Pero había un acceso y Carter lo vio justo a tiempo. Sólo un soñador auténticamente experto podía haberse valido de aquellos asideros imperceptibles, pero a Carter le fueron suficientes. Remontó la roca inmensa por su pared exterior y se encontró con una pendiente mucho más accesible que la de abajo, ya que el deshielo de un glaciar había dejado en ella un trecho holgado con salientes y surcos. A la izquierda se abría un precipicio que descendía vertical desde ignoradas alturas hasta remotas profundidades. Por encima, fuera de su alcance, podía distinguir la oscura boca de una gruta. A la derecha, sin embargo, el monte se inclinaba bastante, permitiéndole recostarse y descansar.
Por el frío reinante se dio cuenta de que debía encontrarse cerca de las nieves de la cumbre, y alzó los ojos para ver si distinguía el resplandor de los picos nevados, a la luz rojiza del atardecer. Ciertamente había nieve a varios miles de pies más arriba, pero antes de llegar a ella se veía un enorme farallón, suspendido por siempre en atrevido perfil, que sobresalía lo mismo que el que acababa de sortear. Y al verlo dejó escapar un grito, y lleno de pavor, se agarró a las hendiduras de la roca; porque aquella titánica prominencia no conservaba la forma con que las primeras edades de la Tierra la habían modelado, sino que brillaba al sol de la tarde, roja y mayestática, con los tallados y bruñidos rasgos de un dios.
Aquel rostro resplandecía severo y terrible bajo la ígnea luz del sol poniente. Era tan inmenso que resultaba imposible calcular sus dimensiones; pero claramente se veía que aquella obra no había sido esculpida por manos humanas. Era un dios cincelado por dioses, y su mirada altiva y majestuosa descendía desde su altura hasta el lugar donde se encontraba el explorador. Los rumores afirmaban que el rostro era muy singular e incomprensible, y Carter comprobó que, efectivamente, era así; pues aquellos ojos alargados y estrechos, y aquellas orejas de grandes lóbulos, y aquella nariz fina, y la puntiaguda barbilla, y todo en fin, revelaba una raza que no es de hombres sino de dioses.
Aun cuando esta imagen grandiosa era lo que iba buscando y lo que había esperado encontrar, se sintió sobrecogido por un horror sagrado, y tuvo que aferrarse a las paredes del elevado y peligroso nido de águilas en que se hallaba. Pues el rostro de un dios es mucho más prodigioso que todo lo imaginable, y cuando ese rostro es más grande que un templo, y se le ve contemplando el universo desde las alturas, bajo los rayos del sol poniente y en el silencio eterno de las cumbres en cuya oscura lava ha sido esculpido en tiempo inmemorial por divinidades ignotas y terribles, resulta tan impresionante que nadie se puede sustraer a su pavoroso hechizo.
Pero además, vino a añadirse la sorpresa de que los rasgos del dios le eran familiares; pues aunque había proyectado buscar por todo el país de los sueños a quienes por su parecido con este rostro se señalasen como hijos de los dioses, comprendía ahora que tal búsqueda no era necesaria. Ciertamente, el gran rostro esculpido en aquel monte inaccesible no le era extraño, sino que tenía los rasgos que había visto a menudo en las gentes que frecuentaban las tabernas portuarias de Celephais, ciudad del país de Ooth-Nargai que se extiende más allá de los Montes Tanarios y está gobernado por el Rey Kuranes, a quien Carter conoció una vez en su vida vigil. Todos los años llegaban marineros con ese mismo semblante desde el norte, en sus negras embarcaciones, a cambiar ónice por jade esculpido, y por hilo de oro, y por rojos pajarillos cantores de Celephais; y era evidente que tales marineros no eran sino los semidioses que él buscaba. Y el lugar donde habitaban no debía de estar lejos de la inmensidad fría, en donde se alzaba la ignorada Kadath, cuyo castillo de ónice era la morada de los Grandes Dioses. De modo que debía dirigirse a Celephais. Y como se hallaba muy lejos de Oriab, decidió regresar a Dylath-Leen y remontar el Skai hasta el puente de Nyr, para atravesar nuevamente el bosque encantado de los zoogs. Desde allí tomaría un camino que va hacia el norte y cruzaría los innumerables jardines que bordean las riberas del Oukranos, hasta llegar a las doradas flechas de campanario de Thran, ciudad donde podría encontrar algún galeón que zarpara rumbo al mar Cerenario.
Pero la oscuridad era ahora más densa, y el gran rostro esculpido resultaba aún más severo en la sombra. La noche cogió al explorador encaramado en aquel saliente; y en la negrura no pudo ni bajar ni subir, sino sólo permanecer allí, y agarrarse, y temblar en aquel angosto lugar hasta que viniese el nuevo día. Deseó fervientemente mantenerse despierto, no fuese que con el sueño perdiera apoyo y cayese por el insondable vacío a los despeñaderos y agudos riscos de aquel valle maldito. Aparecieron las estrellas; pero salvo ellas, sus ojos sólo percibían un negro vacío, un vacío ligado a la muerte, contra la cual no podía sino agarrarse a las rocas y pegarse al muro de piedra, apartándose lo más posible del borde del abismo invisible en las tinieblas. Lo último que vio, antes de que la noche cerrara, fue un cóndor que planeaba muy cerca del precipicio donde él se encontraba, y que se alejó chillando al pasar por delante de la gruta cuya boca se abría un poco por encima de su alance.
