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Authors: John Boyne

Tags: #Drama, #Cuentos

En el corazón del bosque (4 page)

BOOK: En el corazón del bosque
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De hecho, ni siquiera parecían juguetes, sino algo más importante. Todo cuanto había ante sus ojos era nuevo y distinto, y tuvo la sensación de que era el único sitio del mundo en que se vendían aquellos juguetes tan particulares.

Casi todos estaban pintados con sumo esmero y no con los colores habituales, a diferencia de los juguetes que tenía en casa, cuyas superficies se cuarteaban y desconchaban con sólo mirarlas demasiado. Hasta entonces no había visto colores como aquéllos; ni siquiera era capaz de ponerles nombre. A su izquierda había un reloj pintado de… bueno, no exactamente de verde, sino de un color como el que le habría gustado ser al verde si hubiese tenido imaginación. Y más allá, junto a un cubilete para lápices, había un tablero de juego cuyo color principal no era el rojo, sino un tono al que el rojo miraría con envidia, avergonzándose de su propia y apagada apariencia. Y los cubos con las letras del alfabeto… bueno, alguien habría dicho que estaban pintados de amarillo y azul, pero sabiendo que esas palabras tan simples eran un insulto al color de aquellas letras.

Sin embargo, por curioso que fuera todo aquello, por sorprendente e inusual que pareciera a ojos de Noah, no era nada comparado con los juguetes que predominaban en las paredes de la tienda.

Marionetas.

Había decenas. No, decenas no, veintenas. Ni siquiera veintenas, sino centenares, quizá más de las que una persona podía contar en un día, ni siquiera con la ayuda de los ábacos multicolores que había sobre un mostrador cercano. De formas y tamaños diferentes, todas y cada una estaban pintadas de colores brillantes que las llenaban de animación y energía, tanto que parecían vivas.

«No parecen marionetas —pensó Noah—. Se ven demasiado reales».

Pendían en hileras de las paredes, de alambres sujetos a la espalda. Y no eran sólo marionetas de personas: también había animales y vehículos y objetos inesperados. Todas tenían cordeles que permitían mover sus distintas partes.

—¡Qué extraordinario! —murmuró Noah en voz baja y, al mirar alrededor, empezó a experimentar la extraña sensación de que las marionetas lo seguían con los ojos allá donde fuese, vigilando de cerca sus movimientos por si agarraba algo y lo rompía, o por si pretendía birlar algún juguete y salir corriendo.

Un episodio parecido había ocurrido unos meses antes, cuando su madre lo había llevado en otra de sus inopinadas excursiones fuera de casa, algo a lo que se había habituado últimamente, y con tanta insistencia en que pasaran tiempo juntos que Noah se había sentido un poco confuso. En aquella ocasión, una baraja de cartas de magia había acabado misteriosamente en su bolsillo cuando recorrían una tienda, pero no tenía ni idea de cómo había sucedido. Desde luego, no la había robado, y ni siquiera recordaba haberla visto expuesta. Pero, cuando se disponían a salir de la tienda, un guardia grandullón, robusto y sudoroso, vestido con un uniforme azul, se había acercado a ellos para pedirles con voz muy seria que lo acompañaran.

—¿Para qué? —preguntó la madre de Noah—. ¿Qué problema hay?

—Madame —repuso el guardia, utilizando una palabra que hizo que Noah se preguntara si por ensalmo acababan de llegar a Francia—, tengo motivos para creer que su pequeño está saliendo de la tienda con un artículo que no ha pagado.

Noah alzó la vista hacia el hombre con una mezcla de indignación y desprecio. Indignación porque él era muchas cosas, muchísimas, pero no un ladrón. Y desprecio porque nada le molestaba más que un adulto lo llamara «pequeño».

—Qué tontería —respondió su madre—. Mi hijo nunca haría algo semejante.

—Señora, haga el favor de comprobar qué lleva el chico en el bolsillo de atrás.

Y en efecto, cuando Noah se llevó la mano al bolsillo, se encontró con que los naipes de magia habían acabado allí de alguna forma.

—Bueno, pues yo no los he robado —alegó él, mirando con sorpresa la ilustración de la caja, el as de espadas, que le guiñaba alegremente un ojo.

—Entonces quizá podrás explicarme cómo han llegado a tu bolsillo —repuso el guardia con paciencia.

—Si tiene alguna pregunta, hágamela a mí —espetó la madre, furibunda e indignada—. Mi hijo jamás robaría una baraja de cartas. En casa tenemos más que suficientes. Estoy enseñándole a hacer trampas en el póquer para que sea millonario antes de los dieciocho.

El guardia se sorprendió. Estaba acostumbrado a que los padres se enfurecieran con sus hijos en situaciones como aquélla y los zarandearan de lo lindo para sonsacarles la verdad, pero aquella madre no parecía la clase de mujer que haría algo así. En realidad, parecía la clase de mujer que creería en las respuestas de su hijo, y eso era algo que no se veía todos los días.

—Tú no has robado estos naipes, ¿verdad? —le preguntó a su pequeño, más afirmando que preguntando.

—Por supuesto que no —contestó él, y era la pura verdad.

