En busca de la edad de oro (20 page)

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Authors: Javier Sierra

Tags: #Histórico

BOOK: En busca de la edad de oro
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Algo debieron percibir los antiguos egipcios en aquel subterráneo para convertirlo en un lugar tan sagrado como secreto. Y ese algo tal vez tenga que ver con la radiactividad.

En efecto. En 1995 un equipo de científicos del Departamento de Física de la Universidad Laurenciana de Canadá y de la Autoridad Egipcia de Energía Nuclear, hicieron mediciones de los niveles de radiactividad en siete lugares arqueológicos de la zona de Sakkara
[89]
. En tres de ellos, la tumba de Sekhemkhet, los túneles de Abbis y el Serapeum, encontraron fuertes índices de radiación, aunque determinaron que estaban lo suficientemente mitigados como para no afectar ya a ningún ser vivo.

¿Lo sabían los antiguos? Y lo que es más, ¿lo aplicaron de algún modo?

Este sarcófago pesa setenta toneladas. Está hecho de una sola pieza de granito y la tapa que lo cubre pesa otras treinta toneladas más. Veinticuatro moles como ésta fueron depositadas en una galería subterránea… ¡y se dejaron vacías!

Buscando tumbas de dioses

Cada vez que viajo a Egipto el Serapeum es una de mis visitas obligadas.

Examino sus sarcófagos, me cuelo en el interior de un par de ellos —siempre los mismos— para verificar el extraordinario pulido de sus paredes y aristas, y como si de un ritual se tratara, limpio con un pañuelo humedecido algunas de sus caras interiores convirtiéndolas de inmediato en espejos… de piedra.

Cuando emerjo de nuevo a la superficie, las dudas que llevaba antes de entrar siguen sin encontrar respuesta. Y sumo factores: todos estos sarcófagos con momias de betún o vacíos, sin inscripciones y colocados siguiendo un patrón geométrico preciso, enclavados en Sakkara, uno de los más antiguos centros ceremoniales de Egipto, debían cumplir una función bien diferente a la de rendir culto al buey muerto. Pero ¿cuál?

Los expertos reconocen que en el complejo de Sakkara apenas se ha desenterrado un 20 por ciento de lo que alberga. De hecho, si bajo los supuestos sarcófagos gigantes ptolemaicos existen otros de la época ramésida, ¿qué impide sospechar que existan más galerías a mayor profundidad? ¿Qué impide especular con que, al igual que hicieron los antiguos egipcios construyendo sus nuevos templos sobre las ruinas de los anteriores, existan también más tumbas gigantes, más antiguas, bajo las que ya conocemos? ¿Están ahí las tan buscadas tumbas de los dioses? ¿Imitaron los egipcios esos mausoleos, sepultándolos bajo otros nuevos con un objetivo ceremonial?

¿Y por qué no?

13
Egipto: Los secretos del templo de Luxor
Luxor

No resisto la tentación de contar otra historia. Ésta comienza en 1936, justo tras desembarcar en el puerto de Alejandría un visitante singular: el filósofo y esoterista alsaciano Rene Adolphe Schwaller de Lubicz.

Schwaller no era lo que se dice un turista más en Egipto. Había nacido en Alsacia en 1887 en el seno de una familia acomodada, y estaba a punto de cumplir ya los cincuenta. Desde niño había compartido con su padre farmacéutico la fascinación por la química. Un interés que con los años lo llevaría a introducirse en el oscuro mundo de la alquimia y las ciencias ocultas. Era miembro de la Sociedad Teosófica y desde muy joven se interesó por los misterios de las catedrales góticas, al tiempo que entablaba cierta amistad en París con el mítico Fulcanelli y los miembros de una extraña hermandad de Heliópolis a los cuales entregó el resultado de sus trabajos sobre la misteriosa coloración de los vitrales góticos y la disposición astronómica de recintos como Notre-Dame de París.

De hecho, parece ser que Fulcanelli no dudó en copiar partes sustanciales de ese trabajo en su conocida obra
El misterio de las catedrales
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—uno de los pilares de la tradición esotérica del siglo XX—, lo que le valió la posterior reprobación de Schwaller.

A Egipto llega siendo ya un hombre maduro. Acompañado de su esposa Isha, recorrió buena parte del Nilo hasta llegar al Valle de los Reyes, en Tebas, donde admiró la tumba del faraón Ramsés IX (1131-1112 a.C). Buscaba una representación del monarca muy concreta en la que sus brazos formaban lo que Schwaller creía que era la demostración geométrica del teorema de Pitágoras.

Fue su primera herejía.

Aquel matrimonio había acudido a Egipto para confirmar que mucho antes de que naciera el sabio matemático heleno, los antiguos habitantes del Nilo poseían una matemática avanzada que fue copiada por los griegos primero, y por el mundo árabe después.

Pero aquél no fue su único descubrimiento. De hecho, su viaje dio un giro imprevisto cuando Rene e Isha visitaron, en la orilla opuesta al Valle de los Reyes, el templo de Luxor. Se trata de un recinto relativamente pequeño —sobre todo si lo comparamos con la grandeza del vecino templo de Karnak—, construido en tiempos de la XVIII dinastía (1550-1070 a.C.) y en el que ambos advirtieron una larga serie de anomalías arquitectónicas que decidieron investigar a fondo… ¡durante los siguientes quince años! Por ejemplo, en sus primeras visitas en 1936 se dieron cuenta de cómo, pese a la armonía de formas reinantes en el templo, éste presentaba una inexplicable desviación de su eje nada más atravesar los pilonos que dan acceso a su interior. Además, comprobaron con sorpresa que frente a la tremenda regularidad de columnas, muros y grabados, el suelo pétreo que rodeaba el sanctasanctórum era tremendamente caótico: una suerte de desordenado mosaico de losas de piedra que desentonaba con el resto del orden arquitectónico imperante. ¿Por qué?

