Authors: Ken Follett
Y ese no era el único rasgo de su carácter que había aprendido a aceptar. Ahora comprendía que Ned nunca entraría al trapo a la primera de cambio, ni siquiera para defenderla, pero en cambio podía estar segura de que nunca le fallaría en los momentos realmente difíciles. El modo en que había encajado uno tras otro los golpes de Daisy para proteger a Tom se lo había demostrado más allá de toda duda.
Miranda estaba lista. Se había puesto una camisa de algodón rosa sin mangas y una falda plisada. El conjunto la hacía un poco ancha de caderas, pero en realidad era un poco ancha de caderas, y Ned le aseguraba que le gustaba así.
Pasó al cuarto de baño. Ned estaba sentado en la bañera, leyendo una biografía de Moliere en francés. Le quitó el libro de las manos.
—El asesino es el mayordomo.
—Vaya, me has fastidiado el final —bromeó él, al tiempo que se levantaba.
Miranda le tendió una toalla.
—Voy a ver si los chicos están listos.
Antes de salir de la habitación, cogió un pequeño paquete de la mesilla de noche y lo guardó en su bolso de fiesta.
Las habitaciones del hotel eran cabanas individuales que se alzaban frente a la playa. Una cálida brisa acarició los brazos desnudos de Miranda mientras se dirigía a la cabana que su hijo Tom compartía con Craig.
Este último se estaba poniendo gel en el pelo mientras Tom se ataba los zapatos.
—¿Cómo estáis, chicos? —preguntó Miranda.
Era una pregunta ociosa. Se les veía bronceados y felices después de haber pasado el día practicando windsurf y esquí acuático.
Tom estaba dejando de ser un niño. Había crecido seis centímetros a lo largo de los últimos seis meses, y ya no se lo contaba todo a su madre. En cierto modo, eso la entristecía. Durante doce años, lo había sido todo para él, y sabía que su hijo seguiría dependiendo de ella algunos años más, pero la inevitable separación había empezado.
Miranda dejó a los chicos y se fue a la siguiente cabana, donde dormían Sophie y Caroline. Esta ya se había ido, por lo que encontró a Sophie a solas. Estaba de pie frente al armario, en ropa interior, tratando de elegir modelito. No le hizo ninguna gracia descubrir que llevaba puesto un sensual conjunto de tanga y sostén negro de copa muy baja, que le dejaba los pezones al aire.
—¿Ha visto tu madre ese disfraz? —preguntó.
—Mi madre me deja ponerme lo que quiera —replicó Sophie con aire suficiente.
Miranda se sentó en una silla.
—Ven un momento, quiero hablar contigo.
Sophie se acercó a regañadientes y se sentó en la cama. Cruzó las piernas y miró hacia otro lado.
—Preferiría mil veces que fuera tu madre la que te dijera esto, pero puesto que no está aquí, tendré que hacerlo yo.
—¿Decirme el qué?
—Creo que eres demasiado joven para tener relaciones sexuales. Solo tienes quince años, y Craig solo tiene dieciséis.
—Tiene casi diecisiete.
—Aun así, lo que estáis haciendo es incluso ilegal.
—No en este país.
Miranda había olvidado que no estaban en el Reino Unido.
—Bueno, vale, pero de todas formas sois demasiado jóvenes.
Sophie hizo una mueca de hastío y puso los ojos en blanco.
—Por el amor de Dios.
—Sabía que no me ibas a dar las gracias, pero tenía que decírtelo —insistió Miranda.
—Bueno, pues ya lo has dicho —replicó Sophie con brusquedad.
—Sin embargo, también sé que no te puedo obligar a hacer lo que yo te diga.
Sophie parecía sorprendida. No esperaba oír ningún tipo de concesión.
Miranda sacó del bolso el paquetito que había guardado antes.
—Así que, si pese a todo te empeñas en desobedecerme, quiero que uses esto —añadió, tendiéndole una caja de preservativos.
Sophie la cogió sin pronunciar palabra. Su rostro era el vivo retrato de la perplejidad.
Miranda se levantó.
—No quiero que te quedes embarazada estando bajo mi responsabilidad.
Se dirigió a la puerta.
—Gracias —oyó decir a Sophie mientras salía.
El abuelo había reservado un salón en el restaurante del hotel para los diez miembros de la familia Oxenford. Un camarero rodeó la mesa sirviendo champán. Solo faltaba Sophie. La esperaron un rato, pero luego el abuelo se levantó, y todos guardaron silencio.
—Hay filete de ternera para cenar —anunció—. Había encargado un pavo, pero al parecer se ha dado a la fuga.
Todos rieron al unísono.
Stanley prosiguió, ahora en un tono más serio.
—El año pasado no llegamos a celebrar la Navidad como Dios manda, así que he pensado que la de este año debía ser especial.
—Gracias por invitarnos, papá —apuntó Miranda.
—Estos últimos doce meses han sido los peores de mi vida, pero también los mejores —continuó—. Ninguno de nosotros volverá a ser el mismo después de lo que ocurrió en Steepfall hace ahora un año.
Craig miró a su padre. Hugo, desde luego, no volvería a ser el mismo. Uno de sus ojos permanecía semicerrado todo el tiempo, y en su rostro había una expresión apática y vagamente amistosa. A menudo parecía ajeno a cuanto ocurría a su alrededor.