—Bien —repuso su madre, volviéndose hacia el guardia al tiempo que se encogía de hombros—, pues no hay más que hablar. Por ahora bastará con una disculpa, pero creo que debería hacer usted una donación a la organización benéfica que yo decida por su injusta acusación. Será alguna que tenga que ver con animales. Con animales pequeños y peludos, que son mis favoritos.

—Me temo que las cosas no son tan sencillas, señora —insistió el guardia—. El hecho es que los naipes estaban en el bolsillo de su hijo. Y alguien tiene que haberlos metido ahí.

—Tiene razón —contestó ella, tomando la baraja de manos de Noah para tendérsela al guardia con una sonrisa—. Pero son cartas mágicas, ¿no? Es probable que se hayan metido ahí ellas solas.

Ése era otro recuerdo feliz, de esos en los que Noah intentaba no pensar. Pero aquélla era una juguetería normal. En la de ahora ni siquiera había guardias de seguridad. No había nadie para acusarlo de algo que no había hecho. Se mordió el labio y miró alrededor con nerviosismo; tal vez lo mejor era marcharse y continuar su camino hacia el pueblo siguiente, pero entonces oyó unos ruidos que se acercaban.

Pisadas.

Pisadas lentas y pesadas.

Contuvo el aliento y aguzó el oído, entornando los ojos como si así pudiera escuchar mejor. Los pasos parecieron detenerse. Noah exhaló un suspiro de alivio, pero al punto se oyeron otra vez. Se quedó inmóvil, tratando de identificar de dónde venían exactamente.

«¡De debajo del suelo!», constató con sorpresa, bajando la vista.

En efecto, se oían pisadas que ascendían bajo la tienda, el rítmico sonido de unas pesadas botas subiendo despacio por una escalera, cada vez más cerca de donde él estaba. Miró alrededor para comprobar si alguien más las oía, pero estaba totalmente solo; hasta entonces no había advertido que era la única persona en la tienda.

Aparte de las marionetas, claro.

—¿Hola? —susurró con nerviosismo, y su voz reverberó levemente—. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

Las pisadas se detuvieron, volvieron a empezar, titubearon, continuaron, y entonces se oyeron más y más cerca.

—¿Hola? —insistió Noah levantando la voz, cada vez más nervioso.

Tragó saliva y se preguntó por qué sentía esa extraña mezcla de miedo y seguridad. No era como la vez que había pasado toda una noche perdido en el bosque y sus padres habían tenido que salir a buscarlo antes de que se lo comieran los lobos; aquello sí había sido aterrador. Y tampoco era como la tarde en que se quedó encerrado en el sótano, sin luz, porque se había atascado el pestillo; aquello había sido un simple fastidio. Lo de ahora era completamente distinto. Se sentía como si tuviera que estar allí pero más le valiera estar preparado para lo que fuera a ocurrir.

Se volvió hacia la entrada de la tienda, pero, para su sorpresa, no consiguió ver la puerta. Debía de haberse internado tanto que ya no era visible. Sólo que no recordaba haberse alejado tanto y la tienda no le parecía especialmente grande, desde luego no lo bastante para perderse en ella. Miró a su espalda y no consiguió ver ninguna puerta, ni ningún rótulo de salida o entrada. Sólo había marionetas, cientos de marionetas de madera, todas mirándolo desafiantes, sonriendo, riendo, frunciendo el entrecejo, amenazándolo… Expresaban las más diversas emociones. De pronto, le pareció que aquellas marionetas no eran nada amigables y que se movían hacia él, una a una, rodeándolo, atrapándolo en un círculo cada vez más cerrado.

—¿Quién es ése? —susurraban.

—Un extraño.

—No nos gustan los extraños.

—Vaya aspecto más raro tiene, ¿verdad?

—Es bajito para su edad.

—Pero tiene un pelo bonito.

Las voces eran cada vez más numerosas, aunque no pasaban de susurros, y al cabo de poco ni siquiera distinguía las palabras, porque eran pronunciadas a la vez y se mezclaban en un lenguaje incomprensible. Se le estaban echando encima y Noah se llevó las manos a la cara, presa del miedo; cerró los ojos, se volvió y contó hasta tres. Aquello no podía estar pasando. Cuando apartara las manos y abriese los ojos gritaría a pleno pulmón; así seguro que acudiría alguien a rescatarlo.

Uno…

Dos…

Tres…

—Hola —dijo entonces una voz de hombre, la única que se oía ahora, pues el coro de marionetas había enmudecido—. ¿Quién eres?

5. El viejo

Noah abrió los ojos. Ya no tenía la sensación de que las marionetas lo acosaban, dispuestas a enterrarlo bajo su peso. Los murmullos habían cesado. Los susurros se habían desvanecido. Todas parecían haber vuelto a sus sitios en las estanterías, y el niño comprendió que había sido ridículo pensar que estaban observándolo o hablando sobre él. Al fin y al cabo, no eran seres vivos; sólo eran marionetas. Pero lo que sí era un ser vivo era el anciano que había hablado y que ahora estaba allí de pie, a unos palmos de él, sonriendo levemente, como si llevase mucho tiempo esperando aquella visita y se alegrase de que por fin se produjera. Sostenía un trozo de madera que tallaba con un pequeño formón. Noah tragó saliva de puro nerviosismo y, sin pretenderlo, dejó escapar un súbito grito de sorpresa.

