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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (2 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Decenas de sentencias de muerte habían sido dictadas por Freisler cuando el 3 de febrero de 1945 tuve que presentarme en la Corte Popular en Bellevuestrasse. Ese día íbamos a ser juzgados cinco prisioneros. El primero en comparecer ante el juez era Fabien von Schlabrendorff, abogado y teniente de reserva que había fungido como enlace entre los diversos líderes de la resistencia antinazi. Había sido capturado poco después del 20 de julio y, desde entonces, mantenido en los campos de concentración de Dachau y Flössenburg. Como de costumbre, Freisler lo interrumpía para burlarse de los acusados, nos llamaba cerdos y traidores y vociferaba que Alemania sólo podría salir victoriosa —¡victoriosa en 1945!— si era capaz de eliminar a escoria como nosotros.

Entonces ocurrió algo que, de no haber estado yo presente para verlo, hubiese considerado una mentira o un milagro. La alarma antiaérea comenzó a sonar con fuerza. Una luz roja se encendió en la sala. De pronto, el silencio se convirtió en un rugido y, más tarde, en una interminable serie de explosiones que hacían vibrar el edificio de la Corte.

En aquellos meses, los bombardeos se habían transformado en parte de la vida cotidiana de Berlín, de modo que tratamos de conservar la calma, esperando que todo concluyera. No podíamos imaginar que no se trataba de un ataque aéreo como otros, sino del bombardeo más intenso lanzado por los Aliados desde el inicio de la guerra. Antes de que nos diésemos cuenta, una potente descarga cayó sobre el techo de la Corte Popular. Una cortina de humo y polvo se abatió sobre la sala, como si hubiese comenzado a nevar en su interior. El yeso caía de los muros como talco, pero los estropicios no parecían mayores. No quedaba sino esperar a que se reanudase la sesión o a que el juez decidiese suspenderla hasta el día siguiente. Entonces levantamos la vista: un pesado trozo de piedra había caído sobre el estrado y, al lado de él, reposaba el cráneo del juez Roland Preisler, partido en dos, con un río de sangre cubriéndole el rostro y manchando la sentencia de muerte contra Schlabrendorff. Aparte de él, nadie resultó herido.

Los guardianes de la sala corrieron a la calle a buscar a un médico y regresaron a los pocos minutos con un hombrecillo de chaqué que se había refugiado de las bombas a las puertas de la Corte. En cuanto se acercó al cadáver, el médico dijo que nada podía hacerse: Freisler había muerto instantáneamente. Los acusados nos quedamos en nuestros lugares, atónitos, mientras los guardias de seguridad nos vigilaban con odio, sin saber qué hacer. Entonces se escuchó la recia voz del médico:

«Me niego. No voy a hacerlo. Lo siento. Pueden arrestarme, pero no voy a firmar el acta de defunción… Llamen a otro». Luego supimos que el nombre del doctor era Rolf Schleicher, y que su hermano Rüdiger, quien trabajaba en el Instituto de Legislación Aérea, había sido condenado a muerte por el juez unas semanas atrás.

Tras la muerte de Freisler, el juicio se aplazó una y otra vez. Los bombardeos aliados devastaban la ciudad. A partir de marzo de 1945, fui trasladado de una prisión a otra, hasta que finalmente una unidad norteamericana nos devolvió la libertad poco después de la capitulación. A diferencia de la mayor parte de mis compañeros y de mis amigos, yo había sobrevivido.

La tarde del 20 de julio de 1944, un golpe de suerte salvó a Hitler. Si la segunda bomba hubiese sido puesta en funcionamiento por Stauffenberg, si el maletín hubiese quedado más cerca del Führer, si hubiese habido una reacción en cadena, si Stauffenberg se hubiese asegurado, desde el principio, de colocarse más cerca de él… La mañana del 3 de febrero, otro golpe de suerte me salvó a mí. Si yo hubiese sido juzgado en otra ocasión, si el bombardeo no se hubiese iniciado justo a esa hora, si el trozo de roca hubiese caído a unos centímetros de distancia, si Freisler se hubiese agachado o se hubiese escondido… Aún no sé hasta dónde es posible y equilibrado establecer una relación entre estos dos hechos. ¿Por qué me obstino entonces, tantos años después de aquellos sucesos, en conectar movimientos del azar que en principio nada tienen que ver? ¿Por qué continúo presentándolos unidos, como si fuesen sólo manifestaciones distintas de un mismo acto de voluntad? ¿Por qué no me resigno a pensar que no hay nada detrás de ellos, como tampoco hay nada detrás de los infortunios humanos? ¿Por qué sigo aferrado a las ideas de fortuna, de fatalidad, de suerte?

