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Authors: Jorge Volpi

Tags: #Ciencia, Histórico, Intriga

En busca de Klingsor (11 page)

BOOK: En busca de Klingsor
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Entusiasmado y temeroso, Bacon apenas se daba cuenta de su absurda maniobra. Estaba demasiado preocupado escondiéndose detrás de los automóviles o de los fresnos que bordeaban las calles como para advertir el enredo en que se metía. Después de unos cuantos metros —mientras él se ocultaba en el interior de una farmacia y en el quicio de vanas puertas Einstein llegó finalmente al 112 de la ruidosa calle Mercer, donde vivía en compañía de su secretaria, Helen Dukas. Cuando al fin lo vio desaparecer, Bacon sintió un profundo alivio. Se enjugó el sudor de la frente con la manga de su camisa y procedió a recorrer el camino de regreso al Instituto.

Al día siguiente, Bacon estaba listo para resarcirse de su imbecilidad: se enfrentaría a Einstein de nuevo e incluso, si las circunstancias se lo permitían, le confesaría su conducta previa. Se decía que el sabio tenía un agudo sentido del humor y quizás éste fuese el mejor modo de romper el hielo con él. Poco después del mediodía, Bacon volvió a colocarse en su puesto. Era un soldado decidido a cumplir su misión. Pero ahora, casi en cuanto se hubo instalado en el rellano, Einstein salió del despacho a toda prisa. Bacon no estaba preparado para un ataque por sorpresa. Otra vez pasó frente a él sin mirarlo y se precipitó hacia la salida.

Bacon maldijo su timidez. ¿Por qué le parecía tan difícil pedirle una cita como hubiese hecho con cualquiera? Ya era suficiente. Alcanzaría a Einstein y le hablaría de una vez por todas. Corrió hacia él pero de nuevo en cuanto estuvo a unos pasos de su espalda, supo que las palabras correctas jamás saldrían de su garganta; cuando se dio cuenta, volvió a verse escondido detrás de un buzón, esquivando los movimientos intempestivos del físico. Era increíble. Como si su trayectoria y la del profesor estuviesen condenadas a no intersectarse nunca, en el más puro y despreciable sentido de la mecánica newtoniana, Einstein entró apaciblemente en su casa, listo para almorzar, ajeno a los conflictos de su perseguidor. «¡Imbécil, imbécil, imbécil!», se repetía Bacon de regreso al Instituto. ¿Qué fatalidad volvía sus acciones tan ridículas? ¿Es que no podía controlar sus impulsos infantiles?

Sin saber muy bien el motivo, la persecución del viejo profesor se convirtió en una más de las rutinas de Bacon, idéntica a realizar cálculos para Von Neumann, recibir llamadas telefónicas de Elizabeth o visitas nocturnas de Vivien. Si se lo hubiese confesado a alguien, nadie lo habría creído. ¿Se portaba como una sombra, un espectro, una onda que cercaba al creador de la relatividad? Imposible. En tanto, Bacon perfeccionaba sus métodos; poco a poco se sentía más seguro y por fin se iba volviendo invisible… Lentamente, el paseo hacia el 112 de la calle Mercer se hizo tan natural como el té de las tres de la tarde o la resolución de unas matrices: lo hacía como una necesidad o un mal hábito. Einstein casi siempre iba solo a su casa, aunque de vez en cuando se hacía acompañar por diversas personas, jóvenes y viejos, célebres y anónimos, que ocupaban un lugar que
debía
ser de Bacon, el más fiel de sus discípulos.

Sólo en una ocasión Einstein lo descubrió, pero el incidente no tuvo mayores consecuencias. La niebla flotaba como una película aceitosa y cubría los rostros de los viajantes con una incómoda tonalidad amarillenta. Se escuchaba el canto de las aves como si fuese una señal contra incendios provenientes de sus nidos. De pronto, sin ningún aviso previo, Einstein se dio la vuelta y encaró a Bacon, asustado como un ciervo. Su juego adolescente había llegado a su fin. Estaba perdido.

—¿Usted trabaja en el Instituto? —le dijo Einstein al reconocerlo.

Bacon pensó que quizás era el momento que había estado esperando, la ocasión de trabar una amistad, aunque fuese distante, con ese hombre al que veía más que a cualquier otro y al cual lo ligaba una admiración poderosa e incognoscible.

—Así es —repuso Bacon y aguardó la siguiente frase del sabio como si se tratase de la voz de un oráculo.

—Qué frío —exclamó Einstein, aturdido.

Eso fue todo lo que dijo. Ni una sola frase más. Ninguna revelación ni ninguna profecía. Ni siquiera le preguntó su nombre. Hizo una leve inclinación de cabeza, a modo de despedida, y prosiguió su camino solo, ausente, bajo la tenue luz cuya naturaleza tanto le intrigaba. ¡Ahora podría presumir ante el mundo que había recibido aquella dosis de sabiduría de parte del maestro, y atesoraría aquellas maravillosas palabras como si le hubiesen sido dictadas por Dios mismo!
¡Qué frío
! Bacon rió de buena gana, tembloroso aún, y dejó que la parda silueta de Einstein se perdiese en lontananza como el resplandor de las estrellas de las que tanto hablaba. Al día siguiente, Bacon volvió a seguirlo, pero ahora con la tranquilidad de quien ha cumplido su misión.