—Oh, vaya —dijo el hombre alzando la vista—. No tengas miedo.

—Pero es que hace un segundo no había nadie aquí —respondió Noah, mirando alrededor con asombro. Seguía sin ver la puerta por la que el viejo había entrado en la tienda, de modo que su aparición continuaba siendo un misterio—. No lo he oído entrar.

—No pretendía asustarte —contestó el hombre, que era muy viejo, más viejo incluso que el abuelo de Noah. Tenía una mata de pelo rubio que parecía avena mezclada con maíz, y unos ojos brillantes que atrajeron la mirada del niño, pero su cara estaba más surcada de arrugas que cualquiera que hubiese visto—. Estaba abajo trabajando y he oído pisadas, eso es todo. De manera que he subido por si algún cliente necesitaba algo.

—Yo también he oído pisadas. Las suyas, subiendo por alguna escalera.

—Oh, no, Dios santo —repuso el anciano negando con la cabeza—. Difícilmente podría haber oído mis propias pisadas, y luego haber subido aquí a investigar, ¿no? Deben de haber sido tus pisadas.

—Pero usted estaba ahí abajo. Acaba de decirlo.

—¿De veras? —preguntó el viejo, frunciendo el entrecejo y frotándose el mentón—. No me acuerdo. Hace tanto de todo eso, ¿verdad? Y me temo que mi memoria ya no es lo que era. Quizá he oído sonar la campanilla de la puerta.

—Pero si no hay ninguna campanilla —respondió Noah. Y en ese preciso instante, como si recordara de pronto su tarea, se oyó un alegre tintineo encima de la puerta, que había reaparecido unos metros detrás de él.

—También es vieja —explicó el anciano encogiéndose de hombros a modo de disculpa—. Se supone que es lo único que tiene que hacer en todo el día, pero a veces se le olvida. Es posible que ni siquiera haya sonado por ti. Tal vez lo haya hecho por un cliente del año pasado.

Noah se volvió y miró boquiabierto la campanilla. Tragó saliva sonoramente, dudando de que aquello tuviese algún sentido.

—En cualquier caso, siento haberte hecho esperar tanto —se disculpó el anciano—, pero me temo que de un tiempo a esta parte me muevo como un caracol. De joven era muy distinto. Por aquel entonces sólo habrías visto la estela de polvo que levantaba a mi paso. ¡Ni Dmitri Capaldi podía ganarme!

—No se preocupe —lo tranquilizó Noah—. No llevo aquí mucho rato. Apenas eran las once cuando entré y… —Consultó el reloj, que le reveló que ya era mediodía—. ¡Oh! Pero ¡no puede ser!

—Estoy seguro de que sí puede ser —repuso el viejo—. Has perdido la noción del tiempo, eso es todo.

—¿Una hora entera?

—A veces pasa. Yo perdí un año entero una vez, si puedes creerlo. Lo dejé en algún sitio, y cuando fui a buscarlo ya no conseguí encontrarlo. Pero siempre tengo la sensación de que va a aparecer un día de éstos, cuando menos lo espere.

Noah frunció el entrecejo, no muy seguro de haber oído bien.

—¿Cómo puede alguien perder un año? —preguntó.

—Oh, es más fácil de lo que imaginas —dijo el viejo, y dejó la madera y el formón para quitarse las gafas y limpiarlas con un pañuelo que tenía los colores del arco iris—. A lo mejor ni siquiera fue un año; a lo mejor fue una oreja. —Y se tironeó de ambos lóbulos—. No; todo sigue en su sitio —comentó satisfecho—. Fue un año, sin duda. No hay de qué preocuparse.

Noah lo miró fijamente y trató de comprender de qué hablaba. Todo aquello no tenía sentido para él, y sospechaba que si hacía preguntas sólo conseguiría confundir aún más las cosas.

—Deben de haber sido todos estos juguetes —dijo Noah señalando las paredes de alrededor—. Supongo que he estado mirándolos mucho rato. Y las marionetas. Hay tantas que me he distraído.

—Sí, claro —repuso el anciano con un suspiro—. Culpa a las marionetas. La gente siempre lo hace.

—No las culpo. Sólo quiero decir que me he entretenido mirándolas, nada más. Casi parecen vivas. Y el tiempo ha pasado sin darme cuenta.

—Lo importante es que ahora estás aquí —dijo el anciano con una gran sonrisa—. ¿Sabes una cosa? Hace tanto tiempo que no tengo un cliente que ni siquiera sé qué hacer. Me temo que ya no tenemos un relaciones públicas oficial.

—No importa —respondió Noah, pues siempre le daba pena la gente que tenía que plantarse ante las tiendas diciendo «Bienvenido… bienvenido…». Le parecía una forma muy desgraciada de ganarse la vida.

—Por supuesto, si hubiese subido más deprisa podría haberte invitado a almorzar, pero ya es demasiado tarde para eso.

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