—Es extraño, sí —me responde; luego añade con desenfado—: pero el que se haya salvado no lo hace directamente culpable del destino que usted corrió, profesor Links.
—No me venga con eso, se lo suplico —me impaciento un poco—. ¿No le parece suficiente cuanto le he contado? A Heisenberg nunca le importó el destino de sus amigos, lo único que quería era alimentar su orgullo, saber que era el mejor y, gracias a sus descubrimientos, negociar un trato privilegiado con los Aliados… Sólo pensaba en sí mismo. Heisenberg siempre fue incapaz de ayudar a los demás…
—De la omisión a la acción hay cierta diferencia —matiza el médico. Por momentos me hace dudar de su buena fe.
—¿Usted cree? —me enfurezco—. No entiendo por qué hasta usted se empeña en disculparlo.
—Déjeme ver entonces si lo he comprendido —a pesar de su juventud, Ulrich no puede escapar de los tópicos de su profesión—. ¿Usted le echa la culpa a Heisenberg de su desgracia?
—No lo sé —me turbo por un momento—. De lo único que estoy seguro es de que él es el eslabón principal de una larga cadena de hechos que no pueden explicarse sin pensar en una conspiración. Cientos de acontecimientos que se sucedieron unos a otros hasta que por fin consiguieron vencerme. Miles de actos tramados en mi contra, todos ellos unidos bajo un nombre común: Klingsor.
1
Klingsor. ¿Hasta dónde este solo nombre es culpable de todo cuanto me ha sucedido? ¿No será que sus sílabas encierran una maldición, un sortilegio? ¿Es que debo ser yo quien se refiera una y otra vez, interminablemente, a Klingsor? Muy bien, de acuerdo, he aquí las pruebas que tengo sobre su existencia. Esto es todo lo que sé.
2
En 1946, durante el proceso que se le sigue a las SS en los Juicios de Núremberg, un hombre llamado Wolfram von Sievers, presidente de la Sociedad para la Herencia Antigua de Alemania y cabeza de una de las oficinas de la Ahnenerbe, el departamento de investigación científica secreta de las SS, menciona a Klingsor en público por primera vez.
1
. Al ser interrogado por los fiscales, Von Sievers declara que, gracias a un acuerdo firmado con el
Reichsführer
Heinrich Himmler, las SS se encargarían de enviarle cráneos de «judíos-bolcheviques» a fin de que su laboratorio pueda realizar investigaciones genéticas.
2
. A la pregunta expresa de si sabe cómo obtienen las SS los cráneos, Von Sievers responde que pertenecen a prisioneros de guerra del frente oriental expresamente asesinados para ello.
3
. Al ser presionado por los jueces, Von Sievers habla sobre frenología y sobre el desarrollo físico de las razas antiguas. Menciona a los toltecas y a la Atlántida, se refiere a la superioridad aria y nombra lugares mágicos como Agartha y Shambalah. Luego dice que su trabajo se reducía a determinar la inferioridad biológica de los semitas a través del estudio de su desarrollo fisiológico. Su idea, explica, era sólo eugenésica: simplemente debía hallar la forma de eliminar sus defectos.
4
. Al ser interrogado sobre el modo en que eran financiados sus experimentos, Von Sievers responde que las SS le entregaban recursos que provenían, a su vez, del Consejo de Investigación del Reich, un organismo presidido por el
Reichsmarschall
Hermann Göring.
5
. Por último, Von Sievers añade que todos los proyectos «especiales» debían contar con el visto bueno del asesor científico del Führer, cuyo nombre clave era Klingsor. Más tarde, niega haber pronunciado estas palabras.
3
¿Quién es este Von Sievers? Brillante pregunta. En realidad, sólo un miembro más de la Ahnenerbe, la oficina de investigaciones científicas de las SS y, también hay que decirlo, un discreto socio de la Thule Bund, a la que también pertenecían, por sólo dar algunos nombres, Alfred Rosenberg, Heinrich Himmler y el propio Adolf Hitler.
¿Y qué era la Thule Bund? Según las crónicas antiguas, Thule era una isla desaparecida en alguna parte del Atlántico Norte, en la cual vivió una raza de superhombres, antecesores de los germanos. La Thule Bund había sido creada por el conde Rudolf von Sebottendorf como un ramal de la Orden de los Germanos, una de esas logias secretas, de carácter ultranacionalista, que existían en Alemania desde hacía más de un siglo —sus miembros habían luchado contra Napoleón a principios del siglo XIX—, y que había logrado preservarse en la era guillermina. El verdadero nombre de Von Sebottendorf era Rudolf Glauer, y en realidad era un aventurero alemán instalado en Turquía desde 1901. Allí, gracias a las poco estrictas leyes turcas, fue adoptado por el verdadero conde Sebottendorf.
