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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (9 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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En cuanto terminaba de desnudarse, Bacon la ponía boca abajo, encendía todas las luces y contemplaba impávido, durante varios minutos la contradicción de la óptica. Luego se inclinaba sobre ella y se dedicaba a besarla incansablemente: su lengua recorría sus contornos circulares y poco a poco ascendía hacia la depresión lumbar, obstinado con adosarle un lago de saliva a aquel valle humano. A cada paso, sus labios comprobaban la perfección de unas ecuaciones esféricas que se sabía incapaz de resolver. Al concluir, la cambiaba de posición, como si fuese un muñeco articulado. Sólo entonces se desvestía también. Separaba cuidadosamente los muslos de Vivien imaginando que eran dos briosas corrientes de lava, e introducía su rostro en el sexo húmedo y apacible de la muchacha. Este preámbulo era una especie de axioma a partir del cual se derivaban, en cada ocasión, diversos teoremas. De acuerdo con su habilidad analítica, a veces éstos lo conducían a los pies de Vivien, sucios y pequeños; otras, a sus pezones, a sus cejas, a su ombligo. Más que fornicar con ella, estudiaba sus posibilidades y, a un tiempo, las formas que iba adquiriendo su propio placer. Al final, el orgasmo era sólo una consecuencia necesaria de los cálculos esbozados desde el inicio.

—Es hora de que te vayas —le decía una vez que él se había recuperado.

Aun si en verdad la quería, odiaba que ella permaneciese mucho más tiempo en su cama, tener que abrazarla cuando todo había concluido. Entonces, el calor que desprendía y las gotas de sudor que perlaban su piel con diminutos ojos translúcidos le producía un asco tan intenso como la excitación previa. La animalidad se le aparecía de pronto, inevitable, y no podía dejar de imaginarse como una pareja de cerdos refocilados en su propia inmundicia. Ya comprobada su Teoría, dejaba que Vivien reposase sólo el tiempo indispensable y luego simplemente le pedía que se marchara. Con la misma indiferencia que, en cierto modo, advertía en ella, la veía recoger su ropa y ponérsela en silencio como quien viste una muñeca ajena. Cuando al fin se quedaba solo, Bacon no podía dejar de entristecerse,
quod erat demostrandum
, y generalmente dormía sin sueños.

A pesar de haber sido educado en los buenos modales de la sociedad de Nueva Jersey, Bacon apenas había mantenido contacto con las chicas de su edad. Las muchachas que comenzaban a atraerle, eran justo aquellas que preferían ignorarlo: cuidadosamente peinadas, religiosas y severas, inalcanzablemente hermosas. Al principio, Bacon trató de no darle importancia: para defenderse de un posible rechazo,
a priori
todas le parecían lo suficientemente tontas como para confundir una raíz cuadrada con el bulbo de una orquídea. Después de infructuosos intentos por mantener una conversación que durase más de cinco minutos con alguna de ellas, Bacon terminaba harto y entristecido. Sentía que nadie sería capaz de comprenderlo, menos aún de amarlo. Fue esta idea la que lo llevó por primera vez, a los locales
non sanctos
que le recomendó el más bravucón de sus compañeros de la Universidad. Ahí no tendría que charlar ni tratar de aparentar un interés que no sentía por el clima, las fiestas o los vestidos lujosos: según le dijo su amigo, ahí todo se reducía a un trámite silencioso y discreto, a una descarga de placer que no conllevaba ningún compromiso. La primera vez que lo intentó, Bacon estaba aterrado: trataba de concentrarse en fórmulas matemáticas a fin de disimular su nerviosismo y permitir que, en algún momento, su cuerpo respondiese como él quería. Eligió a una muchachita delgada y tímida —le consolaba pensar que estaba más atemorizada que él— que en la cama se convirtió en una especie de máquina sin sentimientos. Se quitó la ropa de un tirón, mostrando unos pezones diminutos que parecían salir directamente del pecho, le permitió a Bacon darles un par de lengüetazos, y luego ella se encargó del resto. Al final no sentía ningún remordimiento ni ningún vacío: al contrario, lo había disfrutado.
Verdaderamente
lo había disfrutado. Había sido aun mejor de lo que le había insinuado el tipo listo de su clase: era ideal para alejar a los demonios de la lujuria, permitiéndole concentrarse en asuntos más importantes como la física cuántica. Cuando tenía necesidad de un cuerpo, no tenía más que contar con unos cuantos dólares. Y, como cualquier científico, que algo tiene de entomólogo, apreciaba la variedad y la diversidad. Cada día se sentía mas sorprendido por las diferencias que podía hallar en las distintas mujeres: los mínimos detalles se convertían, así, en una fuente inagotable de excitación. Un nuevo lunar, una curva nunca antes vista, un ombligo ligeramente deforme, lo llenaban con el gozo que sólo experimentaba al hallar la solución a un problema algebraico. Exploraba aquellos especímenes con una lucidez de coleccionista que siempre le impidió acercarse siquiera un poco, al cariño.

