A Noah se le cayó el alma a los pies. El estómago le rugió tanto que tuvo que toser para enmascarar los vergonzosos ruidos. Entonces cambió de táctica, pensando que si el viejo lo oía rugir, quizá cambiaría de opinión y le daría algo de comer.
—Bueno, ahora que estás aquí —continuó el anciano—, estoy seguro de que hay un motivo para tu visita. ¿Vas a comprar algo?
—Probablemente no —respondió Noah mirando el suelo, un poco avergonzado—. Me temo que no tengo dinero. —A sus pies había un ratón de madera, pintado en gris y rosa, que le olisqueaba los zapatos, pero, en cuanto Noah lo miró, dio un respingo, soltó un chillido de sorpresa y corrió a esconderse bajo las patas de una jirafa en un rincón de la tienda.
—Entonces, ¿puedo preguntar qué te trae por aquí? ¿No deberías estar en el colegio?
—No, ya no voy al colegio.
—Pero sólo eres un niño. Y los niños deben estar en el colegio. ¿O ha cambiado la ley desde que yo tenía tu edad? No soy quién para decir nada, por supuesto. Yo mismo asistí muy poco tiempo. Siempre estaba escapándome. No imaginas en cuántos problemas me metí por culpa de eso.
—¿Qué clase de problemas? —quiso saber Noah, porque le gustaba enterarse de los problemas en que se metían otras personas.
—Oh, nunca hablo del pasado con el estómago vacío —repuso el viejo—. Ni siquiera he almorzado todavía.
—Pero acaba de decir…
—No importa, quiero saber qué te ha traído hasta aquí.
—Bueno, al principio fue el árbol —explicó el niño—. El que hay ante su puerta. Estaba en la acera de enfrente, contemplándolo, y me pareció el árbol más impresionante que había visto en mi vida. No sé por qué. Tuve esa sensación, nada más.
—Me alegra que te guste. Lo plantó mi padre, ¿sabes? El día que nos mudamos aquí. Adoraba los árboles. Plantó varios más en el pueblo, pero creo que éste es el mejor. La gente cuenta las historias más extraordinarias sobre él.
—Sí, he oído una —dijo Noah con entusiasmo.
—¿De verdad? —repuso el viejo arqueando una ceja—. ¿Puedo preguntarte quién te la ha contado?
—Había un perro salchicha muy servicial ahí enfrente. Estaba con un burro muy hambriento. Me ha contado que, cada pocas noches, el árbol se queda pelado y que se las arregla de algún modo para que le salgan ramas nuevas al cabo de un par de días. Dice que nadie sabe cómo o por qué ocurre eso.
—Oh, ése sabe un montón de historias —comentó el anciano, riendo—. Es un viejo amigo mío. Pero yo que tú no creería demasiado en lo que diga. Los perros salchicha inventan las historias más inverosímiles. En cuanto a ese burro… bueno, mejor ni empiezo. Cuando la mayoría de la gente se conforma con doce o quince comidas al día, él necesita tres o cuatro veces más o se pone a lloriquear.
—¿Doce o quince comidas al día? —repitió Noah, sorprendido—. Le aseguro que yo nunca he…
—De todos modos, aunque hay mucha gente que cuenta historias sobre esta tienda —lo interrumpió el viejo—, te aseguro que nadie ha puesto nunca un pie en ella.
—¿De verdad?
—Bueno, hasta ahora, quiero decir —rectificó el anciano con una sonrisa—. Tú eres el primero. Quizá hay una razón para que te mandaran aquí. Por supuesto, mi padre murió hace muchos años, así que nunca vio lo alto y fuerte que se ha vuelto el árbol. —Su semblante se ensombreció y apartó la mirada, momentáneamente alterado, como embargado por un desgraciado recuerdo.
—Mi padre es leñador —explicó Noah—. Se gana la vida talando árboles.
—Vaya por Dios. ¿No le gustan, pues?
