En busca de la edad de oro (18 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Si como sugiere Schoch, los primeros bloques se tallaron, transportaron y colocaron en la época de las grandes lluvias en el Nilo, alrededor de finales de la última era glacial, si no antes, estaríamos ante el monumento de piedra más antiguo de la historia humana.

En cuanto a la segunda fase del templo, no debe sorprendernos demasiado. Sabemos que faraones como Tutmosis IV o Ramsés II restauraron bajo sus mandatos partes significativas del conjunto monumental de Giza, por lo que tampoco puede descartarse la idea de que Kefrén mismo hubiera podido reformar el templo del Valle añadiéndole las losas de granito, de pesos similares a los ya manejados en las piedras mayores de las pirámides, y enterrara las estatuas del rey en su suelo.

Frente a la Esfinge se encuentra el otro recinto «fuera de lugar»: conocido como templo de la Esfinge, presenta algunas peculiaridades como la de su suelo de alabastro, hoy casi desaparecido, y la existencia de bloques de granito enterrados a una profundidad de 16 metros, traídos directamente desde Asuán en épocas remotas, 1.000 kilómetros al sur de Giza.
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Este segundo templo, que actualmente no puede ser visitado por los turistas, presenta un grado de deterioro mucho mayor que el del Valle, y carece del revestimiento granítico de su vecino. En sus enormes bloques de caliza se advierte la misma erosión causada por el agua que denunció el doctor Schoch en la Esfinge, tal y como sucede asimismo en el llamado templo mortuorio de Kefrén, situado frente a la segunda pirámide, un kilómetro más arriba, y reducido en la actualidad a una masa caótica de piedras.

Milagros muy antiguos

¿Quién erigió, pues, estas obras? ¿Por qué su técnica y estilo arquitectónicos no se siguieron usando en Egipto en dinastías faraónicas posteriores? Para expertos como John Anthony West o Graham Hancock —considerados auténticos herejes por los egiptólogos universitarios— la respuesta sólo puede ser una: porque fueron erigidos en tiempos predinásticos por alguna supercivilización de la que hemos perdido toda referencia, y que a los reyes «modernos» de Egipto les resultó imposible imitar.
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Sorprendentemente, tal explicación no se encuentra descontextualizada de lo que pensaban los antiguos egipcios sobre sus propios orígenes. De hecho, disponemos de al menos dos cronologías antiguas que enumeran los reyes que tuvo Egipto y que los remontan a mucho antes de la unificación del Alto y el Bajo Nilo en tiempos del faraón Menes (3150 a.C). Hubo, pues, según ellos, hombres que pudieron acometer tan titánicas empresas.

Estas listas reales son la Piedra de Palermo (de la V dinastía) y el Papiro de Turín (de la XIX dinastía) que ya mencioné en la primera parte de este libro. La de Palermo cita 120 reyes que gobernaron antes del nacimiento de la época dinástica, aunque se encuentra tan deteriorada que es imposible extraer más información acerca de ese oscuro período prehistórico. En cuanto al Papiro de Turín, pese a su lamentable estado de conservación, describe un período de 39.000 años (!), que se inició con el gobierno de los
Neteni
(o dioses), y que se desarrolló a lo largo de nueve longevas dinastías anteriores a Menes, comandadas por una suerte de clanes semidivinos conocidos como «los venerables de Memhs», «los venerables del Norte» y hasta los
Shemsu-Hor
(o «compañeros de Horus»), que reinaron sobre Egipto durante más de trece mil años. Para los egiptólogos esta información no es más que un mito.

Las civilizaciones dejan restos

Su reacción es lógica. A fin de cuentas, cuando John Anthony West presentó en la reunión anual de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (AAAS) de 1992 las conclusiones del doctor Schoch y sus ideas sobre una avanzada civilización preegipcia, fue inmediatamente rebatido por Mark Lehner, egiptólogo de la Universidad de Chicago, con un argumento tan sencillo como ingenuo: si los análisis geológicos demuestran que la Esfinge y los templos fueron erigidos por una cultura desconocida hace más de nueve mil años, «¿dónde está el resto de esta civilización, dónde se encuentran los abundantes vestigios que debió dejarnos una cultura de tan dilatada historia?».

