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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (6 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Hasta los nueve años, su nombre nunca le había incomodado. Su madre siempre lo llamaba Frank o Frankie, en su afán por integrarlo a la frívola sociedad de Nueva Jersey y, desde la muerte de su padre, nadie había vuelto a mencionar ese molesto Percy que se había entrometido en su fe bautismal. Sólo los documentos oficiales, donde debía cargar con la inicial P. Como si se tratase de una marca de infamia, le hacían esperar que nadie le preguntase por su significado. En el colegio todo cambió. Un maestro del primer curso fue el primero en notarlo. «¿Francis Bacon?», exclamó en voz alta, casi riendo. «Sí», repuso él, sin comprender qué ocurría. Su deseo de pasar inadvertido resultó inútil. A partir de ese momento tuvo que soportar que profesores y alumnos, al encontrar su nombre al inicio de curso, se divirtiesen a su costa.

Al principio, constatar que su nombre no era único no le pareció tan grave: muchos Johns y Maries y Roberts le servían de consuelo. Incluso, el segundo esposo de su madre se llamaba Tobías Smith, y él no parecía molesto de compartir su apellido con miles de compatriotas. «¿Supongo que usted también será un genio, señor Bacon?», le preguntaban con sorna. Lo peor era que él creía que era cierto. Pero ¿quién iba aceptar que un segundo Francis Bacon pudiese ser un científico brillante? La primera coincidencia parecía desterrar para siempre la idea de que aconteciera una segunda, más improbable todavía. Él trataba de defenderse, demostrando sus habilidades pero, al escuchar la soberbia con la cual presentaba los resultados que había obtenido, sus preceptores no podían contener la risa. Era como si quisieran convencerlo de que su destreza era una excentricidad o una manía y no un genuino talento. En cualquier caso, no dudaban en compararlo con el verdadero Bacon, como si él no fuese más que la errabunda y apócrifa copia de un original perdido.

Decir que la infancia y la adolescencia de Bacon fueron solitarias, sería casi un eufemismo. Demasiado consciente de los atributos que lo diferenciaban de los demás, se mostraba reacio a cualquier contacto humano fuera de lo estrictamente indispensable. Sus constantes migrañas, que lo sumían en un estado de catatonía en el cual no soportaba la luz ni el ruido, tampoco hacían que la convivencia con él fuese sencilla. Pasaba incontables horas en su habitación, pergeñando fórmulas y teoremas, hasta que el padrastro subía en busca suya y lo bajaba al comedor casi arrastrando. Su madre casi estaba arrepentida de haberle enseñado a contar: no sólo era impertinente y obcecado, sino intolerante con todos aquellos que no estaban a la altura de su inteligencia.

Poco a poco fue olvidándose de los odiosos juegos de palabras con su nombre para interesarse, cada vez más, por la figura del científico inglés que los había provocado. Necesitaba conocer a ese antepasado insólito que, con su solo nombre, le había hecho la vida miserable. Comenzó a perseguirlo con la misma ansia con la cual los adolescentes se buscan a diario en el espejo para advertir las mínimas pruebas de su metamorfosis en adultos. Rehuyendo la incomodidad que representaba mirar su nombre escrito en los libros, sabiendo que no le pertenecía, Frank se internó en las obsesiones de su falso ancestro. Al admirar sus descubrimientos, sufrió esa vaga conciencia que anima a saltar a los abismos: su hallazgo no fue para él una confirmación de las peroratas de sus detractores, sino una prueba de su propia vocación. Admirando a su homónimo se convenció de que, aun por error, su destino estaba ligado al de ese hombre; si no en una reencarnación —en la cual no podía pensar—, pensaba en una especie de llamada, en una casualidad demasiado obvia para ser producto del azar.