El abuelo siguió hablando:
—De no haber sido por Toni, solo Dios sabe cómo podía haber acabado todo aquello.
Craig miró a Toni. Estaba guapísima, con un vestido de seda marrón que realzaba su melena pelirroja. El abuelo estaba loco por ella. «Debe de sentir casi lo mismo que siento yo por Sophie», pensó.
—Luego tuvimos que revivir toda la pesadilla dos veces —recordó el abuelo—. Primero con la policía. Por cierto, Olga, ¿qué forma es esa de tomarle declaración a la gente? Te hacen preguntas, anotan las respuestas y luego las convierten en algo que no tiene nada que ver con lo que tú has dicho, que está plagado de errores y que ni siquiera suena a lo que diría un ser humano, y a eso lo llaman tu declaración.
—A los abogados de la acusación les gusta decir las cosas a su manera —contestó Olga.
—¿«Me hallaba circulando por la vía pública en dirección oeste» y todo eso?
—Exacto.
El abuelo se encogió de hombros.
—Bueno, luego tuvimos que volver a pasar por el mismo calvario durante el juicio, y para colmo hubo quien tuvo la desfachatez de sugerir que nosotros merecíamos ser castigados por haber herido a unos tipos que se habían colado en nuestra casa, nos habían atacado y nos habían atado de pies y manos. Y para postre tuvimos que leer las mismas insinuaciones absurdas en los diarios.
Craig nunca lo olvidaría. El abogado de Daisy había insinuado que él había intentado matarla porque la había atropellado mientras ella le disparaba. Era ridículo, pero por unos momentos, en la sala de juicio, aquella versión de los hechos había sonado casi plausible.
El abuelo prosiguió:
—Toda aquella pesadilla me recordó que la vida es corta, y me hizo darme cuenta de que tenía que compartir con todos vosotros lo que sentía por Toni y dejar de perder el tiempo. No hace falta que os diga lo felices que somos. Y luego mi nuevo fármaco recibió luz verde para la experimentación con seres humanos, gracias a lo cual el futuro de la empresa quedó asegurado y yo pude comprarme otro Ferrari... y pagarle a Craig el carnet de conducir.
Todos rieron, y Craig se sonrojó. No le había hablado a nadie de la primera abolladura que había hecho en el coche del abuelo. Solo Sophie lo sabía. Seguía sintiéndose avergonzado y culpable por ello. Se dijo a sí mismo que a lo mejor lo confesaba cuando llegara a viejo, «a los treinta o así».
—Pero basta ya de hablar del pasado —concluyó el abuelo—. Propongo un brindis: Feliz Navidad a todos.
—Feliz Navidad —repitieron los presentes al unísono.
Sophie llegó mientras servían los entrantes. Estaba deslumbrante. Se había recogido el pelo en la nuca y llevaba unos delicados pendientes largos. Parecía tener por lo menos veinte años. Craig se quedó sin aliento al pensar que aquella era su chica.
Mientras pasaba por detrás de su silla, Sophie se inclinó y le susurró al oído:
—Miranda me ha dado condones.
Craig se sobresaltó de tal modo que derramó el champán.
—¿Qué?
—Ya lo has oído —repuso ella, tomando asiento.
Craig le sonrió, aunque había llevado sus propias provisiones. «Caray con la tía Miranda, quién lo hubiera dicho...»
—¿A qué viene esa sonrisa, Craig? —preguntó Stanley.
—Nada, abuelo —contestó—. Me siento feliz, eso es todo.
1)Calle de Londres donde estaba la sede de importantes periódicos. (N. de la T.)
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2)«Margarita» en inglés. (N. de la T.)
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3)Queen’s Counsel, título que se otorga en el Reino Unido a ciertos abogados de prestigio. (N. de la T.)
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He tenido el privilegio de visitar dos laboratorios de alta seguridad. En el Canadian Science Center for Animal and Human Health de Winnipeg, Manitoba, Stefan Wagener, Laura Douglas y Kelly Keith me ofrecieron su inestimable ayuda. En la Health Protection Agency de Colindale, Londres, fueron David Brown y Emily Collins quienes me brindaron su colaboración. Sandy Ellis y George Korch también me han asesorado sobre laboratorios de alta seguridad y procedimientos clínicos.
En materia de seguridad y bioseguridad, he contado con la inestimable ayuda de Keith Crowdy Mike Bluestone y Neil McDonald. Para tratar de comprender cómo reaccionarían las fuerzas de seguridad en caso de peligro biológico, he contado con la experiencia de la subinspectora jefe Norma Graham, así como del comisario Andy Barker y la inspectora Piona Barker, todos ellos pertenecientes a la Central Scotland Police de Stirling.
Anthony Holden y Daniel Meinertzhagen han esclarecido mis dudas en torno al juego, y además tuve el honor de leer el mecanoscrito del libro de David Antón
Stacking the Deck: Beating America’s Casinos at their own Game
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Daniel Starer, de la agencia Research for Writers de Nueva York, se encargó de localizar a muchos de los expertos que acabo de mencionar.
Por último, deseo dar las gracias a mis editores, Leslie Gelbman, Phyllis Grann, Neil Nyren e Imogen Tate por sus comentarios sobre los distintos borradores de esta novela, a mis agentes Al Zuckerman y Amy Berkower, a Karen Studsrud y a toda mi familia, en especial a Barbara Follett, Emanuele Follett, Greig Stewart, Jann Turner y Kim Turner