—Creo que le gustan mucho. Pero la gente necesita madera, ¿no? De otro modo no habría casas en que vivir o sillas en que sentarse o… o… —Trató de encontrar más cosas hechas de madera. Al mirar alrededor, esbozó una sonrisa y añadió—: ¡O marionetas! No habría marionetas.
—Eso es muy cierto —admitió el anciano asintiendo despacio con la cabeza.
—Y por cada árbol que tala, planta diez —comentó Noah—, de manera que en realidad lo que hace es bueno.
—Entonces, quizá algún día, cuando seas tan viejo como yo, podrás caminar entre ellos y recordar a tu padre de la misma forma que yo recuerdo al mío.
Noah asintió, pero frunció un poco el entrecejo; no le gustaba pensar en esa clase de cosas.
—Pero aún no me he presentado —dijo el anciano unos instantes después, y le tendió la mano al tiempo que pronunciaba su nombre.
—Noah Barleywater —respondió el niño.
—Es un placer conocerte, Noah Barleywater —repuso el viejo sonriendo un poco.
El niño abrió la boca para corresponderle, pero volvió a cerrarla, pues en torno a su cabeza volaba una mosca de madera y temió que se le colara en la garganta. Así pues, permaneció en silencio, pero al final, tras mirar tanto rato al viejo que le pareció que oía crecer su propio cabello, rebuscó en la mente y encontró su siguiente pregunta, oculta justo encima de la oreja izquierda.
—¿Qué está haciendo? —Y señaló el trozo de madera que el viejo había seguido tallando mientras hablaba. Las astillas que caían al suelo eran recogidas por un cepillo y una pala que se movían con la elegancia de una pareja de bailarines.
—Parece alguna clase de conejo, ¿no crees? —repuso el anciano sosteniéndolo en alto, y en efecto lo parecía, con las grandes orejas y unos buenos bigotes de madera—. No era lo que pretendía hacer, pero aquí lo tienes —añadió con un suspiro—. Me pasa continuamente. Empiezo con una idea en la cabeza y acaba siendo algo totalmente distinto.
—¿Por qué, qué era lo que pretendía hacer? —quiso saber Noah.
—Ah —contestó el viejo con una leve sonrisa, y luego silbó una melodía para sí—. No estoy seguro de que me creyeras si te lo dijera.
—Probablemente sí le creería —se apresuró a decir Noah—. Mi madre dice que me creo todo lo que me cuentan y por eso me meto en tantos líos.
—¿Estás seguro de que quieres saberlo?
—Por favor, dígamelo —insistió Noah, intrigado.
—No eres un chismoso, ¿verdad? No irás por ahí contándoselo a la gente…
—No, por supuesto que no. No se lo diré a nadie en absoluto.
El anciano sonrió y pareció considerarlo.
—Me pregunto si puedo confiar en ti —dijo en voz baja—. ¿Qué te parece? ¿Eres un niño digno de confianza, Noah Barleywater?
Noah no tuvo oportunidad de decirle al viejo hasta qué punto era digno de confianza, pues en ese momento un reloj que había en el mostrador a su lado empezó a hacer ruidos muy extraños. Al principio sonaron como gemidos ahogados, como si no se encontrara bien y quisiera irse a la cama para meterse bajo las sábanas hasta que se recuperara. Luego se hizo el silencio. Entonces los gemidos se transformaron en una especie de resoplidos, antes de convertirse en curiosos ruidos de tripas, bastante vergonzosos, como si todos los engranajes y muelles internos mantuvieran una pelea tremenda y por momentos la situación pudiera tornarse violenta.
—Oh, vaya por Dios —exclamó el viejo, volviéndose para mirar ceñudo el reloj—. ¡Qué vergüenza! Tendrás que perdonarme.
—¿Perdonarle? —se sorprendió Noah—. Pero si es el reloj el que hace ruidos.
El reloj emitió un chirrido de protesta y Noah soltó una risita, llevándose la mano a la boca. Los ruidos le recordaban a Charlie Charlton, cuyo estómago siempre emitía los sonidos más extraños cuando se acercaba la hora de comer, logrando que la señorita Bright mirara el reloj y dijese: «¡Oh, vaya! ¿Ya es tan tarde? ¡Hora de comer!»