La historia del Barón de Verulamio transformó la vida de nuestro Francis P. Conforme lo fue descubriendo, supo que debía continuar, de alguna manera, la obra de aquel hombre. Por más desagradable que hubiese sido en sus relaciones con los demás, había pasado a la inmortalidad. Compartía con él la incomprensión de sus contemporáneos y se solazaba pensando en que su madre, su padrastro y sus compañeros de escuela, algún día se arrepentirían del trato que le dispensaban. Se sentía particularmente orgulloso de llevar el apellido de alguien a quien había llegado a atribuírsele la obra de William Shakespeare. Como sir Francis, Frank se había acercado al conocimiento por varios motivos —curiosidad, búsqueda de certezas, cierto talento innato—, pero reconocía que, en el fondo, el de mayor peso había sido el mismo de su ancestro: el rencor. Para él, la convivencia con los datos exactos de las matemáticas era el único modo de enfrentarse a un universo desordenado, cuyo destino no dependía de él. Transformando un apotegma de su héroe isabelino, le hubiese gustado decir: «He estudiado números, no hombres».

En el colegio, el rechazo hacia sus semejantes se fue diluyendo lentamente gracias a su creciente admiración por las leyes naturales (lo cual incluía, al menos en principio, cierta admiración por la humanidad). Aunque no todo lo que ocurría podía ser explicado por la razón, al menos la ciencia le aseguraba un camino recto hacia el conocimiento. Lo más importante era que, al averiguar qué leyes regían el mundo, podría llegar a tener algún control sobre los demás. Sin desprenderse de su desconfianza original, Frank la arrinconó en una parte de su memoria a la cual recurría cada vez con menos frecuencia.

Una mañana se levantó con un humor franco y expansivo; sin saber exactamente la razón, había decidido alejarse de las matemáticas puras, con su red de abstracciones y fórmulas incognoscibles, para acercarse al terreno más sólido y concreto de la física. Si bien esta decisión tampoco resultó del agrado de su madre, quien quería verlo convertido en ingeniero, al menos se acercaba más al mundo que ella conocía. Su tarea, ahora, no sería combinar números como un esquizofrénico revuelve palabras, sino adentrarse en los componentes básicos del universo: la materia, la luz, la energía. Quizás de esta forma llegaría a convertirse, como deseaba su familia, en alguien útil para sus semejantes. Por desgracia, tampoco en este campo cumplió las expectativas maternas: al parecer, le resultaba imposible concentrarse en problemas concretos. En vez de consagrarse a la electrónica, Bacon se entusiasmó con la rama más novedosa frágil e impráctica de la física: el estudio de los átomos y la muy reciente teoría cuántica. Ahí, otra vez, no había nada tangible: los nombres de los objetos que analizaba —electrones, fuerzas, campos magnéticos— eran las etiquetas de unos entes tan bizarros como los números.

En 1940, después de varios años de lidiar con esta disciplina y con la oposición de su madre y su padrastro, Frank se graduó con honores en la Universidad de Princeton con una tesis sobre los electrones positivos. Tenía veintitrés años y su futuro no podía ser más promisorio: siendo uno de los pocos especialistas en el tema, instituciones de varios estados de la Unión lo habían invitado a realizar estudios de posgrado en sus campus. En especial, Bacon consideraba tres espléndidas ofertas: una de CALTECH —el Instituto Tecnológico de California—, donde trabajaba Oppenheimer; otra de la propia Universidad de Princeton, su
Alma Mater
; y una más del Instituto de Estudios Avanzados de la misma ciudad. Con todo, esta última opción era la que más le atraía. El Instituto había sido fundado en 1930, por los hermanos Bamberger —los antiguos dueños de los almacenes del mismo nombre situados en Newark—, pero en realidad había comenzado a funcionar a mediados de 1933. Pronto se convirtió en uno de los centros de investigación científica más importantes del mundo. Entre sus profesores se encontraban Albert Einstein, quien había decidido permanecer en Estados Unidos tras las elecciones que le dieron el poder a los nazis en Alemania, y los matemáticos Kurt Gödel y John von Neumann, por mencionar sólo a los más famosos.

