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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (12 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Como si fuese un castigo por aquella desobediencia, Elizabeth comenzó a exigirle, a veces con gritos y otras con caricias, un detallado inventario de sus actividades cotidianas. «¿Adónde fuiste?», «¿por qué motivo?» y «¿con quién?» eran las tres preguntas básicas de un credo que la joven practicaba con la devoción de un converso. Cualquier comentario repentino, alusión incongruente o desliz imprevisto por parte de Bacon, se convertía en motivo de un interrogatorio que llegaba a durar horas y que, en el mejor de los casos, se resolvía por teléfono. Era como si las actividades que no se centraban exclusivamente en ella, fuesen una especie de delitos de leso amor. Los congresos, las clases o los trabajos que le encargaban a Bacon en el Instituto se transformaban, en la mente de Elizabeth, en espurias coartadas de su infidelidad.

Lo increíble era que Bacon respondía con mimos y disculpas a la andanada de reclamos de su novia. Muchas veces se preguntó, a lo largo de esos meses, por qué toleraba aquella disciplina marcial que lo despojaba de su verdadero carácter. La respuesta era simple: porque se sentía culpable. Pensaba que, a pesar de su furia, Elizabeth confiaba en él y que sus sospechas, aparentemente escenográficas, en realidad tenían fundamento. A fin de mantener la situación como hasta entonces —según le había confesado a Von Neumann—, prefería desviar la atención de Elizabeth hacia temas banales, como las disputas sobre el carácter opresivo de su trabajo, antes que permitirle acercarse al verdadero motivo de sus ausencias. Poco a poco aprendía que, quien vive una vida doble, esta condenado, más que a decir mentiras, a construir y representar medias verdades, como si el mundo pudiese dividirse en dos porciones, a la vez antagónicas y complementarias.

A fines de marzo de 1942, Von Neumann le informó a Bacon que el eminente profesor Kurt Gödel presentaría unos días después —justo en las fechas que le había prometido a Elizabeth que irían a Filadelfia—, uno de sus nuevos trabajos durante las sesiones del claustro del Instituto. Cuando Bacon le comunicó la noticia a su prometida, explicándole la importancia del evento y asegurándole que realizarían el viaje el mes siguiente, Elizabeth se limitó a responderle que podía irse al diablo con su maldito Instituto… No era la primera ocasión que lo amenazaba —al final ella siempre terminaba buscándolo—, pero esta vez Bacon decidió no hacerle caso. Le interesaba demasiado conocer a Gödel como para preocuparse por uno más de los chantajes de su prometida. Le pareció una buena idea tomar este pretexto para descansar de ella unas semanas y poder meditar, a solas, sobre su futuro.

«Lo siento, Elizabeth», le dijo por teléfono, «pero no puedo faltar». Aunque sabía que estos días de libertad eran sólo un preámbulo ilusorio de su esclavitud futura, decidió aprovecharlos como si no fuesen a terminar nunca.

El profesor Gödel era un hombrecillo taciturno, con la complexión de una pértiga y una apariencia que hacía pensar más en una zarigüeya o un ratón almizclero que en un genio de la lógica. Hacía dos años se había incorporado definitivamente al Instituto, ocho después de haber destruido, con un solo artículo, el conjunto de las matemáticas modernas.

A lo largo de más de dos milenios, las matemáticas habían evolucionado de forma descontrolada, como un árbol cuyas ramas se cruzaban, chocaban y se entretejían. Los descubrimientos de babilonios, egipcios, griegos, árabes e indios, y luego los avances logrados en el Occidente moderno, habían convertido la aritmética en una especie de monstruo de mil cabezas, cuya verdadera naturaleza nadie alcanzaba a comprender. Aunque se trataba del instrumento científico más objetivo y evolucionado de la humanidad, utilizado a diario por millones de hombres para resolver problemas prácticos, nadie sabía si, en medio de su infinita diversidad, era posible que las matemáticas contuviesen un germen en descomposición, un hongo o un virus que desacreditara sus resultados.

Los griegos fueron los primeros en advertir esta posibilidad, al descubrir las paradojas. Como constataron Zenón, y más tarde otros estudiosos de la aritmética y la geometría, la estricta aplicación de la lógica a veces producía sinsentidos o contradicciones que no podían resolverse con claridad. Muchas paradojas eran conocidas desde la antigüedad clásica, como la aporía de Aquiles y la Tortuga que negaba el movimiento o la paradoja de Epiménides, según la cual una proposición se negaba y se afirmaba a la vez. Pero fue en las postrimerías de la Edad Media cuando las irregularidades comenzaron a multiplicarse como una plaga maligna. Esta herejía, que ofuscó tanto a los pitagóricos como a los Padres de la Iglesia, ponía en evidencia que la ciencia
podía
equivocarse, contrariamente a lo que se pensaba hasta entonces.

