En el jardín de las bestias (50 page)

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Authors: Larson Erik

Tags: #Intriga, #Bélico, #Biografía

BOOK: En el jardín de las bestias
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Dodd estaba furioso. Le parecía que apartarse de esos congresos era una de las pocas maneras que tenía de mostrar sus auténticos sentimientos, y los de Estados Unidos, hacia el régimen de Hitler. Envió una protesta incisiva y (según él creía) confidencial al secretario Hull. Para gran consternación de Dodd, esa carta se filtró a la prensa. La mañana del 4 de septiembre de 1937 vio un artículo sobre el tema en el
New York Herald Tribune
, en el que se resumía un párrafo entero de la carta, junto con el telegrama subsiguiente.

La carta de Dodd indignó al gobierno de Hitler. El nuevo embajador alemán en Estados Unidos, Hans-Heinrich Dieckhoff, le dijo al secretario de Estado Hull que aunque no hacían una propuesta formal de que se retirase a Dodd, «deseaba dejar bien claro que el gobierno alemán sentía que no era
persona grata
».
[809]

* * *

El 19 de octubre de 1937 Dodd tuvo una segunda reunión con Roosevelt, esta vez en casa del presidente, en Hyde Park, «un lugar maravilloso», decía Dodd.
[810]
Su hijo Bill le acompañó. «El presidente hizo patente su ansiedad por la marcha de los asuntos exteriores», escribió Dodd en su diario. Hablaron del conflicto chino-japonés, entonces en plena ebullición, y la perspectiva de una gran conferencia de paz que pronto tendría lugar en Bruselas destinada a ponerle fin. «Una cosa le preocupaba», decía Dodd. «¿Podrían cooperar realmente Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Rusia?»

La conversación se trasladó a Berlín. Dodd le pidió a Roosevelt que le mantuviera en su cargo al menos hasta el 1 de marzo de 1938, «en parte porque no deseaba dejar que los extremistas alemanes pensaran que sus quejas… habían tenido demasiado éxito». Se llevó la impresión de que Roosevelt aceptaba.

Dodd instó al presidente para que eligiera a un colega profesor de historia, James T. Shotwell, de la Universidad de Columbia, como sustituto suyo. Roosevelt parecía dispuesto a considerar la idea. Cuando la conversación llegó a su fin, Roosevelt invitó a Dodd y a Bill a que se quedaran a almorzar. La madre de Roosevelt y otros miembros del clan Delano se unieron a ellos. Dodd dijo que fue «una reunión encantadora».

Cuando se disponía a irse, Roosevelt le dijo: «Escríbame personalmente sobre la marcha de las cosas en Europa. Leo muy bien su letra».

En su diario, Dodd añadió: «Le prometí que le escribiría tales cartas confidenciales, pero ¿cómo conseguir que llegasen a él sin que las leyeran los espías?».

Dodd se embarcó para Berlín. Su anotación en el diario del viernes 29 de octubre, el día de su llegada, era breve, pero reveladora. «En Berlín otra vez. ¿Qué voy a hacer?»
[811]

No sabía entonces que de hecho Roosevelt había cedido a la presión tanto del Departamento de Estado como de Asuntos Exteriores y había accedido a que Dodd dejase Berlín antes de final de año. Dodd se quedó asombrado cuando, la mañana del 23 de noviembre de 1937, recibió un breve telegrama de Hull, señalado como «estrictamente confidencial», que decía: «El presidente lamenta cualquier inconveniente personal que pueda causarle, pero desea que le pida que se disponga a dejar Berlín si es posible hacia el 15 de diciembre, y en cualquier caso, nunca más tarde de Navidad, a causa de las complicaciones que usted ya conoce y que amenazan con ir en aumento».
[812]

Dodd protestó, pero Hull y Roosevelt se mantuvieron firmes. Dodd reservó un pasaje para él y para su mujer en el
SS Washington
, que debía partir el 29 de diciembre de 1937.

* * *

Martha viajó dos semanas antes, pero primero ella y Boris se reunieron en Berlín para despedirse. Para hacer tal cosa, decía ella, él abandonó su puesto en Varsovia sin permiso. Fue un episodio romántico y desgarrador, al menos para ella. De nuevo le declaró a él su deseo de casarse.

Esa fue la última vez que se vieron. Boris le escribió el 29 de abril de 1938, desde Rusia. «Hasta ahora he vivido con el recuerdo de nuestro último encuentro en Berlín. Qué lástima que sólo durase dos noches. Querría prolongar ese tiempo al resto de nuestras vidas. Qué buena y dulce fuiste conmigo, querida. Nunca lo olvidaré… ¿Qué tal ha ido el viaje a través del océano? Un día cruzaremos juntos ese océano y juntos contemplaremos las olas eternas y viviremos nuestro amor eterno. Te amo. Te siento y sueño con los dos. No me olvides. Tuyo, Boris.»
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De vuelta en Estados Unidos, fiel a su naturaleza y no a Boris, Martha se enamoró enseguida de otro hombre, Alfred Stern, neoyorquino de sensibilidad izquierdista. El era diez años mayor que ella, medía metro ochenta, era guapo y rico, habiendo disfrutado de un espléndido convenio tras su divorcio de una heredera del imperio Sears Roebuck. Se comprometieron y se casaron en un tiempo increíblemente breve, el 16 de junio de 1938,
[814]
aunque según las noticias aparecidas en la prensa hubo una segunda ceremonia más tarde, en la granja de Round Hill, Virginia. Ella llevaba un vestido de terciopelo negro con rosas rojas. Escribiría años más tarde que Stern fue el tercer y último gran amor de su vida.

