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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (19 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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Todavía antes de pisar la arena (un pequeño paso para el hombre), se gira hacia las dos feas torres de apartamentos de primera línea de mar como quien contempla la catedral de Amiens, lo que le da ocasión de soltar todo el aire sin que su mujer escuche el resuello. Y ahora es el momento de imitar el gesto de ella de quitarse las chanelas, esa palabra, haciendo lo propio con sus mocasines blandos, que sin la intermediación de calcetines se han convertido en criaturas de vientre húmedo y pegajoso.

No hay nadie cerca sobre la arena, los bañistas se apiñan al fondo, cerca del agua, y el comisario puede concentrarse en caminar equilibrándose con los brazos. Le agrada el contacto de sus pies desnudos sobre la arena caliente y seca, es una caricia conocida pero largamente olvidada, y por primera vez se alegra de haberse lanzado a la aventura. Sin embargo, quedan todavía algunos momentos difíciles, quizá su mujer lo intuye y por eso le toma la mano, como para formar equipo cuando llegan a la estrecha franja ocupada por toallas, y sillas plegables, y bañistas sin otra distracción que observar tras las gafas de sol a los recién llegados. Una vez hallado un hueco, mientras su mujer revuelve en el capazo en busca de crema solar y demás adminículos, el comisario comprende que tarde o temprano tendrá que quitarse la camisa, así que sopesa a los posibles espectadores. A la derecha una pareja de ancianos, los dos muy tostados, cuyo componente masculino muestra una panza blanda y colgante sobre un diminuto bañador a todas luces indecente. Nada de qué preocuparse por ese flanco. A la izquierda un hombre solo que parece dormir tendido de espaldas. Bien. Detrás una muchacha con los senos desnudos; pequeños, redondos y desnudos, no cabe duda. ¿Cómo actuar en semejante situación para no parecer un viejo verde?, pues por lo pronto girándose 180 grados y oteando la lejanía en busca de aletas de tiburón, insignias piratas o cualquier otra cosa susceptible de ser avistada mar adentro. Enseguida la voz de su mujer lo devuelve a tierra firme:

—Ven, quítate la camisa que te pongo crema, si no te vas a despellejar en cinco minutos.

Ella se ha desprendido del pareo y su cuerpo enfundado en el bañador azul añil, aunque archiconocido, le parece al comisario especialmente agraciado a esta nueva luz: redondo y mullido pero firme, y mucho más exuberante que el de la muchacha de los..., sin sujetador.

—¿Hay que ponerse crema antes de bañarse? —pregunta el comisario, tratando de concentrarse en el diálogo.

—¿Te vas a bañar?

—Claro.

—Mira que estamos en junio: el agua estará fría...

—Pues yo he venido a bañarme, si no, no le veo la gracia a la playa...

Ése es el momento en que el comisario se quita la camisa y la deja caer hecha una pelota sobre la toalla que su mujer ha dispuesto para él. Durante un segundo se mira a sí mismo desde arriba y le extraña lo blanquísima que parece su propia piel a la luz del sol. Y también comparada con la piel de la muchacha de los..., la muchacha.

—Ahora no vayas a meterte muy adentro... ¿Ya te acordarás de nadar?

—Claro, mujer: eso no se olvida.

De modo que el comisario avanza hacia el agua, donde en verdad sólo se ven unos pocos bañistas muy distanciados. No muy lejos están ancladas las barcas de pesca, posible objetivo para alcanzar a nado. Una olita llega dócil, le moja los pies y se va llevándose parte de la arena bajo sus plantas, lo que le produce la sensación de hundirse un poco en el suelo. Cosquilleante, divertido. Avanza un poco más y empieza a notar agujas en las pantorrillas. Pero no piensa echarse atrás, al fin y al cabo es un montañés avezado en los rigores del frío, así que sigue todavía unos metros hasta mojarse la pernera del bañador. De momento bastante bien, sensación de poder y autodominio. Es entonces cuando llega una ola más alta que las otras y el nivel del agua le sube de repente hasta cerca del ombligo. Desazón intensa, tela empapada pegada a la piel cuando la ola se retira. El comisario sabe que llegados a este punto lo mejor es sumergirse del todo y nadar enérgicamente hasta entrar en calor, pero su humillación es plena cuando descubre que ha entrado en el agua con las gafas puestas.

Demasiado tarde para retroceder: se las quita, avanza con decisión y se zambulle agarrándolas con firmeza con la mano izquierda, que de este modo deja de ser útil como remo para convertirse en un simple muñón. Con todo, bracea y patalea tratando de hundirse cabeza abajo. Durante largos segundos su lucha es feroz, exasperante por la respiración contenida y el frío que casi duele, pero el efecto boya de su propio cuerpo lo mantiene con la rabadilla a ras de superficie y al poco ha de cambiar a una braza espasmódica con la cabeza fuera del agua.