Últimos días del otoño de 1940. Mientras caminaba por los amplios senderos de la Universidad de Princeton rumbo a la oficina de su jefe de departamento, Bacon apenas caía en la cuenta de que estaba a punto de decidir su futuro. A su paso, los fresnos que bordeaban el sendero eran como las columnas inmóviles de un templo, cuyo techo se había ido desmoronando poco a poco. Hacía un viento cortante que desdibujaba el contorno de los colegios que albergaban las distintas facultades. Su estilo medieval —copiado de Oxford y Cambridge— le parecía aún más falso bajo el cielo despejado. Prisioneros de sus incómodos trajes grises, Profesores y alumnos se refugiaban en el interior de los anacrónicos edificios, huyendo del aire helado que hacía volar sus sombreros. Aunque el decano lo había llamado para hacerle un anuncio importante, Bacon no estaba nervioso. Confiaba en que el camino de la ciencia lo llevaría al mejor de los lugares posibles y, además —esto era lo mejor de todo—, ya había tomado una decisión sobre su vida desde que, dos días atrás, recibiera una llamada del Instituto.

El nuevo decano resultó ser un hombrecillo parlanchín que lo recibió de inmediato. Sentado tras un gran escritorio que le ocultaba la mitad del pecho, no cesaba de mesarse una barba entrecana como si quisiera desenredar los hilos del destino. Después de extenderle la mano, le pidió a Bacon que se sentara, tomó una carpeta de entre las muchas que se extendían delante de él y, sin mirarlo, comenzó a leer fragmentos en voz alta.

—Francis Bacon, sí, ¿cómo olvidar ese nombre? Muy bien…
Summa cum laude
… «Excelente trabajador… Destacado analista… Un poco lento a la hora de tomar decisiones, pero un teórico sobresaliente… En resumen, uno de los estudiantes mejor dotados de su generación…» ¿Qué opina de estos comentarios? —exclamó con un tono que recordaba el silbato de las locomotoras de juguete—. ¡No hay más que opiniones favorables sobre usted, muchacho! Sorprendente, realmente sorprendente…

Bacon ni siquiera le había prestado atención. Su mirada rondaba la colección de revistas alemanas —
Annalen der Physik
,
Zeitschriftfür Physik
,
Naturwissenschaft
— que tapizaba la estantería del pequeño despacho. Fuera de ellas, la decoración hacía pensar más en el laboratorio de un entomólogo, lleno de cajitas y frascos de cristal, que en la oficina administrativa de un físico. Al fondo, Bacon reconoció una foto en la cual Einstein aparecía junto a su interlocutor. En la imagen, el orgulloso decano se erguía al lado del descubridor de la relatividad como una ardilla ansiosa por trepar una secuoya.

—Me siento muy complacido, profesor.

—Quiero que entienda que no se trata de mi opinión, simplemente he leído su expediente, muchacho. Me hubiese gustado conocerlo mejor, pero no ha podido ser así, de modo que no puedo ser tan elogioso como sus maestros. En fin, ¿qué se le va a hacer? Vayamos al punto, si no le importa. Lo he llamado para comunicarle una noticia que, probablemente, usted conoce mejor que yo.

—Creo saber de qué me habla, profesor.

—Gracias a la recomendación del profesor Oswald Veblen, el Instituto de Estudios Avanzados ha decidido invitarlo a integrarse a su personal —Bacon no pudo evitar una sonrisa—. Desde luego, nosotros preferiríamos que se quedase con nosotros, pero es usted quien tiene la última palabra. Si prefiere marcharse con nuestros vecinos, yo no puedo oponerme. Sólo déjeme advertirle que en el Instituto obtendrá la calidad de asistente, no de estudiante de doctorado… ¿Sabe usted qué significa esto? ¿Quiere usted pensarlo más o ya ha tomado una decisión al respecto?

