Authors: Ken Follett
Hallan había dado una fiesta a mediodía que había congregado en su casa a unas cincuenta personas de las más variopintas procedencias y edades, todas ellas ataviadas con ropa informal de aspecto caro. Uno de los invitados se había marchado con el frasco de perfume. Toni, Odette y el equipo de rastreo habían seguido la señal de radio hasta Bayswater y se habían pasado toda la tarde montando guardia frente a una residencia de estudiantes.
A las siete de la tarde, el radiotransmisor acusó un nuevo movimiento.
Una joven salió de la residencia. A la luz de las farolas de la calle, Toni alcanzó a ver que tenía una preciosa cabellera oscura, abundante y reluciente, y que llevaba un bolso al hombro. La joven se levantó el cuello del abrigo y echó a caminar por la acera. Un agente de policía vestido de paisano se apeó de un Rover marrón y la siguió.
—Creo que ya los tenemos —apuntó Toni—.Va a propagar el virus.
—Quiero verlo —repuso Odette—. De cara al juicio, necesito que haya testigos del intento de homicidio.
Toni y Odette perdieron de vista a la joven, que se metió en una boca de metro. La señal de radio se debilitó de modo alarmante cuando bajó al subsuelo, permaneció estática durante un rato y luego volvió a señalar movimiento, seguramente porque la sospechosa se había subido al metro. Siguieron la débil señal, temiendo que se desvaneciera y que la joven se las arreglara para despistar al agente vestido de paisano que la seguía. Pero volvió a la superficie en la parada de Piccadilly Circus, y el agente seguía tras ella. Perdieron contacto visual por unos segundos, cuando la joven dobló por una calle de sentido único, pero poco después el agente de policía llamó a Odette desde el móvil para informarla de que la mujer había entrado en un teatro.
—Ahí es donde va a soltarlo —predijo Toni.
Los coches de la policía secreta se detuvieron frente al teatro. Odette y Toni entraron en el edificio seguidas por dos hombres que viajaban en el segundo coche. El espectáculo en cartel, una historia de fantasmas convertida en musical, gozaba de gran popularidad entre los estadounidenses que visitaban Londres. La chica de la melena exuberante se había puesto en la cola de recogida de entradas.
Mientras esperaba, sacó del bolso un frasco de perfume. Con un ademán rápido y de lo más natural, se roció la cabeza y los hombros. Nadie a su alrededor se fijó en el gesto. A lo sumo, supondrían que quería oler bien para el hombre con el que había quedado. Un pelo tan hermoso tenía que oler bien. Curiosamente, el perfume era inodoro, aunque nadie pareció caer en ese detalle.
—Eso ha estado bien —dijo Odette—. Pero dejaremos que lo haga de nuevo.
El frasco contenía agua del grifo, pero aun así Toni se estremeció. Si no hubiera podido dar el cambiazo a tiempo, aquel frasco estaría repleto de Madoba—2, y el mero hecho de inspirar habría acabado con su vida.
La mujer recogió su entrada y accedió al interior del teatro. Odette se dirigió al acomodador y le enseñó sus credenciales. Acto seguido, los agentes de policía siguieron a la mujer, que entró en el bar y volvió a rociarse con el spray. Luego repitió el ademán en el lavabo de señoras. Por último, se acomodó en el patio de butacas y volvió a esparcir el contenido del frasco a su alrededor. Su plan, supuso Toni, era hacer uso del vaporizador varias veces más durante el entreacto, y luego en los pasillos atestados de espectadores que abandonaban el teatro al término de la función. Hacia el final de la velada, casi todas las personas presentes en el edificio habrían respirado la esencia letal.
Mientras observaba la escena desde el fondo del auditorio, Toni distinguió varios acentos a su alrededor: había una mujer del sur de Estados Unidos que había comprado un precioso pañuelo de cachemira, alguien de Boston explicaba dónde había aparcado el coche, un neoyorquino comentaba indignado que había pagado cinco «dólares» por una taza de café. Si el frasco de perfume hubiera contenido realmente el virus, tal como estaba planeado, todas aquellas personas habrían quedado infectadas por el Madoba-2. Habrían vuelto a su país, abrazado a los suyos, saludado a los vecinos y regresado al trabajo, y les habrían hablado a todos de sus vacaciones en Europa como si nada.
Diez o doce días después, habrían caído enfermas. «Cogí un catarro en Londres y todavía no me lo he quitado de encima», habrían dicho. Al estornudar, habrían infectado a sus allegados, amigos y compañeros. Lo síntomas habrían ido a más, y sus médicos les habrían diagnosticado gripe. Solo cuando empezaran a morir, se darían cuenta de que se trataba de algo mucho más grave que una simple gripe. A medida que el virus mortal se fuera extendiendo rápidamente de barrio en barrio y de ciudad en ciudad, los médicos empezarían a comprender a qué se enfrentaban, pero para entonces ya sería demasiado tarde.
Nada de todo eso iba a pasar, pero Toni sentía un escalofrío cada vez que pensaba en lo cerca que había estado de ocurrir.