Quizás porque otras coincidencias, no menos terribles, me han obligado a escribir estas páginas. Si me atrevo a unir hechos aparentemente inconexos, como la salvación de Hitler y mi propia salvación, es porque nunca antes la humanidad ha conocido tan de cerca las formas del desastre. A diferencia de otras épocas, la nuestra ha sido decidida con mayor fuerza que nunca por estos guiños, por estas muestras del ingobernable reino del caos. Me propongo contar, pues, la trama del siglo. De mi siglo. Mi versión sobre cómo el azar ha gobernado al mundo y sobre cómo los hombres de ciencia tratamos en vano de domesticar su furia. Pero éste es, también, el relato de unas cuantas vidas: la que yo mismo he sufrido a lo largo de más de ochenta años, sí, pero sobre todo las de quienes, otra vez por obra de la casualidad, estuvieron a mi lado. A veces me gusta pensar que yo soy el hilo conductor de estas historias, que mi existencia y mi memoria —y, por lo tanto, estas líneas— no son sino los atisbos de una amplia e inextricable teoría capaz de comprender los lazos que nos unieron. Acaso mi propósito parezca demasiado ambicioso, atrevido o incluso demente. No importa. Cuando la muerte se ha convertido en una visita cotidiana, cuando se ha perdido toda esperanza y sólo queda la ruta hacia la extinción, ésta es la única tarea que puede justificar mis días.

P
ROF.
G
USTAV
L
INKS

Matemático de la Universidad de Leipzig

10 de noviembre de 1989

LIBRO PRIMERO
LEYES DEL MOVIMIENTO NARRATIVO

L
EY
I

Toda narración ha sido escrita por un narrador.

Esta aseveración, que a primera vista parece no sólo tautológica sino decididamente estúpida, es más profunda de lo que se suele admitir. Durante años se nos ha hecho creer que cuando leemos una novela o un relato escritos en primera persona —sólo por poner un par de ejemplos aunque, desde luego, este libro no pertenece a ninguno de estos géneros—, nadie se encarga de llevarnos de la mano por los acertijos de la trama, sino que ésta, por arte de magia, se presenta ante nosotros como si fuera la vida misma. Mediante este procedimiento, se concibe la ilusión de que un libro es un mundo paralelo en el cual nos internamos por nuestra propia cuenta. Nada más falso. A mí siempre me ha parecido intolerable la mezquindad con la cual un escritor pretende esconderse detrás de sus palabras, como si nada de él se filtrase en sus oraciones o en sus verbos, aletargándonos con una dosis e supuesta objetividad. Seguramente no soy el primero en notar esta dolosa trampa, pero al menos quiero dejar constancia de mi desacuerdo con este escandaloso intento por parte de un autor de borrar las huellas de su crimen.

C
OROLARIO
I

Por las razones anteriormente expuestas, debo aclarar que yo —una persona de carne y hueso, idéntica a ustedes— soy el autor de estas páginas. ¿Y quién soy yo? Como se habrán dado cuenta al mirar la cubierta de este libro —si es que algún editor se ha tomado la molestia de publicarlo—, mi nombre es Gustav Links. ¿Qué más pueden saber hasta ahora? Olvídense de mí por un momento y vuelvan a echar un vistazo a la portada. Claro: este volumen ha sido terminado —que no escrito— en 1989. ¿Y qué más? Lo poco que hasta el momento he podido contar: que participé en el fallido complot contra Hitler del 20 de julio de 1944, que fui arrestado y procesado y que el
fatum
, al fin, me salvó de la muerte…

Espero, sin embargo, que no me crean tan arrogante como para narrar, de una vez por todas, mi vida entera. Nada más alejado de mi intención. Como han dejado dicho muchos otros antes que yo, no seré más que el guía que habrá de llevarlos a través de este relato: seré un Serenius, un Virgilio viejo y sordo que se compromete, desde ahora, a dirigir los pasos de sus lectores. Por obra de la suerte, de la fatalidad, de la historia, del azar, de Dios —pueden llamarle como quieran—, tuve que participar en los acontecimientos que expurgo. Puedo jurarlo: lo único que pretendo es que ustedes confíen en mí y, por tanto, no puedo engañarlos haciéndoles pensar que yo no he existido y que no he participado en los trascendentales hechos que me dispongo a exponer.

L
EY
II

Todo narrador ofrece una verdad única.

No sé si alguna vez hayan oído hablar de Erwin Schrödinger. Además de ser un gran físico —el descubridor de la mecánica ondulatoria—, una mente de primera y uno de los actores principales de esta historia, era una especie de don Juan escondido en el cuerpo de un enjuto maestro de escuela (ahora me atrevo a referirme a él con esta confianza, pero cuando lo conocí nunca me hubiese atrevido a dirigirme a él con esta familiaridad). Usaba unos anteojillos redondos de lo más simpáticos, y siempre estaba rodeado de mujeres hermosas, pero esto ahora no viene a cuento. Lo traigo a colación, desordenando la cronología, sólo por extrema necesidad. Aunque una idea semejante se le había ocurrido a los sofistas en la Grecia clásica, así como al escritor norteamericano Henry James en el siglo pasado, fue el buen Erwin quien sentó las bases científicas de una teoría de la verdad con la cual me siento particularmente satisfecho. Ahora no voy a explicarla con detalle, así que me limitaré a invocar una de sus consecuencias más inesperadas:
yo soy lo que veo
. ¿Qué quiere decir esto? Una perogrullada: que la verdad es relativa. Cada observador —no importa si contempla un electrón en movimiento o un universo entero— completa lo que Schrödinger llamó el «paquete de ondas» que proviene del ente observado. Al interactuar sujeto y objeto se produce una mezcolanza indefinible entre ambos que nos lleva a la nada asombrosa conclusión de que, en la práctica, cada cabeza es un mundo.