Al principio, el Instituto se había instalado en Find Hall, en la Facultad de Matemáticas de la Universidad, mientras se reunía el dinero necesario para construirle un edificio propio. A partir de 1939, tenía su propia sede en Find Hall, una gran caja de ladrillos rojos, no muy distinta de un manicomio o una alcaldía, lo cual le había permitido alejarse de los territorios de la Universidad. Sin embargo, pequeñas rencillas entre ambas instituciones seguían en el aire. Cuando se fundó el Instituto, su primer director, Abraham Flexner, había prometido no invitar a trabajar en él a profesores de la Universidad, pero tanto Veblen como el matemático húngaro John von Neumann, originalmente contratados por ella, habían terminado por integrarse a su plantilla.

—Pienso aceptar la propuesta del Instituto, profesor.

—Lo imaginaba —dijo el decano.

Bacon ya había calibrado las ventajas y desventajas que se le presentaban. Aunque el Instituto no le otorgase un título de posgraduado, en compensación le permitiría estar en contacto con algunos de los mejores físicos y matemáticos del mundo. No titubeó.

—Muy bien —añadió el hombrecillo—, entonces no hay nada que hacer. ¿Cuántos años tiene, muchacho?

—Veintiuno.

—Es usted muy joven todavía… Demasiado joven. Quizás tenga tiempo de rectificar más adelante. No debe perder el tiempo. La juventud es primordial para los físicos. Es una ley de vida, injusta como todas, y usted la conoce de memoria: después de los treinta, un físico está acabado…
Acabado
. Se lo digo por experiencia…

—Le agradezco sus consejos.

Bacon pensó en ese momento en la cita que ya había acordado con el profesor Von Neumann para el martes a las tres de la tarde. El decano le sacó de su ensimismamiento:

—Y ahora, lárguese.

H
IPÓTESIS
2

Sobre Von Neumann y la guerra

—Mi nombre es Bacon, profesor. Francis Bacon —Frank se había presentado en el Instituto a la hora convenida. Se había puesto uno de sus mejores trajes, color gris rata, y una corbata con diseños similares a jirafas.

—Oh, Bacon. Nacido el 22 de enero de 1561 en York House y muerto en 1626. Un maniático, desafortunadamente. Y una inteligencia deliciosa, claro que sí. Podría recitarle ahora mismo, línea por línea, el
Novum Organum
, pero supongo que se aburriría. Además, tengo un compromiso al que no debo llegar muy tarde.

Entre los hombres de ciencia contemporáneos, nadie parecía haber intimado tanto con el carácter esquivo y tormentoso de los números, como John von Neumann. En la Universidad de Princeton, donde había pasado unos meses como catedrático de la Facultad de Matemáticas, el joven profesor había adquirido la fama de ser uno de los hombres más inteligentes del mundo y, al mismo tiempo, uno de los peores profesores posibles. Su nombre alemán era Johannes, transformación del original húngaro Janos, así que no había lamentado traducirlo al inglés para adecuarse a la informalidad de su país adoptivo; de este modo, se hacía llamar Johnny von Neumann, con lo cual quedaba convertido en una mezcla de whisky escocés y cerveza checa. Von Neumann había nacido en Budapest, en 1903, de modo que tenía treinta y siete años, pero su carrera de niño prodigio lo había convertido en uno de los matemáticos más importantes del momento y, desde hacía unos meses, en el miembro más joven del Instituto de Estudios Avanzados. Bacon no había asistido a sus cursos, pero conocía de sobra el catálogo de anécdotas que circulaban en el campus de la Universidad de Princeton en torno a sus excentricidades. Como habría de comprobar pronto, su inglés poseía un acento peculiar que no derivaba de su pronunciación centroeuropea; según muchos, él mismo se lo había inventado. Siempre vestía un pulcro traje color café con leche, del cual no se desprendía ni siquiera en los meses de verano o cuando realizaba excursiones campestres. Además de su rapidez para calcular, tenía memoria fotográfica: le bastaba con ver de reojo una página, o leer de un tirón una novela, para ser capaz de recitarla más tarde, sin errores, de principio a fin. Así lo había hecho varias veces con la primera mitad de
Historia de dos ciudades
.

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