A esta sociedad secreta, que se afanaba en encontrar el verdadero origen de los alemanes y, en general, de la raza aria, y cuya sede se encontraba en Múnich, donde también vivíamos Heisenberg y yo, pertenecían cuarenta miembros permanentes, los únicos facultados para tomar decisiones. A principios de siglo destacaban dos: Dietrich Eckart y Klaus Haushofer. Se decía que los miembros de la Thule Bund practicaban la magia negra y las artes demoníacas, pero sobre todo que se dedicaban a estudiar —y a exaltar— los orígenes espirituales de los pueblos germanos antes de su cristianización.
A fines de 1918, cuando Alemania atravesaba algunos de los peores momentos de su historia al acercarse el fin de la Gran Guerra, la Thule Bund le entregó una fuerte suma de dinero a dos hombres, Anton Drexler, un antiguo cerrajero que trabajaba en los ferrocarriles, y Karl Harrer, quien hasta entonces había sido periodista deportivo, para que se encargasen de fundar un nuevo partido político que luchase por el restablecimiento del Reich. El 5 de enero de 1919 quedó formalmente constituido el Partido Obrero Alemán (DAP), que en sus orígenes combinaba elementos socialistas con un fuerte nacionalismo. Según los principios de sus organizadores, el Partido debía ser una organización sin clases, dirigida sólo por jefes alemanes.
Por invitación de Dietrich Eckart, que era uno de sus pocos amigos de Múnich, Adolf Hitler asistió a una de las primeras reuniones públicas del DAP, celebrada en la cervecería Sternecker. En aquellos días, el DAP contaba sólo con cuarenta miembros, como anteriormente la Thule Bund. Cuando Hitler se unió al Partido, éste tenía ya unos ciento cincuenta afiliados.
Eckart había realizado una traducción del
Peer Gynt
de Ibsen y fue, de hecho, el primer poeta del nacionalsocialismo. En una de sus obras anunció la llegada de un salvador de la nación —identificado luego con Hitler— y en otra utilizó por primera vez el lema «Despierta, Alemania», el cual luego sería uno de los gritos de guerra nazis. Otro hombre perteneciente a la Thule Bund, un austriaco como Hitler, llamado Guido von List, había sido el primero en utilizar la esvástica de cuatro brazos como emblema de purificación. Este símbolo fue adoptado como escudo oficial del Partido.
A partir del 24 de febrero de 1920, el DAP pasó a convertirse en Partido Nacionalsocialista Alemán, integrando en sus filas a cientos de trabajadores desempleados. En julio de 1921, Hitler se convirtió en su presidente. El 29 de ese mismo mes, el
Völkische Beobachter
lo llamó, por primera vez: «Nuestro Führer».
Durante esos días se unieron al Partido otros hombres que se volverían importantes en el futuro cercano: Alfred Rosenberg, quien habría de convertirse en el filósofo oficial de los nazis; Erwin von Scheubner Richter, cercano amigo de Hitler en esa época; Rudolf Walter Richard Hess, alumno de ciencias políticas en la Universidad de Múnich y discípulo predilecto de Karl Haushofer, el experto en geopolítica que pertenecía a la Thule Bund; y Ernst Röhm, quien se encargaría de formar las tropas de asalto del partido, las SA (
Sturmabteilung
). Poco después, en 1922, Hitler conocería a otros de los personajes que lo seguirían hasta el final: Hermann Göring, célebre jefe de la escuadrilla Richthofen durante la Gran Guerra, condecorado con la Orden al Mérito por sus hazañas heroicas, y el doctor Joseph Goebbels.
En 1923, Eckart se convirtió en uno de los primeros mártires del nazismo. Era la época en la cual los rojos, encabezados por el judío Kurt Eisner, habían intentado establecer en Múnich una «república de los consejos» a imitación de la Unión Soviética, desatando una ola de horror y violencia en toda Baviera. Eckart dirigía uno de los numerosos grupos paramilitares que se disputaban el control de la ciudad. Después de varios intentos, su batallón al fin logró asesinar a Eisner en un tiroteo callejero. Pero Eckart no pudo disfrutar de su triunfo por mucho tiempo: en diciembre de ese año él mismo murió por efectos del gas mostaza recibido durante un enfrentamiento con la policía. Se dice que, antes de morir, pronunció estas palabras: «¡Seguid a Hitler! ¡Él bailará aunque haya sido yo quien compuso la melodía! ¡No lloren por mí: mi influencia en la historia será mayor que la de cualquier otro alemán!».
4
Cuando Hitler finalmente obtuvo el poder, ordenó a Himmler que, dentro de la amplia estructura de seguridad a su cargo, conocida por el nombre genérico de SS, crease un área de investigaciones secretas encargada del estudio científico de tres áreas de conocimiento: el análisis de las razas y los genotipos humanos, de acuerdo con los postulados de Rosenberg; la geopolítica racista de Haushofer; y, por último, la Welteislehre (doctrina del hielo eterno) de Hörbiger y Wessell.