Le contó lo de su matrimonio a Boris en una carta fechada el 9 de julio de 1938. «Ya sabes, querido, que tú significaste en mi vida más que cualquier otro. También sabes que si me necesitas, estaré dispuesta a acudir cuando me llames.»
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Y añadía: «Miro hacia el futuro y te veo de nuevo en Rusia».

Cuando la carta llegó a Rusia Boris ya estaba muerto, ejecutado, uno de los incontables agentes del NKVD que cayeron víctimas de la paranoia de Stalin. Martha se enteró más tarde de que a Boris se le acusó de colaborar con los nazis. Ella decía que aquella acusación era «una locura». Se preguntaba mucho después si su relación con él, especialmente aquella última reunión no autorizada en Berlín, habría desempeñado algún papel sellando su destino.

Nunca supo que aquella última carta de Boris, en la que aseguraba que soñaba con ella, era falsa, escrita por Boris siguiendo las órdenes del NKVD poco antes de su ejecución, para evitar que su muerte destruyese la simpatía de ella por la causa soviética.
[816]

Capítulo 55

AL CAER LA OSCURIDAD

Una semana antes de su viaje de vuelta a casa, Dodd pronunció un discurso de despedida en un almuerzo de la Cámara de Comercio americana en Berlín, donde sólo cuatro años antes había inflamado por primera vez las iras nazis con sus alusiones a dictaduras antiguas. El mundo, decía, «debe enfrentarse al triste hecho de que en una era en que la cooperación internacional debería ser la clave de todo, las naciones están más separadas que nunca».
[817]
Dijo a su público que no se había aprendido la lección de la Primera Guerra Mundial. Alabó al pueblo alemán diciendo que era «básicamente demócrata, y muy amables entre sí». Y luego dijo: «Dudo que ningún embajador en Europa realice adecuadamente sus deberes o se gane su paga».

Pero el tono fue muy distinto al llegar a Estados Unidos. El 13 de enero de 1938, en una cena en su honor en el Waldorf Astoria de Nueva York, Dodd declaraba: «La humanidad está en grave peligro, pero los gobiernos democráticos parecen no saber qué hacer. Si no hacen nada, la civilización occidental, la libertad religiosa, personal y económica están en grave peligro».
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Sus observaciones suscitaron una inmediata protesta por parte de Alemania, a la cual el secretario Hull respondió que Dodd ahora era un ciudadano privado, y que podía decir lo que le apeteciese. Primero, sin embargo, hubo un cierto debate entre los funcionarios del Departamento de Estado sobre si el departamento debería o no disculparse con una declaración en el sentido de «siempre lamentamos cualquier cosa que pueda crear resentimiento en el extranjero». Se rechazó la idea, a la que se opuso nada menos que Jay Pierrepont Moffat, que escribió en su diario: «Personalmente tuve la fuerte sensación de que, por mucho que me desagradara o desaprobara al señor Dodd, no había que disculparse por él».
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Con ese discurso, Dodd se embarcó en una campaña para dar la alarma sobre Hitler y sus planes, y combatir la deriva incesante de Estados Unidos hacia el aislacionismo. Más tarde le llamarían la Casandra de los diplomáticos americanos. Fundó el Consejo Americano contra la Propaganda Nazi, y se convirtió en miembro de los Amigos Americanos de la Democracia Española. En un discurso en Rochester, Nueva York, el 21 de febrero de 1938, ante una congregación judía, Dodd advertía que una vez Hitler obtuviera el control de Austria (un acontecimiento que parecía inminente), Alemania continuaría intentando expandir su autoridad a otros lugares, y que Rumanía, Polonia y Checoslovaquia estarían en peligro. Predijo, además, que Hitler se sentiría libre de perseguir sus ambiciones sin la resistencia armada de otras democracias europeas, ya que éstas preferirían las concesiones a la guerra. «Gran Bretaña», dijo, «está terriblemente exasperada, pero también terriblemente deseosa de paz».
[820]

* * *

La familia se dispersó, Bill se hizo profesor y Martha se fue a Chicago y luego a Nueva York. Dodd y Mattie se retiraron a la granja de Round Hill, Virginia, pero hacían ocasionales incursiones en Washington. El 26 de febrero de 1938, justo después de ver partir a Dodd en tren desde Washington para dar una serie de conferencias, Mattie escribió a Martha en Chicago: «Desearía que todos estuviéramos juntos, para poder discutir las cosas y pasar más tiempo los unos con los otros. Nuestras vidas están pasando tan rápido… Papá habla a menudo de que le gustaría que estuvieras con nosotros, y de la alegría que significaría para nosotros teneros cerca a Bill y a ti. Ojalá fuésemos más jóvenes y vigorosos. El está muy delicado, y su energía nerviosa está agotada».
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Estaba muy preocupada por los acontecimientos en Europa. En otra carta a Martha poco después escribía: «El mundo parece tan confuso ahora, no sé qué ocurrirá. Es horrible que se le permita a ese maníaco salirse con la suya durante tanto tiempo sin que nadie le detenga. Más tarde o más temprano nos veremos implicados, que Dios no lo permita».

