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Authors: Nicholas Sparks

Noches de tormenta

BOOK: Noches de tormenta
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Adrienne Willis es una mujer cuya vida está sumergida en caos y quien se retira del pueblecito costero de Rodanthe, en los Outer Banks de Carolina del Norte, para hacerse cargo de la posada de una amiga durante un fin de semana. Aquí espera encontrar la tranquilidad que necesita desesperadamente para reflexionar sobre los conflictos que tiene a su alrededor - un marido infiel que quiere volver a casa y una hija adolescente que cuestiona todas sus decisiones. Nada más llegar Adrienne a Rodanthe, se pronostica una gran tormenta y llega un huésped llamado Dr. Paul Flanner. Flanner no está allí para un descanso de fin de semana sino para enfrentarse a su propia crisis de conciencia. Ahora, a medida que se acerca la tormenta, los dos se consuelan mutuamente y en un fin de semana mágico, ponen en marcha el romance que no solo les cambiará la vida sino que les marcará para siempre.

Nicholas Sparks

Noches de tormenta

ePUB v1.0

Nievesla
01.02.12

Autor: Nicholas Sparks

ISBN: 9788496940116

Para Landon, Lexi y Savannah

Capítulo 1

Tres años atrás, en una cálida mañana del noviembre de 1999, Adrienne Willis había vuelto al Inn. Su primera impresión fue que no había cambiado, como si el pequeño hostal fuese inmune al sol, a la arena y a la bruma salobre. Acababan de pintar el porche; en ambos pisos, unas contraventanas negras y relucientes flanqueaban las ventanas rectangulares de cortinas blancas, como las teclas de un piano. El revestimiento de cedro era del color de la nieve derretida. A cada lado del edificio, aves marinas se agitaban en un saludo, y la arena formaba dunas de líneas sinuosas que cambiaban imperceptiblemente con cada día que pasaba, a medida que los granos se desplazaban de un punto a otro.

Con el sol asomando entre las nubes, el aire tenía cierta cualidad luminiscente, como si hubiera partículas de luz suspendidas en la neblina; por un instante Adrienne sintió que había viajado atrás en el tiempo. Sin embargo, al aproximarse, poco a poco empezó a notar los cambios que los trabajos de restauración no habían podido ocultar: las esquinas de las ventanas se desintegraban, el tejado mostraba rastros de óxido, la humedad manchaba el contorno de los canalones… Parecía que el Inn se estuviera quedando sin cuerda y, aunque sabía que no había nada que ella pudiera hacer para remediarlo, Adrienne recordaba haber cerrado los ojos como si, con un parpadeo mágico, fuese a devolverlo a lo que había sido una vez.

Años después, de pie en la cocina de su propio hogar, pasados unos meses desde que cumplió los sesenta, Adrienne colgó el teléfono después de hablar con su hija. Se sentó a la mesa, cavilando sobre esa última visita al Inn; recordando el largo fin de semana que en cierta ocasión había pasado allí. A pesar de todo lo que había ocurrido en los años posteriores, Adrienne aún se aferraba a la convicción de que el amor era la esencia de una vida plena y maravillosa.

Fuera estaba lloviendo. Al escuchar el suave golpeteo contra los cristales agradeció la sensación familiar de seguridad. Cuando recordaba aquellos días siempre la invadía una mezcla de emociones…, algo muy próximo a la nostalgia, aunque no era eso exactamente. La nostalgia solía teñirse de un tono romántico; sin embargo, no había ningún motivo para hacer esos recuerdos más románticos de lo que ya eran. Tampoco quería compartirlos con nadie; eran suyos. Con el paso de los años había llegado a verlos como una especie de exposición de un museo, en la que ella era el comisario y el único espectador. De algún modo, Adrienne había llegado a creer que había aprendido más en aquellos cinco días que en todos los que había vivido antes o después.

