Read Noches de tormenta Online
Authors: Nicholas Sparks
Paul vaciló. No tenía por qué dar explicaciones, ni a ella ni a nadie, pero mientras seguían caminando bajo un cielo de relámpagos aquella fría noche de enero, de repente se dio cuenta de que quería que ella le conociese…, que le conociese de verdad, con todas sus contradicciones.
—Tienes razón —comenzó—, porque hablo de dos personas distintas. Antes era Paul Flanner, un muchacho muy autoexigente que se convirtió en cirujano. Un tipo que trabajaba sin parar. O Paul Flanner, el esposo y padre con una gran casa en Raleigh. Pero estos días ya no soy ninguna de esas cosas. Ahora mismo sólo intento descubrir quién es Paul Flanner en realidad y, si quieres que sea sincero, empiezo a preguntarme si algún día hallaré la respuesta.
—Creo que todo el mundo se siente así alguna vez. Pero no todo el mundo se marcharía a Ecuador como resultado.
—¿Crees que ése es el motivo de que me vaya?
Caminaron un poco en silencio antes de que Adrienne lo mirase.
—No —dijo—, lo que creo es que te vas para poder conocer a tu hijo. — Adrienne vio la sorpresa reflejada en su rostro—. No era tan difícil de adivinar —continuó—. Apenas lo has mencionado en toda la noche. Pero si crees que puede dar resultado, entonces me alegro de que te vayas.
Él sonrió.
—Vaya, eres la primera. Ni siquiera Mark se puso muy contento cuando se lo dije.
—Lo superará.
—¿Tú crees?
—Eso espero. Es lo que me digo cuando tengo problemas con mis hijos.
Paul se rió brevemente y señaló a su espalda.
—¿Quieres que volvamos?—preguntó.
—Estaba esperando que lo dijeras. Se me están enfriando las orejas.
Dieron media vuelta y pisaron sus propias huellas en la arena. Aunque no se veía la luna, las nubes tenían un resplandor plateado. En la distancia oyeron el primer estertor de truenos.
—¿Cómo era tu marido?
—¿Jack? — Ella dudó y se preguntó si no debería cambiar de tema, pero luego decidió que no importaba. ¿A quién iba a contárselo él?—. A diferencia de ti, Jack cree que ya se ha encontrado a sí mismo. Resultó que se veía con otra persona mientras aún estábamos casados.
—Lo siento.
—Yo también. O lo sentía, al menos. Ahora sólo es una de esas cosas en las que intento no pensar.
Paul recordó las lágrimas que había visto hacía sólo unas horas.
—¿Y lo consigues?
—No, pero lo sigo intentando. ¿Qué otra cosa puedo hacer?
—Siempre podrías marcharte a Ecuador.
Ella levantó los ojos al cielo.
—Sí, estaría muy bien. Podría ir a casa y decir algo así como: «Lo siento, chicos, pero ahora os tendréis que apañar vosotros solitos. Mamá se marcha una temporada». — Sacudió la cabeza—. No, por el momento no me puedo mover. Al menos hasta que no estén en la universidad. Ahora mismo necesitan la mayor estabilidad posible.
—Me parece que eres una buena madre.
—Lo procuro. Aunque mis hijos no siempre están de acuerdo.
—Míralo de este modo: cuando tengan sus propios hijos, podrás tomarte la revancha.
—Oh, pienso hacerlo. Ya he estado practicando: «¿Quieres unas patatas antes de cenar? No, claro que no tienes que ordenar tu cuarto. Por supuesto que puedes irte tarde a la cama…»
Paul volvió a sonreír y pensó en lo mucho que estaba disfrutando de la conversación. Y de ella. Bajo la luz argentina de la tormenta que se avecinaba la encontró hermosa, y se preguntó cómo había podido dejarla su marido. Regresaron a la casa despacio, cada uno perdido en sus pensamientos, impregnándose de los sonidos y del paisaje; sin sentir la necesidad de hablar.
Adrienne pensó que era muy reconfortante. Demasiada gente parecía creer que el silencio es un vacío que hay que llenar, aunque no se diga nada importante. Lo había comprobado varias veces en el círculo inacabable de fiestas y cócteles a los que había asistido con Jack. Entonces, su momento preferido era cuando podía escabullirse sin ser vista y pasar unos minutos en un porche apartado. A veces se encontraba a alguna otra persona a quien no conocía, pero cuando se veían, cada uno asentía como si hicieran un pacto tácito. «Nada de preguntas ni de cháchara, ¿de acuerdo?»
Allí, en la playa, la sensación resurgió. La noche resultaba refrescante y la brisa levantaba sus cabellos y limpiaba su piel. Las sombras se extendían ante ella sobre la arena, moviéndose y agitándose, formando imágenes casi reconocibles para desvanecerse luego. El océano era un remolino de carbón líquido. Sabía que Paul también estaba absorbiendo todas aquellas cosas; también él parecía darse cuenta de que hablar ahora sería arruinarlo todo.