C
OROLARIO
II

Las consecuencias de la afirmación anterior deben de parecer transparentes como una gota de rocío: se trata de una de las excusas más antiguas de que se tenga noticia. La verdad es
mi
verdad, y punto. Los «estados de onda» cuánticos que yo completo con mi acto de observación son únicos e inmutables, gracias a un montón de teorías que no me encargaré de revisar ahora —el principio de incertidumbre, la teoría de complementariedad, el principio de exclusión—, por lo cual nadie puede decir que tiene una verdad mejor que otra. De nuevo: al advertir todo esto, no quiero sino poner mis cartas sobre la mesa. Puedo resultar intolerable, falso, incluso embustero, pero no por voluntad propia sino por una ley física que no puedo sino obedecer. No tengo, entonces, por qué pedir disculpas.

L
EY
III

Todo narrador tiene un motivo para narrar.

El problema de los axiomas es que siempre suenan tan insoportablemente obvios que muchas personas creen que pueden volverse matemáticas de la noche a la mañana. Qué remedio. En fin: si estamos de acuerdo con la Ley I, que afirma que cada texto tiene un autor, y con la Ley II, que indica que ese autor es dueño de una verdad exclusiva, esta nueva norma debe resultar aún más tediosa: si las cosas no salen de la nada, es porque alguien pretende que así sea. Sé que con el mundo no ocurre de este modo —por lo menos, no parece que pronto vayamos a saber por qué a alguien se le ocurrió crearlo—, pero yo no soy responsable de la incertidumbre que existe fuera de estas páginas. Debemos desterrar esa maldita tentación teológica que tienen los críticos literarios —y científicos, por cierto—, según la cual los textos son como versiones actualizadas de la Biblia. Ni un autor se parece a Dios —yo puedo asegurarlo— ni una página es una mala imitación del Arca de la Alianza o de los Evangelios. Y, por supuesto, los hombrecillos que aparecen bosquejados con tinta tampoco son criaturas similares a nosotros. Nuestro gusto por las metáforas puede meternos en grandes aprietos. A diferencia de lo que sucede con el universo —éste es el misterio de todos los misterios—, los libros siempre son escritos por algún motivo, por más mezquino que éste sea.

C
OROLARIO
III

Pero tampoco den por seguro que va a ser tan fácil descubrir mis razones. La investigación científica —la que yo realicé durante tantos años, la que ustedes se disponen a llevar a cabo ahora— nunca ha sido similar a la preparación de una tarta con la receta de la abuela. ¡Cómo me hubiese gustado que fuese así! ¡Cuántas complicaciones me habría ahorrado! De manera que no se entusiasmen en exceso: no pretendo decirles ahora, de un tirón, cuáles son mis intenciones. Aunque las tenga, quizás yo mismo no alcanzo a ordenarlas del todo. Si tienen un poco de paciencia, les toca a ustedes averiguarlas. Recuerden a Schrödinger: para que haya un verdadero acto de conocimiento, debe haber una interacción entre el observador y lo observado, y ahora yo me encuentro en esta segunda (algo incómoda) categoría. Disfruten, como yo lo he hecho con tantas otras obras, analizando los efectos que se les presentan y tratando de rastrear sus causas. Ésta es la clave del éxito científico. Podría facilitarles la tarea afirmando que quiero establecer mi propia versión de los hechos, ofrecer mis conclusiones al mundo o simplemente asentar mi verdad, pero a estas alturas de mi vida —cargo con más de ochenta años encima— no estoy seguro de que estas razones me satisfagan. Si me lo hubiesen preguntado hace cuarenta años, veinte incluso, no hubiese dudado en suscribir las tesis anteriores. Pero ahora, cuando sé que mi vieja amiga tenebrosa está acechándome a cada instante, que cada respiración me cuesta un esfuerzo sobrehumano, que los actos que para ustedes resultan cotidianos —comer, bañarse, defecar— son para mí una especie de milagro, no puedo saber si mis convicciones siguen siendo las mismas. Les corresponderá a ustedes, si aceptan el desafío —qué ampuloso; digámoslo mejor: el juego—, decirme si he tenido razón, o no.

CRÍMENES DE GUERRA

Cuando el teniente Francis P. Bacon, antiguo agente de la OSS, la Oficina de Servicios Estratégicos y consultor científico de las fuerzas de ocupación de Estados Unidos en Alemania, llegó a Núremberg a las ocho horas del 15 de octubre de 1946, nadie acudió a recibirlo. El encargado de llevarlo a la sala en la que se efectuarían las ejecuciones de los criminales de guerra nazis, Gunther Sadel, miembro del servicio de contrainteligencia adscrito al general brigadier Leroy H. Watson, responsable del enclave norteamericano, no apareció por ninguna parte; cuando Bacon se apeó del ferrocarril, la estación estaba casi vacía.

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