Estaba sola en la casa. Sus hijos ya habían crecido y su padre había fallecido en 1996; y ahora hacía diecisiete años que se había divorciado de Jack. Aunque sus hijos la animaban a veces para que encontrara a alguien con quien pasar los años que le quedaban, Adrienne no sentía ningún deseo de hacer tal cosa. No es que estuviese resentida con los hombres; al contrario, incluso ahora se descubría de vez en cuando con los ojos puestos en un hombre más joven en la cola del supermercado. En ocasiones esos hombres eran sólo unos años mayores que sus propios hijos, y la intrigaba qué pensarían si se dieran cuenta de que los miraba. ¿La rechazarían de plano? ¿O bien le dedicarían una sonrisa y encontrarían cierto encanto en su interés? No estaba segura. Ni sabía si era posible que mirasen más allá de su pelo gris y sus arrugas para ver a la mujer que había sido.

No es que lamentara haberse hecho mayor; la gente hablaba sin parar del esplendor de la juventud, pero Adrienne no deseaba volver a ser joven, de mediana edad, tal vez, pero no joven. Es cierto que echaba de menos algunas cosas: subir las escaleras de dos en dos, llevar más de una bolsa de la compra al mismo tiempo o tener la energía suficiente para seguir el ritmo de sus nietos cuando corrían por el patio; pero no las cambiaba por las experiencias que había tenido, y éstas habían llegado sólo con los años. El hecho era que, al mirar atrás, se daba cuenta de que no había gran cosa que modificar para tener un sueño más plácido.

Además, la juventud traía consigo un buen número de problemas. No sólo recordaba los de su propia vida, sino que había observado a sus hijos luchando contra la angustia de la adolescencia y contra la incertidumbre y el caos de los veintitantos. Y aunque dos de ellos ya habían entrado en los treinta y el tercero estaba a punto de hacerlo, a veces se preguntaba cuándo la maternidad dejaría de ser un trabajo a jornada completa.

Matt tenía treinta y dos, Amanda treinta y uno, y Dan acababa de cumplir los veintinueve. Todos habían ido a la universidad y eso la hacía sentirse orgullosa, pues hubo un tiempo en que no estaba segura de que todos lo lograsen. Eran honrados, amables, autosuficientes y, en gran parte, eso era lo que siempre les había deseado. Matt trabajaba como contable y Dan era comentarista deportivo en las noticias de la noche de Greenville; ambos estaban casados y habían formado sus propias familias. Cuando vinieron el día de Acción de Gracias, recordaba haberse quedado sentada y contemplar desde un rincón cómo correteaban detrás de sus niños, Y se sintió extrañamente satisfecha por cómo les había ido todo a sus dos hijos.

Como siempre, las cosas habían sido un poco más complicadas para su hija.

Los chicos tenían catorce, trece y once años cuando Jack se marchó de casa, y cada uno de ellos sé tomó el divorcio de forma distinta. Matt y Dan liberaron su agresividad en los campos de atletismo y dando guerra ocasionalmente en la escuela; por el contrario, Amanda fue la más afectada. Como hermana mediana encajada entre dos chicos, siempre había sido la más sensible y, siendo adolescente, habría necesitado a su padre en casa, aunque sólo fuese para escapar de las miradas de preocupación de su madre. Empezó a vestirse con lo que a Adrienne le parecieron andrajos, a andar con un grupo de gente que salía hasta tarde y a jurar que estaba profundamente enamorada de al menos una docena de chicos distintos en cuestión de dos años. Al salir de clase se pasaba las horas encerrada en su habitación, escuchando una música que hacía temblar las paredes y sin hacer caso a las llamadas de su madre para que bajara a cenar. Hubo épocas en que durante días apenas les hablaba, ni a Adrienne ni a sus hermanos.