Un hombre ataviado con esmoquin las abordó, visiblemente nervioso.
—Soy el gerente del teatro —dijo—. ¿Qué ocurre?
—Estamos a punto de efectuar una detención —le informó Odette—. Quizá sea buena idea no levantar el telón hasta entonces. Solo será un minuto.
—Espero que no haya ningún altercado.
—Yo también, se lo aseguro. —El público ya se había acomodado en sus butacas—. De acuerdo —dijo Odette, volviéndose hacia los dos agentes de policía—: ya hemos visto suficiente. Id a por ella, pero sed discretos.
Los dos hombres que habían viajado en el segundo coche bajaron por los pasillos laterales del teatro y se detuvieron cada uno en un extremo de la fila que ocupaba la mujer de hermosa melena. Esta miró a uno de los agentes, luego al otro.
—Haga el favor de acompañarme, señorita —le dijo el agente que estaba más cerca.
El silencio se adueñó del patio de butacas mientras el público observaba la escena, preguntándose si aquello formaría parte del espectáculo.
La mujer permaneció sentada, pero sacó el frasco de perfume y volvió a rociarse. El agente, un hombre joven que lucía una americana corta, se abrió paso como pudo entre los espectadores hasta llegar a su butaca.
—Por favor, acompáñeme ahora mismo —repitió. La joven se levantó, alzó el frasco y roció de nuevo el aire a su alrededor—. No se moleste —le indicó el agente—. Solo es agua.
Luego la cogió del brazo, la condujo hasta el pasillo y la escoltó hasta el fondo de la sala.
Toni no podía apartar los ojos de la detenida. Era joven y hermosa, y sin embargo había estado dispuesta a suicidarse. Toni se preguntó por qué.
Odette cogió el frasco de perfume y lo dejó caer en el interior de una bolsa de plástico transparente.
—Diablerie... —dijo—. Es una palabra francesa, ¿sabes qué significa?
La mujer movió la cabeza en señal de negación.
—Obra del demonio. —Odette se volvió hacia el agente de policía—. Espósala y llévatela de aquí.
Toni salió del cuarto de baño desnuda y cruzó la habitación de hotel para coger el teléfono.
—Dios, qué guapa eres —le dijo Stanley desde la cama.
Toni sonrió a su marido. Llevaba puesto un albornoz azul demasiado pequeño para él que dejaba entrever sus largas y musculosas piernas.
—Tú tampoco estás nada mal —replicó ella, sosteniendo el auricular. Era su madre—. Feliz Navidad —dijo.
—Tu antiguo novio está en la tele —informó la señora Gallo.
—¿Qué hace, cantar villancicos con el coro de la policía?
—Carl Osborne le está haciendo una entrevista, y Frank está explicando cómo atrapó a aquellos terroristas el año pasado por estas fechas.
—¿Que él los atrapó? —Por un momento,Toni se sintió indignada, pero luego pensó «¿qué más da?»—. Bueno, necesita venderse, anda detrás de un ascenso. ¿Cómo está mi hermana?
—Preparando la comida de Navidad.
Toni consultó su reloj de muñeca. Allí, en el Caribe, faltaban unos minutos para las ocho de la noche. En Inglaterra eran casi las tres de la tarde, pero en casa de Bella siempre se comía a deshora.
—¿Qué te ha regalado por Navidad?
—Iremos a comprar algo en las rebajas de enero, que sale más a cuenta.
—¿Te ha gustado mi regalo? —Toni había ofrecido a su madre una rebeca de cachemira de color salmón.
—Es precioso. Gracias, cariño.
—¿Cómo está Osborne?
Se refería al cachorro de pastor inglés. La señora Gallo lo había adoptado, y desde entonces había crecido hasta convertirse en un perrazo cuyo lanudo pelo blanquinegro le cubría los ojos.
—Se porta muy bien, y desde ayer no ha tenido ningún desliz.
—¿Y los niños?
—Correteando por la casa, destrozando sus regalos. Tengo que dejarte, querida, la reina está en la tele.
—Hasta luego, madre. Gracias por llamar.
En cuanto colgó el teléfono, Stanley dijo:
—Supongo que no hay tiempo para... ya sabes, antes de cenar.
Toni fingió escandalizarse.
—¡Pero si acabamos de... ya sabes!
—¡De eso hace horas! Pero si estás cansada... comprendo que una mujer de tu edad...
—¿De mi edad? —Toni se subió a la cama de un salto y se sentó a horcajadas sobre él—. Con que de mi edad, ¿eh? —Cogió una almohada y lo azotó con ella.
Stanley reía sin parar, suplicando clemencia. Toni apartó la almohada y lo besó.
