sus típicos exabruptos, Max Born se atrevió a decir que era necesario volver a formular toda la física. Fue como colocar una bomba incendiaria en el Reichstag. Unas semanas después, Heisenberg regresó a Munich para realizar su
Examen rigorosum
bajo la supervisión de Sommerfeld, el Cual acababa de desembarcar de América. El 23 de julio (lo recuerdo muy bien porque yo asistí), Werner obtuvo una calificación de III, equivalente al
cum laude
, a pesar de que su maestro de física experimental, Willy Wien, que era un antiguo enemigo de Sommerfeld, lo suspendió en su prueba. Sin detenerse a celebrarlo, Heisenberg regresó de inmediato a Gotinga poco antes que Hitler llevase a cabo su intento de golpe de Estado en Munich… Heisenberg permaneció ahí hasta mediados de 1924, hasta que Niels Bohr lo invitó a Copenhague a fines de ese año. Desde entonces se volvieron los mejores aliados: Bohr convirtió a Heisenberg en el mejor de sus generales. Desde su base en el Instituto de Física Teórica de Copenhague, ambos emprenderían una de las más eficaces batallas para convertirse en los pilares de la nueva física…
—Cuéntame —su voz era tersa—. Me importa lo que haces. Me importas tú.
—No quiero aburrirte, Irene —respondió Frank y volvió a morderle la oreja.
La mujer se estremeció un segundo, sólo el tiempo necesario para reponerse de ese extraño placer que le proporcionaba Bacon, y de inmediato volvió a lo suyo.
—Por favor, Frank —chilló—. Sentiría que sólo compartimos estos momentos y no el conjunto de nuestra vida si no me hablas de tu trabajo…
—Se supone que es secreto —respondió él, tímidamente.
—Háblame de ese amigo tuyo, el matemático… —insistió ella; luego, comenzó a acariciarle el vientre y el pubis, levemente, como si fuese por descuido.
—¿Links? —preguntó Bacon, estremeciéndose—. Es excéntrico, no puedo negarlo, pero no más que muchos de los científicos con los que me he topado en la vida. Si te contara de especímenes como Von Neumann, mi protector, o Kurt Gödel… Princeton parecía un muestrario de manías, obsesiones, neurosis. Un psicoanalista se hubiese vuelto loco ahí… Eso, sigue, sigue…
Irene, por el contrario, se detuvo.
—¿Te simpatiza?
—Creo que sí —respondió Frank con rapidez, esperando que Irene reanudase las caricias—. A pesar de sus excentricidades, es un tipo inteligente…
—¿Qué excentricidades?
—¡Curiosa! —exclamó Frank, disfrutando de nuevo del placer que le proporcionaba su amada—. No sé cómo describirlo… Simplemente me parece que… No lo sé, no acabo de comprenderlo… Creo que guarda un secreto que no se atreve a revelar…
—¿Y aun así confías en él? —preguntó Irene.
—No te preocupes —condescendió Frank, impaciente—, no creo que sea nada relacionado con nuestro trabajo. Imagino que se trata más bien de algo que le ocurrió en el pasado.
—Quizás lo atormenta una desgraciada historia de amor —se burló ella.
—Él no ha querido contarme nada. Es muy hermético con su vida personal. A veces charlamos durante horas, pero siempre termino siendo yo quien habla.
—Cuéntame qué hacen ustedes —Irene comenzó a juguetear con el sexo de su enamorado—. ¿Qué buscan?
—Perseguimos a un científico, alguien que al parecer estuvo muy cerca de Hitler y que ha conseguido permanecer en el anonimato, oculto tras una fachada respetable —confesó Frank, jadeando—. ¡Eso es, Irene! ¿Te habían dicho antes que tienes unas manos maravillosas? —y le dio un profundo beso en los labios.
—¿Un físico como tú?
—Eso pensamos. Lo único que sabemos es su nombre clave. Klingsor. ¿Lo habías escuchado alguna vez?
—No.
—Era un demonio de la mitología… germánica. ¡Irene! Te adoro… Aparece también en una ópera de Wagner…
¡Parsifal…!
Ella hizo una nueva pausa. Dosificaba el placer como una droga peligrosa.
—Así, por favor… —imploró Bacon, sumiso.
—Sigue…
—Lo que tú digas —a empezar otra vez—. Si estamos en lo correcto, Klingsor era el responsable de asignar el presupuesto necesario a todas las investigaciones científicas que se llevaban a cabo en el Tercer Reich, incluyendo el proyecto atómico, los experimentos con prisioneros y esas cosas… ¡Dios, sí…! Por desgracia, no sabemos mucho más. ¿Ves como no iba a interesarte? Links es como mi guía en este asunto… ¡Ahhh!
—¿Él?
Sí, yo. ¿Quién más?
—Sí,
él
—musitó Frank con la voz quebrada—. Conoce mejor que nadie la historia de la ciencia de este país. Fue colaborador de Heisenberg, ¿sabes? Me ha dado pistas invaluables… Sin su ayuda, yo seguiría en blanco —por fin el teniente decía algo sensato—. Encontrarlo ha sido una especie de milagro… Quizás sea un poco moroso y obsesivo, pero sin él yo no habría conseguido nada. Avanzamos lentamente, pero con pasos… firmes. ¡Ah! Al revisar el desarrollo de la física de este siglo a través de sus ojos, más bien parece la historia de una conspiración… De pronto, todos los grandes físicos tienen el perfil de criminales… Cualquiera de ellos puede ser Klingsor.
—¿Y de quién sospechan ahora?
—Ni yo mismo lo creo, a pesar de que nuestras investigaciones comienzan a dirigirnos hacia él… De Heisenberg…
Frank estaba a punto de alcanzar ese instante de autoconocimiento que algunos llaman iluminación; otros, éxtasis religioso; y otros más, con cierta vulgaridad, orgasmo, cuando ella paró en seco.
—Irene, ¿qué sucede ahora?
—Estoy pensando.