Así caminaban, en un amigable silencio, y a cada paso Adrienne estaba más segura de que quería pasar más tiempo con él. Aunque tampoco era tan extraño, ¿no? Él estaba solo, igual que ella; eran dos viajeros solitarios que disfrutaban de un pedazo desértico de arena en un pueblo costero llamado Rodanthe.
Al llegar a la casa entraron en la cocina y se quitaron las chaquetas. Adrienne dejó la suya, junto con la bufanda, en el perchero que había al lado de la puerta; Paul también colgó su abrigo.
Ella juntó las manos y se las sopló. Vio que Paul miraba el reloj y luego a su alrededor, como si se preguntara si ya podía considerar que era hora de acostarse.
—¿Qué tal una bebida caliente? — Propuso ella con rapidez—. Puedo preparar café descafeinado.
—¿Tienes té? — preguntó él.
—Creo que antes lo he visto. Déjame comprobarlo.
Atravesó la cocina, abrió el armario junto al fregadero y apartó algunos objetos, contenta ante la perspectiva de pasar más tiempo juntos. En el segundo estante había una caja de Earl Grey y, cuando se volvió para mostrárselo, Paul asintió con una sonrisa. Ella se le acercó para coger la tetera y echó agua dentro, consciente de lo próximos que estaban el uno del otro. Cuando estuvo listo, sirvió dos tazas y fueron a la sala de estar.
Volvieron a tomar asiento en las mecedoras, aunque la estancia estaba distinta ahora que el sol se había puesto. Parecía todavía más tranquila, más íntima en la oscuridad.
Mientras se bebían el té, hablaron; hablaron durante otra hora de varias cosas, como en una fluida conversación entre amigos. Sin embargo, a medida que pasó el tiempo y avanzaba la noche, Adrienne se encontró hablándole de su padre y confiándole los miedos que albergaba respecto a su futuro.
Paul ya había oído hablar de situaciones parecidas; como médico se encontraba a menudo con historias como ésa. Pero hasta aquel instante no habían sido más que eso: historias. Sus padres habían muerto y los de Martha estaban bien y vivían en Florida; pero ante la expresión de Adrienne comprendió que se alegraba de no tener que afrontar el mismo problema que ella.
—¿Hay algo que yo pueda hacer?—se ofreció—. Conozco a muchos especialistas que podrían revisar su caso y ver si existe algún modo de ayudarle.
—Gracias por tu ofrecimiento, pero ya lo he probado todo. El último ataque lo dejó realmente afectado. Aun en el caso de que pudiera mejorar un poco, no creo que haya ninguna posibilidad de que pueda arreglárselas sin cuidados permanentes.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé. Espero que Jack cambie de idea y me proporcione un apoyo económico suplementario para mi padre. Puede que lo haga: él y mi padre estuvieron bastante unidos durante un tiempo. De lo contrario, supongo que buscaré un empleo a tiempo completo para poder pagarlo.
—¿La Administración no puede hacer nada?
En cuanto dijo esas palabras ya supo cuál sería la respuesta.
—Reúne los requisitos para recibir asistencia, pero las plazas buenas tienen largas listas de espera. Además la mayor parte están a dos horas de distancia, así que no podría visitarlo a menudo. Y en cuanto a las plazas que no son buenas, no podría hacerle eso.
Se detuvo, con los pensamientos oscilando entre el pasado y el futuro.
—Cuando se retiró —dijo al fin—, le hicieron una pequeña fiesta y recuerdo que pensé que echaría de menos ir allí todos los días. Había entrado a los quince años y en todo el tiempo que pasó en la empresa sólo faltó dos días porque estaba enfermo. Lo estuve pensando una vez: si juntabas todas las horas que había pasado trabajando allí, sumaban quince años de su vida; pero cuando se lo pregunté, me contestó que no lo echaría de menos en absoluto. Que tenía grandes planes ahora que había terminado. — La expresión de Adrienne se suavizó—. Lo que quiso decir es que pensaba hacer las cosas que quería en lugar de las cosas que debía. Pasar tiempo conmigo y con sus nietos, con sus libros o con sus amigos. Se merecía unos años de tranquilidad después de todo lo que había pasado, y entonces… —Su voz se apagó antes de que su mirada se encontrara con la de Paul—. Te gustaría si lo conocieras. Incluso ahora.
—Estoy seguro de ello, pero ¿le gustaría yo a él?
Adrienne sonrió.
—A mi padre le gusta todo el mundo. Antes de los ataques, no había para él nada mejor que escuchar hablar a las personas y aprender cosas sobre ellas. Tenía una paciencia infinita, y a causa de ello la gente siempre se le abría. Hasta los extraños. Le contaban cosas que no habrían contado a nadie más porque sabían que era de fiar. — Vaciló—. Pero ¿quieres saber lo que recuerdo mejor?
Paul levantó ligeramente las cejas.