Por alguna razón, Vivien no era como las otras. Bacon había visto por primera vez su rostro impávido y triste hacía varios meses. Más tarde intentaría recordar la fecha precisa de aquel encuentro para otorgarle origen cierto a su relación con ella, pero le resultaba imposible fijar un día y una hora precisas. Ni siquiera podía recordar si había sido verano u otoño, antes o después de su vigésimo cumpleaños: simplemente le quedaba el sonido lejano de su voz cuando le dirigió la palabra a esa joven que entonces le pareció poco más que una niña. En vez de tomar el
New York Times
del montón que se ofrecía al público, y dejar las monedas encima de alguna revista de moda, como solía hacer siempre, esa vez Bacon se lo había pedido directamente a la encargada del quiosco. Cuando ella se lo entregó, Bacon advirtió el callado gesto de dolor que se escondía detrás de los periódicos. Quizás no fuesen más que unos segundos, pero le bastaron para conservar en la memoria su semblante delicado y sombrío como un alfiler clavado entre su ropa. La joven poseía una belleza que no había apreciado hasta entonces: a pesar del color de su piel —así lo pensaba, sin vergüenza—, sus rasgos parecían haber sido modelados con dulzura; su nariz ancha y sus labios carnosos no le recordaban la fuerza primitiva de las máscaras africanas ni su zafia imitación a manos de Picasso, sino que más bien le hacían pensar en la inquieta calma de un amanecer en la selva (la metáfora denotaba su gusto por las novelas de aventuras y por el cine de acción). A partir de ese día, cada domingo se acercaba al quiosco con la vana esperanza de encontrarla y, acaso, de saber más de ella.

La mirada de la joven lo hacía sentirse tan incómodo como interesado. Antes, jamás se le hubiese ocurrido pensar que podría importarle una mujer negra —sencillamente no estaba dentro de su espacio mental—, pero ahora se había obsesionado con ella. Debo mencionarlo: su motivación inicial era la de un coleccionista que ansia comprar un sello exótico. Un día intentó charlar con ella, refiriéndose a las noticias de moda —la guerra siempre era un buen pretexto—, sin resultado alguno: la muchachita se limitó a esbozar una sonrisa sin abrir los labios y volvió a perderse en sus pensamientos.

—¿Te has quedado muda? —le dijo Bacon con un tono infantil del cual se arrepintió inmediatamente—. ¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —respondió ella. Su voz era ronca y profunda. Bacon le pagó el diario y se marchó con lentitud, como si esperase escuchar una llamada de ultimo momento. Ella, en cambio, ni siquiera parecía haberse fijado en el rostro anónimo que le había preguntado su edad. Al día siguiente, Bacon regresó como de costumbre. Le temblaban las piernas y, sin embargo, consiguió hablarle con un tono neutro y firme que, pensó luego, debía de imitar el sonido nasal de los capataces sureños.

—¿Te gustaría ir al cine? —le preguntó a bocajarro. La joven lo miró con unos ojillos inquietantes. ¿Se trataba de una broma? No pudo evitar mostrarle a Bacon, por primera vez, unos dientes frente a los cuales el papel de los diarios parecía amarillento.

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque no puedo.

—¿Tienes miedo?

—No.

Esta misma escena se repitió a lo largo de un par de meses. Bacon compraba su
New York Times
y le hablaba de las películas que daban en los cines cercanos, con la esperanza de obtener una respuesta positiva, pero ella siempre abanicaba con la cabeza, como si tratase de espantar a una mosca impertinente. Bacon no se desanimó: para él, la situación se convirtió poco a poco en una rutina semanal. Él fue el más sorprendido cuando, una mañana, la chica aceptó su propuesta. Al final de la tarde, se encontró con ella frente a la taquilla de un cine de barrio (un sitio muy poco recomendable, según le habían dicho). La película era, cómo olvidarlo, la primera que Bacon vio en color:
Lo que el viento se llevó
, recientemente estrenada en todo el país. Aunque después no se acordaría muy bien de la trama —se había pasado casi toda la función contemplando, de reojo, el perfil azuloso de su compañera—, se aprendió de memoria el nombre —y los gestos— de la actriz que la protagonizaba: Vivien Leigh, y decidió bautizar con este nombre a su amiga. Después, ella le confesó el verdadero —era Delores, o Barbara, o Leona—, pero él le explicó que prefería seguir llamándola Vivien. Al hacerlo, había inventado una criatura nueva, dotada con las cualidades que él mismo le imponía.