De pronto, sin un ruido que le previniera en la oscuridad, sintió que una mano invisible le sustraía furtivamente la cimitarra de su cinto. Luego oyó caer el arma por las rocas de abajo; y, recortada contra el vago resplandor de la Vía Láctea, le pareció ver la silueta terrible de una criatura flaca y monstruosa, provista de cuernos, de cola, y alas de murciélago. Otros seres habían comenzado también a recortar sus sombras contra las estrellas de poniente, como si una bandada de pájaros inconcebibles saliera aleteando con torpes y silenciosos movimientos de aquella caverna inaccesible de la pared del precipicio. Luego, una especie de tentáculo frío y gomoso le agarró por el cuello, y otra cosa le aprisionó los pies, sintiéndose elevado y suspendido en el espacio. Un minuto después, las estrellas habían desaparecido, y Carter comprendió que había caído en poder de las descarnadas alimañas de la noche.
Sin aliento estaba Carter, cuando le arrastraron al interior de la caverna del precipicio y le condujeron a través de intrincados laberintos. Al principio trató de zafarse instintivamente, pero sus captores le pellizcaron ferozmente para impedírselo. No cambiaron entre sí un solo sonido; y aun sus alas membranosas se movían en silencio. Eran espantosamente fríos, húmedos y resbaladizos, y sus zarpas le manoseaban de manera repugnante. Poco después se dejaron caer a través de abismos inconcebibles en un torbellino vertiginoso de aire húmedo y sepulcral; y Carter sintió que se precipitaba en un vórtice final de locura ululante y demoníaca. Gritaba y gritaba desesperadamente, y cada vez que lo hacía, las pinzas de aquellas bestias le pellizcaban con más sutileza. Después vio a su alrededor una especie de fosforescencia gris, y supuso que estaría llegando a aquel mundo subterráneo de horrores profundos del cual hablaban las oscuras leyendas, y dicen que está iluminado tan sólo por un pálido fuego letal que nace del mismo aire emponzoñado y de las brumas primordiales de los abismos del centro de la tierra.
Por último, allá abajo, en las profundidades aquellas, divisó unas alineaciones casi imperceptibles de montañas, y supuso que serían los fabulosos Picos de Throk. Se elevan éstos, pavorosos y siniestros, en la mágica oscuridad de las profundidades eternas. Son más altos de lo que el hombre es capaz de calcular, y defienden los valles donde moran los dholes en sucias madrigueras. Pero Carter prefería mirar los picos aquellos que a sus apresores, que eran unas criaturas negras, toscas y espantosas, de piel suave y grasienta como la de las ballenas, con unos cuernos desagradables, curvados hacia adentro, y sigilosas alas de murciélago. Poseían horribles patas prensiles y estaban armados de una cola que hacían restallar de manera tan inquietante como innecesaria. Y lo peor de todo era que no hablaban ni reían jamás, ni tampoco podían esbozar una sonrisa siquiera, ya que carecían totalmente de rostro, por lo que allí donde debían tener la cara sólo había una superficie lisa y vacía. Todo cuanto podían hacer era agarrar, volar y pellizcar, pues tal es la naturaleza de esas bestias nocturnas.
Al descender la bandada, los Picos de Throk comenzaron a descollar contra el cielo, grises y lúgubres, y Carter observó claramente que en aquel granito austero e imponente, sumido en eterno crepúsculo, no podía existir forma alguna de vida. Cuando descendieron aún más, se apagaron los fuegos letales del aire, y el mundo se sumergió en la negrura primordial del vacío, salvo por arriba, donde los agudos picos se alzaban como espectros. Pronto se perdieron las cimas en las brumas de las alturas; y en las tinieblas Carter sólo percibió tremendas corrientes de vientos húmedos y helados, procedentes de las grutas inferiores. Luego, por fin, las descarnadas alimañas se posaron en un suelo sembrado de cosas invisibles que parecían montones de huesos, y dejaron solo a Carter en aquel valle tenebroso. Traerle aquí había sido la misión de las descarnadas alimañas de la noche que guardan el Ngranek; una vez cumplida, alzaron el vuelo silenciosamente. Cuando Carter trató de seguir su vuelo con la mirada, se dio cuenta de que no le era posible, ya que tardaron muy poco en desaparecer tras los Picos de Throk. Nada había en torno suyo, sino tinieblas, y horror, y huesos, y silencio.