Quizá avanza unos metros así, pero las barcas parecen seguir igual de lejos que al principio, y el cansancio empieza a vencer al frío. Nota que ya no hace pie en el fondo, de manera que se resigna a hacer el muerto para recuperar el resuello. «Humillante», ésa es de nuevo la palabra. Se toma unos segundos boca arriba y, con los oídos sumergidos, descansa y escucha su propia respiración amplificada. Ahora o nunca: en un repentino arranque de furia, se lleva las gafas a los dientes a modo de machete de buscador de ostras, gira sobre sí mismo hecho una bola blanca y granate, y empieza a bracear con todas sus fuerzas hacia el fondo. Esta vez, ya con dos manos capaces de darle impulso, consigue hundirse lo bastante como para tocar la arena, en realidad a menos de dos metros de profundidad; luego se impulsa con un amplio movimiento de los brazos y las articulaciones de los hombros le responden enviándole dolorosos pinchazos.

De todas maneras siente toda su musculatura en activo, como si el joven atlético que ha permanecido tantos años encerrado en una prisión de grasa volviera por sus fueros, y por unos instantes goza también de la inmensa alegría de ser ingrávido en aquel universo denso y azul. Otra sensación agradable olvidada y recuperada. Pero dura poco porque enseguida ha de regresar a la superfi cie, con satisfacción aunque obligado a quitarse las gafas de la boca a toda prisa para dar una bocanada que termina en un trago de agua salada.

En conjunto ha sido una experiencia gratificante, pero se siente exhausto y decide volver al confortable estado de bipedestación con la moral razonablemente alta. Resopla cuando camina de regreso a la orilla con las gafas en la mano. Sus piernas debilitadas por el esfuerzo notan el enorme peso que han de volver a trasladar sobre el firme movedizo, pero siente una felicidad de orden físico, sensual, una suerte de plenitud emparentada con otras plenitudes que suceden a otros esfuerzos musculares intensos. A todo esto, sin la asistencia de las gafas, el mundo aéreo se ha convertido en un gel tan borroso como el subacuático, no se distingue nada de nada, aunque lo mismo se ocupa de impedir que el bañador se le adhiera al cuerpo de forma indecorosa mientras piensa en cómo localizar a su mujer entre tantos bultos varados en la arena. Sin embargo, no hace falta preocuparse por esto último, porque ella lo ha estado esperando con el agua por las rodillas y le sale al paso:

—¿Qué hacías?, ha habido un momento en que pensaba que te ahogabas, he estado a punto de pedir socorro...

El comisario chasquea la lengua entre dos resuellos:

—Qué me voy a ahogar, mujer...

—¿Qué, está fría, no?

Otro chasquido de negación mientras caminan hacia las toallas.

—Pues estás temblando, y tienes el labio de abajo morado...

Durante un rato, como si en vez de en una playa turística estuviera a solas con su hembra en una isla perdida, el comisario se abandona al dulce cansancio, se tiende boca arriba en la toalla con la respiración entrecortada, y se deja embadurnar de crema solar en una deliciosa caricia que le recorre el pecho y el vientre. Siente entonces unas ganas irreprimibles de dormirse con los ojos cerrados al sol que traspasa los párpados y convierte la oscuridad en un espacio vivo, amarillo y naranja. Pero a instancias de ese ángel que tan amorosamente lo acaricia, ha de volverse boca abajo y enseguida vuelve a sentir la mano menuda que le pasea por la espalda y los riñones. Hasta que empieza a notar una tensión entre agradable y desazonante favorecida por efecto del peso de su propio cuerpo boca abajo. Para abortarla antes de que llegue a mayores se gira y atrapa al ángel en un abrazo, esta vez sobre una toalla y a plena luz del sol:

—Me parece que después de comer vas a tener que echarte la siesta conmigo.

—Sí, hombre...

—¿Por qué no?

—Pues porque hoy es domingo, y hay que volver a casa temprano...

—Pues anoche me supiste a poco, que lo sepas.

—No te pongas pulpo, anda, que hay gente. Y además pinchas, haz el favor de afeitarte en cuanto lleguemos a casa.

* * *

El lunes por la mañana el comisario oye unos golpecitos de aviso en la puerta de su despacho y el sonido del picaporte abriéndose. Se seca las manos y sale del baño para ver quién es, aunque de hecho sólo puede ser Varela:

—Comisario, está aquí el inspector jefe Rodero. Pregunta si puede pasar.

—Sí, claro, que pase...

El comisario sale a recibirlo al antedespacho a pesar de que es un inferior en rango; de hecho el inferior ya ha tenido la deferencia de desplazarse hasta la comisaría para oír lo que el comisario tiene que decirle.

Rodero tiene poco más de cuarenta años, pálido, estrecho de hombros, delgado y, sin embargo, con una pequeña panza que le asoma como un melón. Chaqueta de punto color musgo, pajarita y caramelos de menta. Se estrechan las manos.

—¿Lo pillo en mal momento?

—No, en absoluto..., pase, le agradezco que haya venido a verme, podría haber ido yo...