Esta oficina de las SS, para la cual fueron contratados decenas de biólogos, patólogos, historiadores, sociólogos, psiquiatras y físicos, era conocida con el nombre de Ahnenerbe, y estaba bajo la supervisión directa del Reichsführer-SS. Cientos de experimentos —muchos de ellos realizados con seres humanos— fueron llevados a cabo por esta dependencia a lo largo de la guerra. La mayoría fracasaron, o al menos eso se dice ahora…
Los recursos económicos de la Ahnenerbe provenían del Consejo de Investigaciones del Reich, dominado durante varios años por el físico Johannes Stark y, a su caída, sucesivamente por el ministro de Educación, Bernhard Rust, y luego por el Reichsmarschall Hermann Göring. A lo largo de toda la guerra, los conflictos entre las diversas autoridades del Consejo y la Ahnenerbe fueron constantes. Stark era un hombre comprometido con los nazis, pero también era un físico de primer orden, ganador del Premio Nobel, y consideraba que los proyectos de la Ahnenerbe no sólo no eran prioritarios, sino incluso inválidos desde un punto de vista técnico. En gran medida, su dimisión del RFR debe ser entendida como una consecuencia de su «falta de sensibilidad» al asignar recursos a las SS.
Posteriormente, las administraciones de Rust y Göring se enfrentaron al mismo conflicto, que sólo fue resuelto de modo más o menos conciliador hacia el final de la guerra. Para solucionar el problema, el
Reichsführer-SS
se encargó de nombrar, con el consentimiento de Göring, a un científico que fungió como asesor principal del RFR. De acuerdo con el convenio suscrito por los dos hombres, este asesor debía determinar los recursos que debían asignarse a cada uno de los nuevos proyectos presentados al Consejo. La honradez, el compromiso ideológico y el prestigio de este individuo bastaban para que sus decisiones resultasen inapelables. Después de varias reuniones, Göring y Himmler al fin se pusieron de acuerdo sobre quién debía ocupar esta posición privilegiada. Para asegurar el buen funcionamiento del mecanismo, el nombre de este científico permaneció en secreto. Sin embargo, debido a su poder y su importancia, los propios miembros del Consejo comenzaron a referirse a él con el nombre clave de Klingsor.
Leipzig, 8 de noviembre de 1989
Un físico, es decir, un hombre puro, interesado en desvelar los misterios del universo, un ser alejado del mundo terrenal y concentrado en la pureza de sus teorías, que colabora en el exterminio de millones de hombres y mujeres… La imagen de Klingsor —de los incontables Klingsors que ha habido en el mundo— es estremecedora por esta chocante contradicción. Suena como una anomalía, como un error genético, como una aberración imprevista…
A mí, en cambio, la asociación entre ciencia y crimen me parece natural. Me explico: por definición, la ciencia no conoce límites éticos o morales. No es más que un sistema de signos que permite conocer el mundo y actuar sobre él. Para los físicos, para todos los físicos —y para los matemáticos, los biólogos, los economistas—, la muerte de hombres y mujeres sólo es un fenómeno más entre los miles que se producen a diario en el universo.
—Klingsor —repito las sílabas con temor, con reverencia, con hastío—. Él es el responsable de que yo esté aquí, doctor. ¿Y se le ocurre a alguien mejor que Heisenberg ocultarse detrás de este nombre? también había nacido en Múnich, donde se desarrolló la Thule Bund y el partido nazi y, a pesar de su inicial hostilidad hacia el nacionalsocialismo, en buena medida provocado por el odio que le tenía Stark, al final se convirtió en el protegido tanto de Himmler como de Göring, quienes, como ya se lo he contado, lo colmaron de privilegios y terminaron transformándolo en la cabeza científica del proyecto atómico… Todo concuerda, doctor…
A pesar de que trata de ser amable conmigo, no dejo de advertir en el rostro de Ulrich un rictus peculiar. Todos los psiquiatras tienen el mismo defecto profesional: cuando uno pronuncia la palabra conjura, lo único que se les ocurre es recurrir a sus académicas e inútiles descripciones sobre la paranoia.
—Klingsor es el responsable de que yo esté aquí —le repito a Ulrich para confirmar mis denuncias.
—¿Y cómo lo hizo? —me pregunta con cierta complacencia.
—Es una historia muy dolorosa, doctor… Provocada por una confusión aún más terrible…
Trato de incorporarme un poco, pero apenas consigo enderezar el cuello durante unos segundos.
—Lo escucho.
—Yo estuve casado, ¿sabe? Con una mujer maravillosa, de nombre Marianne. La conocí gracias a Heinrich, que a su vez era el esposo de una amiga de ella, Natalia… Pero no todo fue tan sencillo, doctor… Usted sabe que las historias de familia nunca son sencillas, ¿verdad?
Mi lengua realiza un gran esfuerzo para deslizarse por mi boca, tocando los dientes rotos que aún me quedan, hasta que al fin consigue moverse en la dirección que yo le ordeno. Mi voz sale como un aullido, como una claudicación, como una condena.
—Klingsor me la arrebató…