H
IPÓTESIS
4

Sobre el Teorema de Gödel y el matrimonio.

Cuando su alma estaba en paz, los ojos de Elizabeth tenían el color de las aceitunas. Pero, en cuanto adquirían un tono cobrizo, Bacon podía estar seguro de que la calma daría lugar a la tormenta. En esos momentos, lo único que podía hacer era guardar silencio y dejar que el impetuoso torrente de palabras que manaba de la boca de Elizabeth se agotase al cabo de unos minutos. Tenía unas muñecas tan delgadas que era posible atenazarlas entre el pulgar y el meñique y su cuello era robusto y firme como el tallo de un girasol, pero cuando llegaba a enfurecerse, lo cual sucedía a menudo, sus diminutas proporciones se multiplicaban como las de una cobra en celo. Todo el candor y la cortesía que era capaz de desplegar en las reuniones sociales, se desdibujaba en una retahila de reproches y chantajes que acababan por asfixiarla. Entonces, arrepentida también, dejaba que sus mejillas se llenasen de lágrimas dulzonas y Bacon, conmovido, no tenía otro remedio que acariciar su delicada barbilla y desenredar su largo cabello castaño hasta que ella volvía a almacenar fuerzas para un nuevo ataque.

Bacon había comprobado que esta escena se repetía, con exactitud astronómica, cada cuatro semanas y se había convertido en una especie de reloj biológico que marcaba los tiempos de su relación con ella. Una vez había previsto que su furia tendría lugar un sábado y decidió evitarla, alegando que debía resolver un largo problema a petición de Von Neumann.

Pero su intento por escabullirse fue en vano: los celos de Elizabeth lo esperaron pacientemente hasta el domingo, como si se hubiesen reconcentrado durante la noche. Después de ese día, Bacon empezó a considerar que esta pasión mensual era un añadido inevitable en su noviazgo que acaso se compensaba —Bacon se burlaba de sí mismo— con los tiernos besos que, idénticos a castas abejas que se acercan a las flores, Elizabeth le concedía como un favor especial después de sus accesos de cólera.

La joven siempre aparecía ante él como si encabezase una revista de modas, luciendo vestidos entallados, joyas en forma de insectos y sombreros con plumas que Bacon sólo había visto usar en las películas. No podía negar que el maquillaje violáceo y el rubor artificial tornaban aún más hermoso el cutis infantil de Elizabeth: su actitud le recordaba la de las niñas que roban las pinturas de sus madres y hacen lo imposible por parecerse a ellas. Este dudoso espectáculo nunca dejaba de conmoverlo, como si la inhóspita combinación de lujo e inocencia, de presunción y
naïveté
, fuese una prueba de la sensibilidad que su prometida ocultaba detrás de su orgullosa apariencia.

La madre de Bacon se la había presentado por la fuerza después de haber charlado con ella durante horas, mientras concluía una interminable partida de
bridge
. «Es una chica estupenda», le había dicho a él, alabando, más que su indiscutible belleza o su talento artístico —estudiaba pintura en una academia de Nueva York—, su linaje aristocrático: Elizabeth, le explicó, era la hija única de un rico banquero de Filadelfia, cuya única preocupación era complacerla. Cuando la vio por primera vez después de aquella ocasión, en un restaurante francés de la Quinta Avenida, Bacon supo que ella ocuparía un lugar importante en su vida, pero justo por las características que no le había mencionado su madre: su cuerpo pequeño de adolescente; los largos rizos que se le escapaban de su tocado. Que ella a pesar de sus buenos modales, no podía dejar de enredar en sus dedos. Siempre había admirado el carácter agresivo que poseen las niñas mimadas y que, según Bacon, no era más que una forma de ocultar la imposibilidad para resolver los problemas de la vida diaria. En resumen le gustaba porque era, en todos los sentidos, el reverso de Vivien.

Esa tarde entre el plato de langosta y el pastel de chocolate, Elizabeth se confesó con él y le dijo las palabras que, según ella, un científico liberal como Bacon quería escuchar de una muchacha: le contó que era pintora, le habló de la importancia del arte y la libertad y le explicó que el dinero no era más que un medio, entre muchos, para ser feliz… El champán había logrado que Bacon apenas discerniese el significado de sus exclamaciones —Elizabeth tenía una voz aguda y temblorosa—, pronunciadas con un timbre que hacía lo posible por disfrazarse de sensual. En tanto, él se concentraba en adivinar cuál sería la forma de sus senos debajo de la blusa color cereza y de la fina lencería europea que debía cubrirlos. Aunque Bacon ni siquiera levantaba la vista para mirarla a los ojos, Elizabeth proseguía su laberíntica exposición sobre historia del arte, convencida de que un brillante científico en ciernes, no dudaría en enamorarse de una mujer de su inteligencia.