—No tiene importancia, así de paso veo la nueva comisaría por dentro, me han explicado maravillas.

—Sí, no está mal... ¿Cómo va por la Brigada, todavía aguanta el edificio?

—Bueno, a duras penas, ya sabe cómo es aquello...

—Sí, bien que lo sé... ¿Le apetece un café?, me han puesto una máquina para mí solo.

—Ya veo que está bien instalado... No tomo café a estas horas, pero si tiene agua se lo agradeceré, hace calor en la calle.

Entran en la sala de juntas, el comisario toma un vaso de plástico y señala una portezuela de madera oscura que parece un armario, «¿No prefiere un refresco?, tengo una nevera bien surtida, como en los hoteles». No, Rodero quiere agua. «¿Fría o del tiempo?», Rodero dice que del tiempo. El comisario acciona la espita correspondiente en el surtidor de acero inoxidable y llena el vaso antes de entregárselo en mano. Luego se concentra en manejar la máquina de café que funciona con pequeños cartuchos precintados:

—Bastante más cómodo que la Brigada, ¿eh? Y ahora por lo menos tienen aire acondicionado, en mis tiempos no se imagina cómo se ponía ese despacho suyo en cuanto llegaba el mes de junio.

—¿Ocupaba usted mi mismo despacho?, no lo sabía...

—Seis años, estuve allí. Creo que todavía tengo la espalda despellejada por aquella butaca de escai. Y antes de eso había estado ocho años como inspector pululando por las oficinas, con Morillos de inspector jefe. ¿Llegó a conocer a Morillos?, ¿bigotito de falangista?, ¿gafas oscuras? —Rodero asiente—. En comparación esto es gloria, hasta tengo un tresillo para las visitas. Claro que a buenas horas: para tres meses que me quedan...

—Ya he oído que se jubila este año...

—A principios de septiembre... No sabe las ganas que tengo: no quiero volver a oír hablar de amas de casa descuartizadas en lo que me queda de vida.

Ya se han sentado en un extremo de la enorme mesa de juntas, ocupando dos de las diez sillas basculantes de acero y cuero.

—Siento que tuviera que subir allá arriba un domingo por la mañana, pero no había nadie en la Brigada que estuviera en condiciones de hacerse cargo y me pareció lo más oportuno pedirle a usted el favor. De todas maneras nadie mejor: tengo entendido que se crió usted en un pueblecito de montaña, ¿no?

—Sí, bueno, pero era otro mundo. En realidad todos los pueblos de montaña son diferentes, sólo se parecen en el aislamiento, y hoy día ya no están tan aislados como antes. Hay televisión, y teléfonos móviles, y todo el mundo tiene coche.

—¿Qué le pareció aquello? —Rodero saca un diminuto caramelo del bolsillo de su chaqueta de punto y se lo ofrece primero al comisario, que declina con el gesto.

—La verdad es que después de salir del matadero sólo tuvimos tiempo de darnos una vuelta en coche. Bueno, y entramos a tomar café en uno de los bares, en la calle que parecía la principal, cerca de la iglesia y el ayuntamiento...

Bastante opresivo, con ese círculo de montañas y ese Monte Horlá allí arriba... En invierno tiene que ser tremendo...

—¿Qué le pareció Berganza?

—Buen elemento. Hablé por teléfono con él hace un par de semanas, y luego ha sido tan amable de recopilar algunas informaciones para mí, extraoficialmente. Ya me contó que habían transferido el caso a la Central...

—¿Le contó también que tenemos identificado el cadáver?

—No estaba confirmado. Del valle, ¿no?

—Del valle, confirmado, tenemos la prueba de ADN. Pero lo más significativo es que su hijo es un emigrante afincado en la Provenza francesa. ¿A que no sabe dónde trabaja?

—Tal como lo dice supongo que en un matadero de cerdos.

—En un matadero de cerdos... Habrá que husmear por ahí. Pero hay más caminos. Por ejemplo, he estado en Informática y he encontrado otro homicidio sin resolver bastante interesante. Año 97, la víctima es una muchacha de dieciséis años que aparece degollada a cuchillo en un bosque del Piamonte italiano, a diecisiete kilómetros de Penerolo. El cadáver se encuentra desnudo, sin signos de violación o abusos, pero le faltan las dos manos que no han aparecido hasta la fecha. También en ese caso cuesta identificar el cadáver y finalmente resulta ser hija de un transportista que hace rutas internacionales, ¿adivina qué transporta en su camión?

—¿Cerdos?

—Cerdos. ¿Huele a vendeta entre narcos?

El comisario tuerce los labios hacia abajo.

—¿Se le ocurre otra cosa? —dice Rodero.

—Por qué narcos y no..., no sé..., psicópatas que jue gan a rol... Cualquier departamento de homicidios tiene entre un uno y un cinco por ciento de casos anuales sin resolver, eso si hablamos de países con una policía seria. Relacionar entre ellos sólo los que tienen remotamente que ver con los cerdos es un poco tendencioso, a pesar de la nota.

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