Segunda herejía.

De inmediato dedujeron que aquellas «imperfecciones» fueron introducidas deliberadamente por los constructores del recinto, ya que por todas partes encontraron la sutil huella de la sección áurea (que se expresa matemáticamente como ½ [1 + √5]) y que desde la antigüedad ha fascinado a arquitectos y artistas empezando por la Grecia clásica, donde se utilizó para dotar de armonía y proporción a todo lo creado por sus canteros.

Se trata, por cierto, de dos términos que, aún hoy, los egiptólogos se resisten a incluir en el listado de conocimientos faraónicos por considerarlos avances muy posteriores históricamente, pero que —siempre según Schwaller— sirvieron a los antiguos egipcios para configurar un sistema religioso que integraba las matemáticas y una filosofía basada en las proporciones del cuerpo humano a la que llamó la «ciencia sagrada».

Nada es arbitrario en Luxor

Ni que decir tiene que la búsqueda de respuestas a aquellas primeras incongruencias constructivas no sólo espoleó la curiosidad del matrimonio Schwaller durante meses, sino que les abrió la puerta a un buen número de nuevas anomalías que habían pasado totalmente inadvertidas a los egiptólogos.

Tercer sacrilegio.

Hasta 1951 Rene Schwaller de Lubicz se empleó a fondo en Luxor. Descubrió que la desviación del eje del templo no correspondía a cuestiones astronómicas o a un súbito cambio en las obras debido a una subida inesperada del nivel del Nilo (ambas, hipótesis barajadas a menudo por los expertos), sino que obedecía a la existencia de tres ejes trazados desde el principio por los arquitectos del recinto, y en torno a los cuales estaban orientados todos los muros del mismo.

Al parecer, un primer eje dividía la cara sur en dos mitades equivalentes; otro era un eje longitudinal que atravesaba toda la construcción, y el tercero dividía la anchura de la naos de Amón (en el sanctasanctórum) en dos mitades idénticas. Pero Schwaller descubrió, además, que cada eje estaba dedicado a un «tema», a un asunto importante para los sacerdotes, ya que a lo largo de cada eje los muros levantados sobre él se dedicaban a un mismo contenido, transmitiendo así al visitante —incluso hoy— la irracional impresión de estar caminando por un recinto dotado de vida propia.

Y formuló una cuarta impiedad.

El hallazgo que sin duda más marcó a este filósofo fue la interpretación de la caótica disposición de las losas del suelo que rodean el sanctasanctórum. Según Schwaller, las losas sólo podían interpretarse correctamente sobre un plano del recinto: sobre él, coloreando aquellas de disposición más extraña, aparece nítidamente la representación gigante de un rostro humano de perfil, con un tocado y un ojo típicamente egipcios. ¿Pretendían los arquitectos representar al faraón? ¿Acaso a un dios?, ¿…u otra cosa?

El templo del hombre

Las claves de este hallazgo fueron publicadas por Schwaller seis años después de abandonar Luxor. En su monumental ensayo Le Temple
de l'Homme
(1957), avanzaba una tesis completa en la que enmarcaba todas estas anomalías. Según él, el rostro del pavimento reflejaba una suerte de hombre cósmico cuyo cuerpo podía extenderse figurativamente a lo largo de los casi 200 metros de largo del recinto. Un cuerpo simbólico que no sólo respeta escrupulosamente las proporciones que debe tener un «humano perfecto» con respecto a su cabeza, sino que guarda coherencia con la supuesta parte del cuerpo a la que corresponde cada parte del templo, incluyendo órganos internos, glándulas y centros nerviosos.

A veces la relación templo-cuerpo humano es sutil; otras, en cambio, muy clara. Así, por ejemplo, el cráneo se corresponde con los santuarios del templo; el recinto dedicado a Amón coincide con la cavidad oral, mientras que las clavículas están marcadas por paredes, las costillas se corresponden con columnas de su sala hipóstila, el abdomen queda a la altura del peristilo y las rodillas coinciden matemáticamente con los dos colosos de Amenofis III que flanquean la entrada a una hilera de columnas que actúan como sendos fémures.

La irregular disposición del pavimento original del templo de Luxor condujo a Schwaller de Lubicz a deducir que allí debía de haber algún mensaje oculto. Y, en efecto: al colorear algunas de las losas sobre el plano, emergió el rostro inconfundible de un faraón con su tocado. ¡Ciencia secreta!

Por si esto fuera poco, en el lugar que debía ocupar la boca pueden contemplarse relieves que reflejan la Gran Eneada de Luxor creada por la palabra; en la zona que corresponde proporcionalmente a la glándula tiroides (la que controla el crecimiento) se admiran en sus muros escenas de la infancia del faraón, y donde deberían estar las cuerdas vocales, se lee cómo se da nombre al rey.

Schwaller, por supuesto, nunca creyó que tales correspondencias fueran fruto de la casualidad. Es más, sus hallazgos le sirvieron para confeccionar una ambiciosa teoría en la que atribuía a los egipcios unos conocimientos sobre armonía, proporción y anatomía humanas muy superiores a los racionalmente atribuibles a los sabios de la XVIII dinastía. De hecho, según Schwaller tal sabiduría sólo pudo haber sido heredada de una civilización superior y mucho más antigua.

Quinta herejía.

Semejantes consideraciones, pese a contar con el apoyo de arqueólogos ortodoxos como Alexandre Varille, o del jefe de excavaciones del equipo francés de egiptólogos en El Cairo, Clement Robichon, pronto le valieron la etiqueta de chalado, viéndose despreciado de inmediato por buena parte de la comunidad arqueológica internacional.

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