Para revertir esta tendencia caótica, numerosos hombres de ciencia trataron de sistematizar las matemáticas y las leyes que las gobernaban. Uno de los primeros en realizar esta labor fue Euclides, el cual, en sus
Elementos
, intentó derivar todas las reglas de la geometría a partir de cinco axiomas básicos. Más tarde, filósofos y matemáticos como René Descartes, Immanuel Kant, Frank Boole, Gottlob Frege y Giuseppe Peano buscaron hacer lo mismo en campos tan alejados como la estadística y el cálculo infinitesimal, con resultados poco concluyentes. Entre tanto, habían aparecido nuevas paradojas, como las introducidas por Georg Cantor en su teoría de conjuntos.

Al iniciarse el siglo XX, la situación era aún más confusa que antes. Conscientes de las aberraciones derivadas de las teorías de Cantor, los matemáticos ingleses Bertrand Russell y Albert North Withehead se unieron para tratar de reelaborar todas las matemáticas a partir de unos cuantos principios básicos, tal como había hecho Euclides dos mil años atrás, en lo que ellos denominaron «teoría de los tipos». Como resultado de este método publicaron, entre 1903 y 1910, un tratado monumental, titulado
The Principles of Mathematícs
—o
Principia Mathematica
, en una clara alusión a la obra maestra de Newton—, gracias al cual deberían desaparecer las incómodas contradicciones del saber matemático anterior.

Desafortunadamente, la obra era tan vasta y compleja que, al final, nadie quedó convencido de que a partir de sus postulados podrían derivarse todas las demostraciones posibles sin caer jamás en un sinsentido. Poco después de la aparición de los
Principia
, David Hilbert, un matemático de la Universidad de Gotinga, leyó durante un congreso en París una ponencia que se conoció a partir de entonces como
Programa de Hilbert
. En él se presentaba una lista de los grandes problemas aún no resueltos por las matemáticas —la tarea para los especialistas del futuro—, entre los que se hallaba, señaladamente, la llamada «cuestión de la completitud». La pregunta era, básicamente, si el sistema descrito en los
Principia Mathematica
—o cualquier otro sistema axiomático— era coherente y completo, es decir, si contenía o no contradicciones y si cualquier proposición aritmética podía ser derivada a través de sus postulados. Hilbert pensaba que la respuesta sería afirmativa, como señaló a su colegas reunidos en París: «Todo problema matemático es susceptible de solución; todos nosotros estamos convencidos de esto. Después de todo, una de las cosas que más nos atraen cuando nos dedicamos a un problema matemático es precisamente que en nuestro interior siempre oímos la llamada
aquí está el problema
,
hay que darle una solución
; ésta se puede encontrar sólo con el puro pensamiento, porque en matemáticas no existe el
ignorabimus
».

El
Programa de Hilbert
era la Biblia de los matemáticos y lógicos del mundo —le explicó Von Neumann a Bacon—. Resolver uno solo de sus problemas significaba convertirse en un hombre famoso. ¿Lo imagina? Cientos de jóvenes, en todas partes del mundo, quebrándose la cabeza con tal de encajar una sola pieza en el gigantesco rompecabezas trazado por Hilbert. Quizás usted, como físico, no sea capaz de comprender la magnitud del reto… Había que probar que uno era el mejor… La carrera era, pues, no sólo contra aquellos rivales incógnitos, sino contra el tiempo. Una verdadera locura.

—Supongo que usted también trató de resolver los problemas de Hilbert, profesor —lo incitó Bacon, sabiendo de antemano la respuesta, pero dando oportunidad a que la vanidad de Von Neumann saltase sobre él como un tigre hambriento.

—Desde luego, Bacon, todos lo intentamos… De hecho, lo seguimos intentando. Durante varios meses, me obsesioné con el desafío relativo a los
Principia Mathematica
—Von Neumann se acarició la barbilla, oscureciendo el tono de su voz como si se dispusiese a narrar una historia de suspenso—, el mismo que retomó más tarde, con mejor suerte que yo, el profesor Gödel. Al principio, creí haber hallado el camino correcto… Mi intuición me señalaba que la meta no era tan imposible de alcanzar como había previsto… ¿Nunca ha tenido usted esa sensación que le eriza a uno la piel, como si alguien rasgase una pizarra con las uñas? Era
grandioso

—¿Y qué sucedió entonces?

—De repente, me detuve en seco, como si un muro se hubiese atravesado en la carretera —Von Neumann agitaba las manos como si en realidad hubiese estado a punto de estrellarse—. Mi mente quedó en blanco, paralizada… Estaba hecho pedazos. El vacío del fracaso, usted sabe… no me quedó más remedio que meterme en la cama y dormir hasta el día siguiente. Al despertar, me di cuenta de que había sucedido algo maravilloso: en sueños, había descubierto la forma de continuar mis demostraciones. ¡Lo había
soñado
, Bacon, como un profeta inspirado por la voz del Creador! Me sumí, frenéticamente, en mis papeles… Ahora estaba seguro de que iba a lograrlo —sus manos parecían acariciar un trofeo imaginario—. Pero de nuevo, al llegar a un punto culminante, la inspiración me volvió a abandonar. Así, sin más… Otra vez estaba como al principio. Varado.