Pero, al echarse a reír, la parte de él que le había dicho que debía escaparse de casa lo hizo titubear, y se sintió culpable hasta de sonreír. Llevaba tanto tiempo sin reírse que se sintió como un erizo cuando emerge tras meses de hibernación y no está seguro de si debe seguir haciendo las cosas que hacía antes con naturalidad. Sacudió la cabeza, arrancándose la risa de la boca para arrojarla hacia un rincón de la juguetería, donde aterrizó sobre un montón de ladrillos de madera y nadie la descubriría hasta el invierno siguiente.
—Es un reloj muy poco corriente —comentó, inclinándose para examinarlo. Al hacerlo, el segundero dejó de moverse, y sólo cuando Noah hubo retrocedido y apartado la vista volvió a avanzar, más deprisa ahora para llegar a donde se suponía que debía estar.
—Será mejor que no lo mires —aconsejó sabiamente el viejo—. A Alexander no le gusta. Le hace perder el ritmo.
—¿Alexander? —preguntó Noah mirando alrededor, esperando ver a alguien en la tienda cuya presencia no había advertido—. ¿Quién es Alexander?
—Alexander es mi reloj. Y es bastante tímido, lo que en realidad resulta sorprendente, pues, por lo que sé, los relojes tienden a ser unos fanfarrones, siempre en movimiento, siempre haciendo tictac como si les fuera la vida en ello. Pero Alexander no es así. Para serte franco, él preferiría que no nos diésemos cuenta siquiera de que está ahí. Tiene bastante genio. Verás, es que es ruso, y los rusos son un poco raros. Lo encontré en San Petersburgo, en el Palacio de Invierno del zar. Hace ya unos cuantos años de eso, desde luego, pero aún funciona a las mil maravillas, sobre todo si hablas de política o religión con él, porque eso le da mucha cuerda.
—Bueno, no pretendía ofenderlo —dijo Noah, que no sabía qué pensar de todo aquello—. Es sólo que estaba haciendo ruidos raros.
—Ah, pero los hace porque es hora de comer —explicó el viejo dando una palmada—. Me lo recuerda fingiendo que le ruge el estómago. Es una pequeña broma. Los rusos son bastante graciosos, ¿no crees?
—Pero los relojes no tienen estómago —puntualizó Noah, aún desconcertado.
—¿No?
—Pues no. Tienen péndulos o ruedas de contrapeso. Y algo que se llama oscilador, que vibra y hace que todo funcione correctamente. Por mi último cumpleaños, mi tío Teddy me regaló un «Construye tu propio reloj en veinticuatro horas». Abrí la caja y me pasé dos semanas tratando de montarlo.
—Oh, ¿de veras? ¿Y cómo acabó la cosa?
—No muy bien. Sólo funciona como es debido dos veces al día, y en ocasiones ni siquiera eso.
—Ya veo. Pero, aun así, pareces saber mucho de relojes.
—Sí, me gustan las cosas científicas. A lo mejor algún día seré astrónomo. Es una de las profesiones que estoy considerando.
—Bueno, pues tendré que aceptar tu palabra en este asunto. Siempre he asumido que era su estómago, pero quizá me equivoco. En cualquier caso, sea cual sea la verdad, es hora de comer.
—Pensaba que había almorzado ya —dijo Noah, más animado ante la idea de comer. Hacía tanto que no se llevaba nada a la boca que temía desmayarse.
—He tomado un tentempié, sólo eso —admitió el anciano—. Unos restos de pollo. Y una ensalada de la huerta. Y unas cuantas salchichas que se habrían estropeado si no me las comía hoy. Y un sándwich de queso. Y después un trozo de pastel, para acabar con algo dulce. Pero no ha sido lo que podría decirse una comida sustanciosa. Sea como fuere, supongo que tienes hambre, ¿no? Después de todo, has salido muy temprano de casa.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Noah, sorprendido.