Según West, el «resto» al que se refiere Lehner está enterrado debajo de muchos de los monumentos que hoy contemplamos en Egipto. A fin de cuentas, es bien conocida la costumbre de los antiguos habitantes del Nilo de construir sus nuevos templos sobre las ruinas de los anteriores, como si de semillas para la nueva obra se tratara. Esto, unido a la acción depredadora del desierto, habría hecho desaparecer todo rastro ciclópeo del estilo de los templos de Giza.

¿Todo?

En el otro extremo del país, cerca ya de la moderna frontera con Sudán y en los confines del territorio dominado por los faraones, se encuentra otra pista arquitectónica que apoya la tesis de la existencia de esta civilización predinástica. Puede admirarse en la parte trasera del templo de Seti I en Abydos, empotrado en un nivel del suelo sensiblemente inferior al del resto de la construcción. Se trata del Oseirión, supuesta tumba de Osiris para unos y simple cenotafio mandado levantar por Seti para otros.

Las mismas líneas geométricas del templo del Valle, e idéntico estilo arquitectónico, pueden encontrarse en el Oseirión de Abydos, más de mil kilómetros al sur. ¿Pertenecieron a un Egipto predinástico hoy olvidado?

Como sus «gemelos» de Giza, este recinto fue construido con enormes bloques que alcanzan casi los siete metros de largo, y que carecen también de cualquier inscripción o ángulo que no sea de 90 grados. La impresión que transmite el conjunto es de enorme sobriedad, aunque de inmediato resalta que esta especie de sala subterránea sufrió —como el templo del Valle en Giza— una restauración posterior. Ésta se advierte en los relieves astronómicos descubiertos en el techo, en los «mándalas» geométricos grabados probablemente en época árabe y hasta en una pieza rescatada a la entrada del Oseirión en la que podía leerse: «Seti está al servicio de Osiris».

Cuando Flinders Petrie y Margaret Murray descubrieron el Oseirión en 1903, dedujeron que se trataba de una construcción muy antigua. Inspirados por los enormes paralelismos arquitectónicos que presentaba en relación a los templos de Giza, estos dos arqueólogos no dudaron en apostar por una datación que remontaba su edad hasta, al menos, la IV dinastía.

Sin embargo, más tarde, entre 1925 y 1930, el arqueólogo Henry Frankfort descubrió en el recinto un tosco cartucho de Seti grabado en piedra y asentó definitivamente la tesis de que el Oseirión no era más que un cenotafio, una tumba falsa para un dios mítico.

Tumbas falsas, tumba verdadera

Pero si la tumba de Abydos era falsa, ¿quería esto decir que existía una verdadera? ¿Una tumba de un dios?

Tras setenta metros de caída vertical, se alcanza una sala oscura bajo la meseta de Giza, que alberga el sarcófago de un gigante. Tiene tres metros de longitud y los expertos creen que se trata de una tumba falsa del dios Osiris. ¿Tanto esfuerzo para no enterrar a nadie? (Foto: Eva Pastor.)

La mera sospecha de que los restos mortales de alguna de las divinidades egipcias pudiera encontrarse cualquier día bajo las arenas del desierto me hizo soñar durante meses. En cierta manera, la leyenda de Osiris justificaba la existencia no de una, sino de varias sepulturas para su cuerpo. Plutarco, el famoso escritor latino del siglo I d.C, recoge en su obra
Isis y Osiris
cómo el cuerpo del dios del más allá fue troceado en catorce partes y enterrado en otros tantos lugares, de donde sería rescatado por su esposa Isis y «reconstituido» con la sola intención de quedarse embarazada y dar a luz al que regiría en adelante los destinos del país: Horus.