Necesitó algunos años, pero finalmente Amanda encontró su camino y se asentó en una vida que parecía extrañamente similar a la que Adrienne tuvo una vez. Conoció a Brent en la facultad, se casaron después de la graduación y tuvieron dos hijos en sus primeros años de matrimonio. Igual que muchas parejas jóvenes, pasaron por dificultades económicas, pero Brent era de una prudencia que Jack no había mostrado nunca. En cuanto nació su primer hijo contrató un seguro de vida como precaución, aunque no esperaban tener que necesitarlo hasta al cabo de mucho tiempo.

Pero se equivocaron.

Brent se había ido ahora hacía ocho meses, víctima de una virulenta variedad de cáncer de testículos. Adrienne vio cómo Amanda caía en una honda depresión. La tarde anterior, cuando fue a dejar a sus nietos tras pasar unas horas con ellos, encontró las cortinas de la casa echadas, la luz del porche apagada y a Amanda sentada en el salón, con su albornoz y con la misma expresión vacía que había mostrado el día del funeral.

Fue entonces, de pie en el salón de Amanda, cuando Adrienne decidió que ya era hora de hablarle a su hija del pasado.

Catorce años. Ése era el tiempo que había pasado.

En aquel período Adrienne sólo le había contado a una persona lo que había ocurrido, pero su padre se había llevado el secreto a la tumba, incapaz de decírselo a nadie por más que quisiera.

Su madre había fallecido cuando Adrienne tenía treinta y cinco años, y aunque su relación era buena, siempre se había sentido más cerca de su padre. Todavía seguía pensando que él era uno de los dos únicos hombres que realmente la habían comprendido, y ahora que ya no estaba lo echaba de menos. Su vida había sido como la de muchos otros de su generación. Aprendió un oficio en lugar de ir a la universidad y estuvo cuarenta años en una fábrica de muebles trabajando por un salario que aumentaba unos peniques cada mes de enero. Llevaba sombrero de fieltro incluso en los meses más calurosos del verano, guardaba su almuerzo en una caja cuyas bisagras chirriaban y salía puntualmente de casa todas las mañanas a las seis cuarenta y cinco para andar algo más de dos kilómetros hasta llegar al trabajo.

Por la noche, después de cenar, se ponía un cárdigan y camisas de manga larga. Sus pantalones arrugados le daban un aspecto desaliñado que se hizo más pronunciado con el paso de los años, sobre todo después del fallecimiento de su esposa. Le gustaba sentarse en la butaca con la lámpara amarilla encendida detrás de él, leyendo historias del Oeste y libros sobre la segunda guerra mundial. En los últimos años anteriores a sus ataques, sus gafas anticuadas, sus cejas espesas y las profundas líneas de su rostro le daban un aspecto más cercano a un profesor universitario retirado que al obrero que había sido.

Su padre desprendía una placidez que ella siempre había deseado emular. Habría sido un buen sacerdote o pastor, como ella pensaba con frecuencia. La gente que lo conocía por primera vez solía quedarse con la impresión de que era un hombre en paz consigo mismo y con el mundo. Tenía el don de saber escuchar: con la barbilla apoyada en la mano, nunca apartaba la mirada del rostro de quien le estaba hablando, y su expresión reflejaba empatía y paciencia, humor y tristeza. Adrienne hubiera deseado que estuviese allí para ayudar a Amanda; también él había perdido a su pareja y creía que su nieta le habría escuchado, aunque sólo fuese porque su abuelo sabía realmente lo duro que era soportar esa situación.

Un mes antes, Adrienne había intentado, con delicadeza, hablarle a Amanda sobre el momento que estaba atravesando, pero su hija se había levantado de la mesa sacudiendo airadamente la cabeza.

—No es como tú y papá —dijo—. Vosotros dos no sabíais solucionar vuestros problemas, por eso os divorciasteis. Pero yo quería a Brent. Siempre querré a Brent, y lo he perdido. Tú no sabes qué es pasar por algo así.

Ella no contestó, pero cuando Amanda abandonó la habitación Adrienne bajó la cabeza y murmuró una sola palabra.

«Rodanthe.»

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