Ahora sabía Carter con toda certeza que se encontraba en el valle de Pnoth, donde se arrastran y excavan madrigueras los enormes dholes; pero no sabía qué podría pasarle allí, porque nadie ha visto jamás un dhole ni aun imaginado su apariencia. A los dholes se les reconoce únicamente por un rumor confuso, por los crujidos que producen al arrastrarse entre montañas de huesos, y por el tacto viscoso de su piel cuando le rozan a uno al pasar. No pueden ser vistos porque salen únicamente en la oscuridad. Como Carter no tenía ganas de encontrarse con ningún dhole, estaba muy atento a cualquier ruido que sonara por la enorme masa de huesos que había a su alrededor. Aun en este espantoso lugar tenía un plan y un objetivo que cumplir, ya que tenía ciertas referencias de Pnoth por un individuo con quien había conversado largamente tiempo atrás. En suma, parecía cabalmente que era aquél el lugar donde todos los gules del mundo vigil arrojan los despojos de sus festines. Si tenía suerte, podría llegar a un farallón imponente, más alto que los Picos de Throk, que marca el límite de sus dominios. Las carretadas de huesos le indicarían hacia dónde tenía que buscar, y una vez descubierto el farallón, podría pedirle a un gul que le echara una escala de cuerda; pues, por extraño que parezca, Carter tenía ciertos vínculos con estas terribles criaturas.
Había conocido en Boston a un hombre —un pintor extraño que tenía su estudio secreto en un antiguo callejón que bordeaba un cementerio— el cual había hecho amistad con los gules. Este pintor le había enseñado a comprender lo más simple de la desagradable algarabía que constituye el lenguaje de esos seres. El pintor había acabado por desaparecer, y Carter estaba convencido de que ahora se lo encontraría aquí y de que, por primera vez en el país de los sueños, podría hacer uso del habitual inglés de su vida vigil, que ahora se le antojaba extraño y remoto. En cualquier caso, confiaba en persuadir a un gul para que le ayudara a salir de Pnoth. Por otra parte, siempre sería mejor toparse con un gul, puesto que al menos puede verse, que con un dhole, que es invisible.
Caminaba, pues, Carter alerta en la oscuridad, y cuando le parecía oír que algo se removía entre los huesos, echaba a correr. De pronto llegó a un declive de piedra y comprendió que debía encontrarse al pie de uno de los Picos de Throk. Después oyó una horrible algarabía que provenía de las alturas y tuvo la certeza de haber llegado al barranco de los gules. No estaba seguro de que le pudieran oír desde el fondo del valle, ya que tenía varias millas de profundidad, pero el mundo interior posee leyes muy extrañas. Al pararse a reflexionar, recibió el golpe de un proyectil óseo tan pesado que sin duda debió de tratarse de una calavera; y dándose cuenta de la proximidad del barranco fatal, emitió lo mejor que pudo el quejido lastimero que es la llamada de los gules.
El sonido se propaga despacio, así que transcurrió cierto tiempo antes de oír el grito de respuesta. Pero lo oyó al fin, y entendió que le iban a echar una escala. La espera entonces se le hizo muy tensa, ya que no hace falta decir qué criaturas podían haber despertado sus llamadas entre aquellos huesos. En efecto, no tardó en oír un vago crujido a lo lejos. A medida que se le fue acercando el crujido aquel, Carter se fue sintiendo más intranquilo, porque no quería alejarse del lugar donde le bajarían la escala. Finalmente, la tensión se le hizo casi insoportable; y estaba a punto de echar a correr, lleno de pánico, cuando oyó chocar algo contra un montón de huesos no lejos del sitio de donde procedía el ominoso crujir que avanzaba poco a poco. Era la escala, y después de buscarla a tientas durante unos momentos, consiguió sujetarla tirante entre sus manos. Pero el otro ruido no cesó, sino que siguió tras él, mientras Carter trepaba por la escala. Había subido más de cinco pies, cuando las vibraciones de abajo aumentaron considerablemente; y al llegar a diez pies del suelo, algo sacudió la escala desde abajo. A una altura de unos quince o veinte pies, sintió que le rozaba todo el costado una cosa larga y escurridiza que se hacía alternativamente cóncava y convexa, como culebreando para atraparle. A partir de entonces, Carter trepó desesperadamente para escapar del insoportable contacto de aquel nauseabundo y bien cebado dhole, cuya forma ningún hombre puede contemplar.
Trepó durante horas y horas, con los brazos doloridos y las manos cubiertas de ampollas. De nuevo aparecieron ante él los fuegos letales y las inquietantes cumbres de Throk. Finalmente, vislumbró por encima de él una cornisa que sobresalía del borde del gran despeñadero de los gules, cuya pared vertical no pudo percibir. Mucho tiempo después, vio un rostro singular que le escudriñaba encaramado en la cornisa como una gárgola acurrucada en una balaustrada de Notre Dame. A punto estuvo de perder el conocimiento por la impresión, pero un momento después se había recuperado; su desaparecido amigo Richard Pickman le había presentado una vez a un gul, y recordó su rostro canino, sus formas consumidas y su indescriptible comportamiento. Así, pues, para cuando aquella criatura espantosa le hubo sacado del inmenso vacío, izándole por encima del borde del precipicio, ya se había dominado, y no gritó al ver los despojos medio devorados que se amontonaban a un lado y los grupos de gules acurrucados que roían y le miraban con curiosidad.