Había supuesto que Stanley era un buen amante, pero jamás habría imaginado que fuera tan apasionado. Nunca olvidaría sus primeras vacaciones juntos. En una suite del Ritz de París, él le había vendado los ojos y le había atado las manos a la cabecera de la cama. Mientras ella yacía allí, desnuda e indefensa, él le había rozado los labios con una pluma, luego con una cucharilla de plata, y después con una fresa. Toni nunca hasta entonces se había concentrado con tanta intensidad en percibir las sensaciones de su cuerpo. Stanley le había acariciado los senos con un pañuelo de seda, un chai de cachemira y unos guantes de piel. Ella se había sentido como si estuviera flotando en el mar, suavemente mecida por oleadas de placer. Él le había besado las corvas de las rodillas, la cara interna de los muslos, la delicada piel interior de los brazos, la garganta. Lo había hecho todo muy despacio, demorándose en cada caricia hasta que ella se había sentido a punto cíe estallar de deseo. Le había rozado los pezones con cubitos de hielo y la había untado por dentro con aceite tibio. Había seguido así hasta que ella le había suplicado que la penetrara, y entonces la había hecho esperar un poquito más. Después, Toni le había dicho:
—No lo sabía, pero llevaba toda la vida deseando que un hombre me hiciera algo así.
—Lo sé —había replicado él.
Y ahora se sentía juguetón.
—Venga, uno rapidito —sugirió—.Te dejaré ponerte encima.
—Bueeno, vaale —había dicho ella, fingiendo un suspiro de resignación—. Hay que ver lo que tiene que hacer una chica hoy día solo para...
Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Stanley.
—Olga. Toni iba a prestarme un collar.
Toni sabía que Stanley estaba a punto de decirle a su hija que se fuera, pero lo detuvo poniendo una mano sobre sus labios.
—Espera un segundo, Olga —dijo en voz alta.
Se apartó de Stanley. Olga y Miranda se estaban tomando muy bien lo de tener una madrastra de su propia edad, pero Toni no quería abusar de su suerte. No le parecía buena idea recordarles que su padre tenía una vida sexual de lo más activa.
Stanley se levantó de la cama y se fue al cuarto de baño. Toni se puso una bata de seda verde y fue a abrir la puerta. Olga entró a grandes zancadas en la habitación, arreglada para cenar. Lucía un vestido de algodón negro con un pronunciado escote.
—¿Me prestas tu collar de azabache?
—Claro. Espera, que lo busco.
Desde el cuarto de baño se oía el agua de la ducha.
Olga bajó la voz, algo insólito en ella.
—Quería preguntarte algo... ¿sabes si papá ha visto a Kit?
—Sí. Fue a visitarlo a la cárcel el día antes de venirnos aquí.
—¿Cómo está?
—Incómodo, frustrado y aburrido, como era de esperar, pero no le han dado ninguna paliza, ni lo han violado, y tampoco se pincha. —Toni encontró el collar y lo puso alrededor del cuello de Olga—.Te sienta mejor que a mí. Está claro que el negro no es mi color. ¿Por qué no le preguntas directamente a tu padre sobre Kit?
—Se le ve tan feliz... no quería aguarle la fiesta. No te importa, ¿verdad?
—Para nada. —Al contrario, Toni se sentía halagada por el hecho de que Olga recurriera a ella como lo habría hecho con su madre, para comprobar si Stanley estaba bien sin tener que importunarlo con el tipo de preguntas que los hombres detestaban—. ¿Sabías que Elton y Hamish están en la misma cárcel que él? —comentó Toni.
—¡No! ¡Qué horror!
—No te creas. Kit está enseñando a leer a Elton.
—¿No sabe leer?
—Apenas. Sabe reconocer unas pocas palabras: autopista, Londres, centro, aeropuerto. Kit ha empezado con «Mi mamá me mima».
—Dios santo, la de vueltas que da la vida. ¿Te has enterado de lo de Daisy?
—No, ¿qué ha pasado?
—Mató a otra reclusa de la cárcel donde cumplía condena, y la juzgaron por homicidio en primer grado. Le tocó defenderla una compañera mía, una chica joven, pero le cayó la perpetua, añadida a la pena que ya estaba cumpliendo. No saldrá de la cárcel hasta que cumpla los setenta. Ojalá siguiera existiendo la pena de muerte.
Toni comprendía el odio de Olga. Hugo nunca se había recuperado del todo de la brutal paliza que Daisy le había propinado. Había perdido la visión en un ojo, y lo que era peor aún, su carácter vivaracho. Ahora se le veía más tranquilo, menos calavera, pero también menos divertido, y aquella sonrisa suya de chico malo ya no era más que un recuerdo.
—La lástima es que su padre siga suelto —repuso Toni. Harry Mac había sido acusado de complicidad en el robo, pero la declaración de Kit no había sido suficiente para condenarlo y el jurado lo había declarado inocente, así que había vuelto tranquilamente a las andadas.
—También he sabido algo de él últimamente. Tiene cáncer. Empezó por los pulmones, pero se le ha extendido a todo el cuerpo. Le han dado tres meses de vida.
—Vaya, vaya —comentó Toni—. Al final va a resultar que existe la justicia.
Miranda sacó del armario una muda limpia para Ned: pantalón de lino negro y camisa a cuadros. No es que él lo esperara de ella, pero si no lo hacía, Ned era muy capaz de bajar a cenar en pantalón corto y camiseta. No era un inútil, pero sí muy despistado. Miranda había aprendido a aceptarlo.