El domingo siguiente, la escena se repitió del mismo modo —incluso volvieron a ver
Lo que el viento se llevó
—, comprobando todas las leyes sobre la inercia. La constante eran las pocas palabras que cruzaban entre si. Era como si hubiesen firmado un acuerdo tácito para comprar una parte de su tiempo, nada más. La primera vez que la besó —sus labios le parecieron unas enormes ventosas como las que se utilizan para desatrancar cañerías— fue de camino al cine. Como la mayor parte de las actividades que Bacon emprendía, lo hizo motivado por una curiosidad más científica que amorosa. No pasaron muchas semanas antes de que, a sus escenarios habituales, incorporasen uno nuevo: la pequeña casa de campo que su padre le había dejado como única herencia. Pero ni siquiera ahí hablaban más de lo estrictamente indispensable. Al principio, él se desesperaba: le hubiese gustado conocer, al menos, si ella sentía el mismo placer o si se sometía a aquella actividad física sólo para complacerlo. De hecho, no tenía la menor idea de los sentimientos que existían entre ambos, como si referirse directamente a su relación, prohibida y sospechosa, fuese ya una provocación innecesaria. Conforme pasaban los días, terminó aceptando el silencio como el único marco posible de su relación con Vivien.

Bacon acababa de regresar de una clase de estadística cuando recibió la inesperada visita de su madre, la cual ahora se hacía llamar Rachel Smith. A partir de la muerte de su primer marido, se había convertido en una mujer rica y altanera. Vestía como una neoyorquina acomodada, con un vestido negro y entallado, llevaba un anacrónico corte de cabello
à la garçon
y su cuello estaba envuelto por un animalejo grisáceo cuyos ojos apagados sólo inspiraban lástima. Aunque provenía de la clase media norteamericana, gracias a su segundo matrimonio había logrado incorporarse a la orgullosa aristocracia local. Se sentía a la altura de las mujeres que la rodeaban y copiaba esmeradamente sus manías y ademanes, incluyendo su sesgado racismo, una consecuencia necesaria de su posición social. La herencia que le había dejado su marido le había permitido contratar un par de sirvientas negras y las trataba con el mismo desdén con el cual se dirigía a los pordioseros. Pasó mucho tiempo antes de que Bacon reparase en esta actitud, hasta el día en que ella comenzó a referirse, con saña, al aspecto de los empleados municipales. «Qué olor tan…
característico
», decía cuando pasaba cerca de algún negro, y procedía a taparse la nariz con un pañuelo previamente impregnado con perfume francés.

—¿Por qué me avergüenzas de este modo? —le espetó ella con una voz llorosa, dejando su pequeño bolso color turquesa sobre el escritorio de Bacon. Su voz seguía siendo tímida, casi inaudible, a pesar de su imagen de mujer de mundo—. Tuvo que ser una de mis amigas la que me informase de que, en vez de estudiar, mi hijo utiliza el dinero que le dejo su padre para salir con una puta negra… ¿Es esto cierto?

—No es una prostituta, mamá.

—Deja de engañarme, Frank.

Continuaron peleando durante varios minutos hasta que, intimidado por las lágrimas de su madre, Bacon tuvo que prometerle que no volvería a encontrarse con Vivien. Desde luego, no pensaba cumplir su promesa —al menos no completamente—: cuando volvió a ver a la muchacha, simplemente le explicó que prefería no salir de paseo con ella. A Vivien se le humedecieron los ojos pero, tal como él había supuesto, no replicó nada. No hubo un solo reproche ni una sola queja, sólo la misma tristeza de siempre. Vivien tampoco dijo nada cuando, a la semana siguiente Bacon se negó a ir al cine. A partir de ese día, no volvieron a salir juntos. Bacon ni siquiera tuvo que explicarle el cambio: Vivien adivinaba el motivo y no necesitaba la humillación adicional de escuchar una mentira. Por fin, cuando él se refirió a que el trabajo en el quiosco de periódicos era indigno de una muchacha como ella, Vivien comenzó a trabajar en una cafetería.

Bacon no tardó en darse cuenta de que, cuando uno desprecia a la mujer que ama, el amor se convierte en un vicio cruel y solitario: confiaba en ella, pero también adivinaba el odio que se iba acumulando en esa aparente sumisión. Pero Vivien parecía no enterarse de los pensamientos de su amante; como si nada hubiese cambiado entre ellos, seguía yendo a su casa, al menos dos veces por semana, con la apatía de un conejo que se deja cebar a sabiendas de que llegará el día en que habrá de comparecer en la mesa de su amo.

Cuando, en una de las recepciones que acostumbraba organizar, la madre le presentó a Bacon una jovencita vivaracha y pecosa proveniente, según le dijo con orgullo, "de una de las mejores familias de Filadelfia y que además se mostraba interesada en sus palabras, no le pareció mal bailar con ella ni responderle que, por suerte, no tenía ningún compromiso. Ni siquiera se le ocurrió pensar en Vivien, la cual se había convertido en una especie de fantasma sexual que acudía a su cama como sólo fuese uno de sus sueños eróticos. A lo largo de dos semanas, Vivien acudió en varias ocasiones al apartamento de Bacon, pero no lo halló en casa. Sin avisarle, él se encontraba cenando con los padres de su reluciente novia.

—No me dejes —le dijo Vivien la siguiente vez con una voz firme y decidida.

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