Al término de la velada, Bacon trató de comprobar el amplio criterio de su nueva amiga y, después de tomarla de la mano, intentó besarla en plena calle. Elizabeth, utilizando una vieja receta familiar para conseguir marido, le dio una sonora bofetada que llamó la atención de los transeúntes; luego, le pidió que se comportase como un caballero y que la acompañase a la residencia en la que se alojaba. La táctica probó su eficacia una vez más: impresionado por aquel destello de fuerza, Bacon le dijo que quería volver a verla. Tras meditarlo unos angustiosos segundos, Elizabeth aceptó. A partir de entonces, sus encuentros se sucedieron al menos dos veces por semana —por lo general las mañanas de los sábados y las tardes de los domingos—, aunque pasó casi un mes antes de que la joven permitiese que los lujuriosos labios de Bacon se posasen sobre la caja fuerte de los suyos. Ella le explicó que, sin lugar a dudas, una cosa era la libertad artística —sublime e impoluta— y otra, muy distinta, la cortesía que deben practicar las personas decentes.

En teoría, Bacon detestaba estos juegos. Siempre había criticado la hipocresía y la moral burguesa pero, a la hora de enfrentarse a ella, había descubierto que su hipótesis no tenía fundamento. Aunque se acostaba casi tres veces por semana con Vivien, sin ningún tipo de cortejo o ritual previos, continuaba entusiasmado con Elizabeth justo porque ella le impedía tocarla. En una absurda inversión de la naturaleza, pensaba en el pequeño cuerpo de Elizabeth mientras saboreaba la vastedad de Vivien y añoraba el silencio de ésta, durante las interminables y aburridas peroratas de aquélla.

Bacon sabía que las leyes de la sociedad —inspiradas en la mecánica clásica— eran inflexibles. Tarde o temprano, esta situación doble tendría que terminar y su elección sólo podía ser una: Elizabeth. Nadie, ni su madre ni sus amigos, ni siquiera sus profesores o sus condiscípulos, le perdonarían abandonar a la encantadora joven a quien consideraban desde el inicio, como su futura esposa, y menos por culpa de una pobre trabajadora negra. Dócil ante una fatalidad que lo rebasaba, Bacon compró un anillo con un pequeño diamante azul y se lo entregó a Elizabeth una ventosa tarde de marzo de 1942, a la luz de la luna, tal como exigía el canon del romanticismo. Exaltada, Elizabeth introdujo por primera vez su delgada lengua en la boca de Bacon, deslizándola violentamente a diestra y siniestra, como si estuviese sacudiendo el polvo acumulado durante años. Después tomó la mano de su prometido y, mientras lo abrazaba antes de despedirse, la colocó sobre la tela color durazno que le cubría el seno izquierdo. Sólo cuando palpó la lustrosa consistencia del satén, Bacon se dio cuenta de que acababa de sellar un compromiso ineluctable.

Aunque aún no habían fijado la fecha de la boda —debían esperar a que Bacon tuviese vacaciones para trasladarse a Filadelfia y solicitar la autorización del padre de Elizabeth—, a partir de ese día ella no se dedicó más que a visitar tiendas y mirar mil variedades de vestidos de novia. Cada vez que se encontraba con su prometido, se dedicaba a explicarle, con la misma paciencia con que antes analizaba el surrealismo y las vanguardias, las complicadas florituras de los distintos modelos, incapaz de escoger el apropiado: uno exhibía dos enormes mangas medievales, pero era de un color lechoso algo anodino; otro, en cambio, llevaba una primorosa filigrana trenzada, aunque carecía de olanes; y uno más hubiese sido perfecto, de no ser por los absurdos pliegues de la falda. La decisión, como Bacon podía advertir por sí mismo, era más complicada que obtener la cuadratura del círculo.

Junto con esta obsesión por las telas, los velos y los encajes, la cercanía del matrimonio hizo que Bacon descubriese un nuevo secreto de Elizabeth: la creciente fuerza de sus celos. De nuevo una cosa era la libertad individual y otra, muy distinta, la entrega absoluta que se deben los cónyuges entre sí. De pronto, ella comenzó a exigirle visitas más frecuentes: aunque él vivía en Princeton, debía trasladarse varias veces por semana, además de los sábados y domingos, hasta Nueva York sólo para estar con ella un par de horas. Para colmo, el viaje no le aseguraba intimidad creciente —si ya hemos esperado tanto, le explicaba ella, ¿por qué no aguardar hasta la noche de bodas?—, y simplemente lo obligaba a ir y venir como un yoyó en las manos de un niño autista.

La primera vez que Bacon se negó a realizar la tercera excursión en la semana para escuchar la conferencia de Elizabeth sobre los invitados al banquete, ella reinició la serie de ataques de celos que habría de marcar su convivencia a partir de entonces. Desde luego, Elizabeth no sospechaba que él pudiese traicionarla —algo impensable y ridículo—, sino, simplemente quería,
necesitaba
, comprobar que la voluntad de su novio dependía de sus caprichos. A fin de cuentas, iba a convertirse en
su
mujer y el pago por esta milagrosa entrega consistía en que él cumpliese, gustoso, con sus deseos más extraños.

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