—¡Oh! —Bacon adivinó que en ese momento debía hacer una exclamación de entusiasmo y pedirle a Von Neumann que acelerase su relato—: ¿Y entonces?

—Esperé a la noche y, tal como lo suponía, me sumergí en otro profundo sueño…

—¿Y volvió a encontrar el hilo perdido?

—¡Exacto! Era una especie de milagro… Mi demostración seguía un trayecto riguroso y perfecto. Estaba convencido de que sería célebre al apuntar en mi currículo uno de los temas del
Programa de Hilbert

—¿Y por qué no ocurrió así, profesor?

—Mi buen amigo Bacon —Von Neumann dibujó una amplia sonrisa con sus labios gruesos y resecos—, ¡fue una verdadera fortuna para las matemáticas que yo no soñara nada aquella noche!

Cuando en 1931 resolvió finalmente el problema, Gödel era un joven matemático prácticamente desconocido. Su artículo, titulado «Sobre proposiciones formalmente indecidibles de los
Principia Mathematica
y sistemas similares. I», cayó como un cubo de agua que destempló para siempre el optimismo de Hilbert. En sus páginas, Gödel no sólo demostraba que en los
Principia Mathematica
podía existir una proposición que al mismo tiempo fuese verdadera e indemostrable —esto es,
indecidible
—, sino que esto ocurriría,
necesariamente
, con cualquier sistema axiomático, con cualquier tipo de matemáticas existente ahora o que fuese a existir en el futuro. En contra de las previsiones de todos los especialistas, las matemáticas eran, sin asomo de duda,
incompletas
.

Con sus sencillos razonamientos, Gödel echó por tierra la idea romántica de que las matemáticas eran capaces de representar completamente al mundo, libres de las contradicciones de la filosofía. Su éxito fue tan rotundo, que ya ni siquiera tuvo la necesidad de escribir el proyectado capítulo II de su artículo. Para él, su misión de dinamitero había concluido. Lo más sorprendente era la sencillez con la cual Gödel había logrado su objetivo. Reformulando la antigua paradoja de Epiménides —y, de hecho, el sustrato de todas las paradojas matemáticas—, había hallado un teorema que probaba sus hipótesis. Era éste:

A cada clase
k w
-consistente y recursiva de
formulae
corresponden
signos de clase r
recursivos, de modo que ni
v
Gen
r
ni Neg (
v
Gen
r
) pertenecen a Flg (
k
) (donde
v
es la variante libre de
r
).

Cuya traducción aproximada sería: «Toda formulación axiomática de teoría de los números incluye proposiciones indecidibles». En términos simples, Gödel decía lo siguiente: «Esta aseveración de teoría de los números no tiene ninguna demostración en el sistema de los
Principia Mathematica
». Una ampliación posible: «Esta proposición de teoría de los números no tiene ninguna demostración dentro de la teoría de los números». Lo cual también puede enunciarse de este modo: «Esta proposición de la lógica no es demostrable con las leyes de esta misma lógica». O incluso, extendiéndola a los vericuetos de la psicología: «Esta idea sobre mí no puede ser demostrada desde el interior de mí mismo».

En resumen, Gödel afirmaba que en cualquier sistema —en cualquier ciencia, en cualquier lengua, en cualquier mente— existen aseveraciones que son ciertas pero que
no
pueden ser comprobadas. Por más que uno se esfuerce, por más perfecto que sea el sistema que uno haya creado, siempre existirán dentro de él huecos y vacíos indemostrables, argumentos paradójicos que se comportan como termitas y devoran nuestras certezas. Si la teoría de la relatividad de Einstein y la teoría cuántica de Bohr y sus seguidores se habían encargado de demostrar que la física había dejado de ser una ciencia
exacta
—un compendio de afirmaciones absolutas—, ahora Gödel hacía lo mismo con las matemáticas. Nadie estaba a salvo en un mundo que comenzaba a ser dominado por la incertidumbre. Gracias a Gödel, la verdad se tornó más huidiza y caprichosa que nunca.

El cuerpo de Vivien se extendía de nuevo, como una sinuosa mancha negra sobre las sábanas de Bacon. Había llegado a su apartamento poco después del atardecer. Sus largos brazos desnudos se confundían ya con restos de la noche, envueltos en una especie de rocío causado por la pertinaz llovizna que caía afuera. Hacía apenas tres días que, después de su áspera discusión telefónica con Elizabeth, Bacon había decidido asistir a las conferencias de Gödel en vez de viajar a Filadelfia. Según recordaba mientras comenzaba a besarle los lóbulos de las orejas a Vivien, en ese momento también había pensado abandonarla a ella pero, cuando la vio llegar, se dio cuenta de que no podía resistir la tentación de poseerla de nuevo.

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