La señora Dodd no compartía el profundo amor de su marido por la granja de Round Hill. Estaba bien para pasar el verano y las vacaciones, pero no como residencia habitual. Esperaba conseguir un apartamento en Washington donde vivir al menos una parte del año, con o sin él. Mientras tanto, se dedicaba a hacer más habitable la granja. Compró cortinas de seda dorada, una nevera nueva General Electric y una nueva estufa. A medida que avanzaba la primavera cada vez se sentía más desgraciada por la falta de progresos tanto a la hora de encontrar un apartamento en Washington como de arreglar la granja. Le escribió a Martha: «Hasta ahora no he conseguido que me hagan nada en la casa, pero hay ocho o diez hombres trabajando en las vallas de piedra, poniendo bonitos los campos, cogiendo rocas, levantando cosas, etc. Parece que tengo que “tirar la toalla” y abandonar todo el maldito trabajo…».
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El 23 de mayo de 1938, en otra carta a su hija, escribía: «Ojalá tuviese un hogar… Washington en lugar de Chicago. Sería maravilloso».
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Cuatro días después la señora Dodd había muerto. La mañana del 28 de mayo de 1938 no se reunió con Dodd a la hora de desayunar, como era su costumbre, ya que dormían en habitaciones separadas. El fue a verla. «Fue la conmoción más grande de toda mi vida»,
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escribió él. Ella murió de un fallo cardíaco en su cama, sin que antes hubiese señal de problema alguno. «Sólo tenía sesenta y dos años, y yo sesenta y ocho», escribió Dodd en su diario. «Pero ahí estaba, muerta, ya no tenía remedio, y yo me quedé tan sorprendido y entristecido que no sabía qué hacer.»

Martha atribuyó la muerte de su madre a «la tensión y el terror de su vida» en Berlín.
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El día del funeral, Martha prendió unas rosas al vestido con el que enterraron a su madre, y se puso otras iguales en el pelo. Por segunda vez, Martha vio lágrimas en los ojos de su padre.

De repente la granja de Round Hill ya no era un lugar de descanso y paz, sino de melancolía. La pena y la soledad de Dodd afectaron a su salud, ya frágil, pero aun así él siguió dando conferencias por el país, en Texas, Kansas, Wisconsin, Illinois, Maryland y Ohio, siempre con los mismos temas: que Hitler y el nazismo suponían un gran riesgo para el mundo, que la guerra europea era inevitable, y que en cuanto empezase la guerra, a Estados Unidos le resultaría imposible permanecer apartado. Una conferencia atrajo a un público de siete mil personas. En una charla en Boston, el 10 de junio de 1938, en el Harvard Club (ese antro del privilegio) Dodd habló del odio de Hitler a los judíos y advirtió de que sus verdaderas intenciones eran «matarlos a todos».
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Cinco meses más tarde, el 9 y 10 de noviembre, llegó la Kristallnacht, el pogromo nazi que convulsionó Alemania y al fin obligó a Roosevelt a emitir una condena pública. Les dijo a los reporteros que «apenas podía creer que una cosa semejante ocurriese en el civilizado siglo XX».
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El 30 de noviembre, Sigrid Schultz escribió a Dodd desde Berlín. «Presiento que existen muchas posibilidades de que usted diga o piense: “¿no os lo había dicho ya?”. No es que sea un gran consuelo tener razón cuando el mundo parece dividido entre vándalos despiadados y gente decente incapaz de enfrentarse a ellos. Fui testigo cuando ocurrieron la mayor parte de los destrozos y saqueos, y sin embargo hay veces en que te preguntas si lo que viste realmente era verdad… todo tiene un aire pesadillesco, que supera incluso la opresión del 30 de junio.»
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* * *

Un extraño episodio llevó a Dodd a una vía muerta. El 5 de diciembre de 1938, mientras iba en coche a un compromiso en McKinney, Virginia, atropelló con su coche a una niña negra de cuatro años llamada Gloria Grimes. El impacto le causó unas heridas importantes, incluyendo una conmoción cerebral. Pero Dodd no se paró. «No fue culpa mía», explicó más tarde a un periodista.
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«La criatura se echó a correr delante de mi automóvil, unos diez metros por delante. Yo pisé el freno, aparté el coche y seguí, porque pensé que se había escapado.» Empeoró las cosas ofreciendo una imagen insensible cuando, al escribir una carta a la madre de la niña, añadió: «Además, yo no quería que los periódicos de todo el país publicasen una noticia sobre el accidente. Ya sabe cómo les gusta exagerar las cosas de este tipo a los periodistas».

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