—Por el estado de tus zapatos.
—¿Mis zapatos? —Se miró los pies y no vio nada fuera de lo corriente—. ¿Cómo demonios puede saber por mis zapatos a qué hora he salido de casa?
—Mira las suelas. Aún están un poco mojadas y tienen briznas de hierba pegadas, aunque empiezan a secarse y se están desparramando por el suelo. Significa que has pisado hierba no mucho después de que cayera el rocío.
—Oh, claro. Nunca se me habría ocurrido.
—Cuando uno ha gastado tantos pares de zapatos como yo, tiende a fijarse en el calzado de los demás —comentó el anciano—. Es una pequeña rareza mía, eso es todo. E inofensiva, espero. Bueno, si ése es el caso, ¿te apetece comer algo? No tengo gran cosa, pero…
—Me encantaría —se apresuró a contestar Noah, y se le iluminó el semblante—. No he comido nada en todo el día.
—¿De verdad? ¿En tu casa no te dan de comer?
—Sí, claro que me dan —contestó Noah tras un leve titubeo—. Lo que pasa es que he salido antes de desayunar.
—¿Por qué?
—Bueno, es que hoy no había comida en casa —mintió Noah.
El anciano lo miró como si no se creyera una sola palabra, y el niño se ruborizó. Apartó la vista y se encontró con la mirada de una de las marionetas de la pared, que inmediatamente giró la cabeza, como si no soportara ver a un niño que decía mentiras antes de desayunar.
—Bueno, si tienes hambre —dijo por fin el viejo—, supongo que será mejor que te prepare algo. Ven, acompáñame arriba. Estoy seguro de que podré encontrar algo que te guste.
Se dirigió hacia un rincón y tendió la mano ante sí, y en el instante en que lo hizo apareció un pomo en la pared; lo hizo girar y abrió una puerta que daba al pie de unos escalones. Noah se quedó boquiabierto (¡aquella puerta no estaba ahí un instante antes!) y miró de la puerta al anciano, y de nuevo a la puerta, y otra vez al anciano. De hecho, aquello podría haber seguido mucho rato de no haberle puesto fin el anciano.
—¿Y bien? —lo instó, volviéndose—. ¿Vienes o no?
Noah titubeó sólo un instante. Desde que tenía memoria había oído decir que sólo un niño tonto entraría en sitios extraños con desconocidos, en especial si nadie más sabía que estaba allí. Su padre aseguraba siempre que el mundo era un lugar peligroso, aunque su madre decía que no debería asustar al niño, y que éste sólo tenía que recordar que no todo el mundo que parecía bueno lo era en realidad.
—Pareces indeciso —dijo el anciano en voz baja, como si le leyera el pensamiento—. Haces bien, pero te aseguro que no hay motivo de preocupación. Ni siquiera por mi estilo de cocinar. De joven estuve muchas veces en París y aprendí varios trucos de uno de los chefs más grandes de aquellos tiempos, así que, modestia aparte, preparo unos huevos revueltos excelentes.
Noah seguía sin estar seguro de si hacía lo correcto, pero su barriga empezaba a emitir unos ruidos parecidos a los del reloj, que le dirigía ahora una mirada asesina y tamborileaba impaciente con una pata sobre el mostrador. Abrumado por el hambre, asintió con la cabeza y se apresuró a seguir al anciano a través de la puerta abierta.
Se encontró al pie de una escalera muy estrecha cuyos peldaños y paredes, como las marionetas, eran de madera. En la barandilla había una serie de intrincados grabados que acarició con los dedos, disfrutando del tacto de las muescas. Eran muy poco profundos, tallados con cuidado y luego limados con una garlopa para evitar posibles astillas. Para su sorpresa, la escalera no ascendía directamente, como la de su casa, sino describiendo círculos muy estrechos, de modo que apenas veía al anciano subiendo ante sí, pues entre uno y otro sólo quedaban a la vista un par de peldaños en cada tramo.