Previsiblemente, por tanto, deberían existir otras tantas tumbas vacías, quizá en recuerdo del cadáver que un día albergaron. ¿O no?

Tal vez por eso, cuando a primeros de 1998 el doctor Zahi Hawass, el máximo responsable arqueológico de la meseta de Giza, anunció el descubrimiento de otra «tumba de Osiris» cerca de las pirámides no me sorprendí demasiado. Y debí hacerlo.

Hawass fechó el hallazgo —ubicado a medio camino entre la Esfinge y la segunda pirámide de Giza— en una época cercana al período saíta. Esto es, entre el 665 y el 525 a.C. Y añadió que la tumba había sido hallada vacía y sin inscripciones.

La imagen superior corresponde a un muro en disposición de puzle del Oseirión de Abydos, en Egipto. La inferior fue tomada tras el palacio episcopal de Cuzco. ¿No obedecen a un mismo estilo arquitectónico?

Tardé en reaccionar. Hasta agosto de 1999 no pedí los permisos oportunos para descender a aquel lugar, y no fue hasta que emergí de aquella tumba cuando me di cuenta de cuan contradictorias habían sido las conclusiones del doctor Hawass. La lógica era aplastante: si los arqueólogos habían sido incapaces de hallar inscripción alguna o material datable en aquel agujero, ¿cómo podían concluir con tanta seguridad que se trataba de una obra de la época saíta?

Decidí hacer algunas averiguaciones por mí mismo y, acompañado por uno de los inspectores de antigüedades al servicio del doctor Hawass, el 3 de agosto de 1999 me acerqué a la tumba de Osiris, ignorando lo que en ella me esperaba.

Lo primero que me llamó la atención fue la embocadura del monumento funerario: un pozo de sección cuadrada y unos quince metros de profundidad, que inmediatamente daba paso a otra sección interior sumida en la más absoluta de las penumbras. El pozo —según me informó el inspector mientras descendía conmigo por unas resbaladizas escaleras de mano que se perdían en la oscuridad— tenía unos setenta metros de profundidad, y estaba dividido en tres niveles principales.

En uno de ellos reposaban cinco sarcófagos de granito negro, vacíos. Y más abajo, rodeado por un foso de agua, un sexto sarcófago, gigante, pero con la forma de un hombre tallada en el fondo, descansaba allí desde tiempo inmemorial.

De haber albergado a un ser humano, su ocupante debió de medir más de dos metros veinte de alto, y mereció la construcción de una galería vertical de enormes dificultades técnicas en su vaciado, que acogió aquella caja de piedra enorme.

Y de haber permanecido siempre vacía…, ¿para qué tanto esfuerzo?

La nueva tumba de Osiris me dejó sin aliento. Recordé lo que los saítas dejaron escrito en la Piedra Shabaka, un trozo de granito negro hoy expuesto en el Museo Británico, acerca de aquella meseta llena de sorpresas: «Giza es el lugar de enterramiento de Osiris».

¿Errores?

Para los antiguos egipcios Osiris fue uno de los dioses primordiales de su panteón. Astronómicamente emparentado con la constelación de Orión, creían que esta divinidad fue la que culturizó Egipto.

Como otros dioses civilizadores de otras culturas, Osiris trajo al valle del Nilo la abolición del canibalismo, la agricultura (especialmente los cultivos del trigo y la cebada), el vino y hasta el primer código de leyes para los hombres.

De ser ciertas sus atribuciones como instructor, a alguien como Osiris —que para investigadores como West o Hancock podría ser una suerte de cabecilla de esa cultura perdida de ingenieros prehistóricos—, los egipcios le deben el uso de un sistema de escritura tan complejo como el jeroglífico, la comprensión de un calendario minuciosísimo fundamentado en la medición del movimiento de la estrella Sirio en el firmamento, y hasta el empleo de técnicas constructivas ciclópeas que se aplicaron con intensidad hasta la IV dinastía y que luego se fueron perdiendo hasta dejar paso sólo a contadas proezas arquitectónicas posteriores como la erección de obeliscos.

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