—Es algo que solía decirme desde que era una niña. No importaba lo bien o lo mal que hubiera hecho algo, no importaba que estuviera triste o contenta; mi padre siempre me daba un abrazo y me decía: «Estoy orgulloso de ti». — Se quedó callada un instante—. No sé qué tienen estas palabras, pero siempre me han conmovido. Las habré oído un millón de veces, pero cada vez que me las decía me dejaba con la sensación de que me querría pasara lo que pasara. Es gracioso, cuando me hice mayor solía bromear con él sobre eso, pero incluso entonces, cuando ya estaba a punto de irme de casa, él me lo decía de todos modos y yo seguía ablandándome por completo.
Paul sonrió.
—Parece un hombre extraordinario.
—Lo es —dijo ella, y se enderezó en su silla—. Y por eso me las arreglaré para que no tenga que irse. Es el mejor sitio donde podría estar. Está cerca de casa, y no sólo cuidan de él excepcionalmente bien sino que le tratan como a una persona, no sólo como a un paciente. Se merece un lugar como ése, y es lo menos que puedo hacer.
—Tiene suerte de tener a una hija que se preocupa tanto por él.
—Yo también la tengo. — Contempló la pared con la mirada perdida. Entonces sacudió la cabeza, pues de repente se dio cuenta de cuánto había hablado—. Pero mira cómo sigo y sigo sin parar. Lo siento.
—No tienes por qué. Me alegro de que lo hayas hecho.
Con una sonrisa, Adrianne se inclinó hacia delante ligeramente.
—¿Qué es lo que más echas de menos de estar casado?
—Veo que estamos cambiando de tema.
—He pensado que ahora te toca compartir a ti.
—¿Es lo menos que puedo hacer?
Ella se encogió de hombros.
—Algo por el estilo. Ahora que yo he desembuchado, te toca a ti.
Paul dio un suspiro fingido y levantó la mirada al techo.
—Está bien, lo que echo de menos. — Juntó las manos—. Supongo que es saber que hay alguien esperándome cuando llego a casa del trabajo. Normalmente llegaba tarde y a veces Martha ya estaba en la cama. Pero la certeza de que ella estaría allí era algo natural y reconfortante, tenía la sensación de que las cosas eran como debían. ¿Y tú?
Adrienne dejó la taza de té en la mesa que había entre ellos.
—Lo normal. Alguien con quien hablar y con quien comer, aquellos breves besos matutinos antes de que ninguno se hubiera lavado los dientes. Pero, para ser sincera, ahora mismo me importa más lo que echan de menos los niños. Echo de menos la presencia de Jack por ellos. Creo que los niños pequeños necesitan más a la madre que al padre, pero cuando son adolescentes necesitan al padre. Sobre todo las chicas. No quiero que mi hija crea que los hombres son unos irresponsables que dejan a sus familias, pero ¿cómo voy a enseñarle lo contrario si es lo que ha hecho su padre?
—No lo sé.
Adrienne sacudió la cabeza.
—¿Los hombres piensan en estas cosas?
—Los buenos sí. Como en todo lo demás.
—¿Cuánto tiempo estuviste casado?
—Treinta años. ¿Y tú?
—Dieciocho.
—Entre nosotros dos, ¿crees que la habríamos encontrado?
—¿El qué? ¿La clave para ser siempre felices? Yo ya no creo que eso exista.
—No, supongo que tienes razón.
Oyeron que el reloj del abuelo repicaba desde el pasillo. Cuando paró, Paul se frotó la nuca intentando aliviar el cansancio provocado por el viaje.
—Creo que voy a acostarme. Mañana me levanto temprano.
—Lo sé —afirmó ella—. Estaba pensando lo mismo.
Sin embargo, no se levantaron enseguida, sino que permanecieron juntos unos minutos más en el mismo silencio que habían compartido en la playa. De vez en cuando él la miraba, pero se volvía antes de que ella lo viera.
Con un suspiro, Adrienne se levantó de su asiento y señaló su taza.
—Voy a llevarla a la cocina. Me viene de paso.
Él sonrió mientras se la daba.
—Me lo he pasado bien esta noche.
—Yo también.
Un instante después, Adrienne contempló cómo Paul subía las escaleras. Luego se volvió y se dispuso a cerrar el Inn.
Ya en su habitación, se desnudó y abrió su maleta en busca de un pijama. Al hacerlo, vio su reflejo en el espejo. No estaba mal, pero, sinceramente, aparentaba su edad. Pensó que Paul había sido muy dulce al decir que no necesitaba cambiarse nada.
Hacía mucho tiempo que nadie la había hecho sentirse atractiva.
Se puso el pijama y se metió en la cama. Jean tenía un montón de revistas en la mesita y ojeó unos artículos durante un rato antes de apagar la luz. En la oscuridad, no podía dejar de pensar en la velada que acababa de pasar. Las conversaciones se reproducían sin fin en su cabeza; podía ver el modo en que las comisuras de los labios de Paul dibujaban una media sonrisa cada vez que ella decía algo que le parecía gracioso. Estuvo una hora dando vueltas en la cama, incapaz de dormirse, cada vez más nerviosa y sin saber que, en la habitación de arriba, Paul Flanner hacía exactamente lo mismo.
A pesar de que había cerrado las contraventanas y corrido las cortinas, aquel viernes Paul se despertó al alba y se pasó diez minutos desperezándose.