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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor, #Intriga

En el nombre del cerdo (20 page)

BOOK: En el nombre del cerdo
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—En realidad no he partido de la nota... Claro que la hemos mandado analizar, pero el Luma Lite no da nada, la escribieron en el dorso de una hoja de pedidos del propio matadero, con un rotulador que también estaba allí mismo, o al menos con la misma clase de tinta, y las letras están trazadas ayudándose de una regla, así que ni siquiera podemos hacer un examen grafológico en condiciones.

—Pero contiene un mensaje..., EN EL NOMBRE DEL CERDO..., es una frase bien curiosa. De eso precisamente quería hablarle...

—Ya me lo imaginaba...

—Ya le adelanté por teléfono algo sobre el propietario del matadero y el poema que publicó en el periódico...

—Sí..., muy interesante. Tengo el fax que me envió a la Brigada: las siete sílabas, y todo eso...

—Bueno, no son sólo las siete sílabas..., hay un montón de coincidencias, puedo enseñárselo si tiene usted diez minutos...

—Bueno, la verdad es que de momento estoy pensando en otra cosa. ¿Sabe usted que muchos de los cerdos que se matan en el país llegan de Holanda?, ¿y que no sería la primera vez que vienen con regalito cosido a las tripas? Entre otras cosas he encontrado también en la base de datos un informe de Sanidad muy interesante, del año 99. Un camión pasó la frontera francesa con ochenta animales insuficientemente documentados, varios de ellos llegaron muertos... Bueno, pues los de la Científica tuvieron el buen tino de abrir a uno de los cinco que llevaban la panza llena. Junte eso con que el veterinario del matadero de San Juan del Horlá es un francés que trabajó antes en una granja en Amsterdam y que pasó directamente desde allí a San Juan. ¿No le parece significativo?

—No sabía eso... —el comisario cabecea—. De todas maneras queda algo por explicar. Estaría de acuerdo con usted si hubiéramos encontrado un cadáver con un tiro en la nuca. Pero lo que hemos encontrado es un perfecto y ordenado puzle de carne humana, y sabemos que la víctima fue drogada con estramonio y que pasó un largo y complicado proceso hasta el momento de la muerte. Alguien se ha recreado con todo eso, no es el típico ajuste de cuentas.

—Siempre se pueden ajustar cuentas a través de alguien que se recree en ello.

—No sé... —El comisario piensa un poco—. ¿Si el cadáver hubiera sido el de un concejal del ayuntamiento, pensaría usted que se trata de un crimen político?

—No estoy seguro de lo que quiere decir con eso...

—Quiero decir que alguien tenía ganas de matar a una mujer como a un cerdo y lo ha hecho a conciencia. Y eso tiene que ver sobre todo con el individuo en cuestión y con la relación que ese individuo mantiene con las mujeres, o con los cerdos, o con las dos cosas, y no tanto con el tráfico internacional de estupefacientes, o sólo secundariamente con eso.

Rodero pone cara de escepticismo:

—¿Ha estado usted hablando con algún psiqui?...

—Sí, he estado hablando con un psiqui, con Puértolas, pero porque desde el principio me pareció cosa para hablar con un psiqui... Tenemos suficientes indicios para investigar al tal Juan de Horlá, basta echarle una mirada al poema para darse cuenta de que estaba al tanto de lo que iba a pasar... Tenga en cuenta que la prensa no hizo público el mensaje que encontramos..., sin embargo, el propietario conocía el patrón formal de ese mensaje...

—Comisario, perdone pero en primer lugar el propietario del matadero tuvo muchas oportunidades de saber lo que decía ese mensaje, no hacía falta que lo publicaran los periódicos. Podemos controlar hasta cierto punto lo que se publica, pero no lo que dicen los testigos por ahí, basta con que alguno de los empleados que encontraron el cadáver se lo hubiera dicho.

—¿Una semana antes del asesinato? El poema se publicó una semana antes...

Rodero comprende que su razonamiento ha sido erróneo:

—Bien, de acuerdo..., también es posible que el homicida leyera el poema en el periódico, le gustara, y una semana después decidiera escribir el mensaje según ese patrón rítmico, o lo que sea que haya encontrado en el poema. Sabe usted perfectamente que ningún juez va a admitir una cosa así como prueba de nada.

—No como prueba de cargo, y además está claro que el autor material del asesinato no es el autor del poema, no
de facto,
pero el poema es suficiente prueba de convicción para admitir a trámite una investigación sobre ese individuo...

—Ese individuo, comisario, no es un individuo cualquiera.

—¿Quiere usted decir, Rodero, que hay individuos en este país blindados a una investigación de la Brigada Central de Homicidios?

—Quiero decir, comisario, que lo usual es llegar al instigador a través del autor material, no al revés. Si llegamos a saber quién manejó el cuchillo, tendremos alguna oportunidad de probar a instancias de quién lo manejó, mientras tanto no pasaremos del terreno de la especulación. El camino a seguir es el del tráfico de estupefacientes, es evidente que en la comarca se da, yo también tengo informes de la Provincial. El siguiente paso es relacionar ese tráfico con los empleados del matadero que son probablemente los que tocan el material. Y el propietario, si es que tiene algo que ver, caerá después.

—De acuerdo, quizá se ha puesto usted sobre la pista real de una red de transporte de cocaína..., muy bien, adelante. Pero si quiere que le diga la verdad, a dos meses de jubilarme me importa muy poco que alguien se esté haciendo rico vendiendo coca, lo que me pone los pelos de punta es que por ahí anda suelto un individuo aficionado a la tortura recreativa, probablemente dos individuos, y puede que más. Es por ahí por donde yo insistiría, al fin y al cabo sabemos algunas cosas sobre él, o podemos intuirlas.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo sabemos que tiene veleidades literarias, que le gusta el riesgo y que está jugando a algo con nosotros o con el resto del mundo. Y también que seguramente actúa en asociación con uno o varios individuos susceptibles de asociarse a un psicópata, es decir, con un complementario, alguien que probablemente depende emocionalmente de él.

* * *

—Varela, voy un momento a cortarme el pelo, me llevo el móvil por si hay algo.

El comisario abandona el edificio agradecido al aire tibio de la calle, aire de verdad, sin acondicionar, y se da cuenta de que cada vez le cuesta más pasar ocho horas seguidas metido en su despacho.

Camina despacio, con las manos en los bolsillos, hasta salir a la vieja rambla fangosa convertida en paseo cosmopolita: estatuas humanas, músicos callejeros, pintores de acera, puestos de flores, un comisario de policía con barba de una semana que pasa con las manos en los bolsillos...

Cuatro travesías más abajo el comisario abandona el paseo y vuelve a internarse en la maraña del viejo arrabal. Hace años que se arregla el pelo en el mismo establecimiento, Barbería Siberia, con su tradicional distintivo a rayas azules, blancas y rojas. «¿Lo de siempre, comisario?», «Lo de siempre.» Pero esta vez el comisario está pensando en hacerse algo distinto y, antes de alcanzar el distintivo de la Barbería Siberia, se detiene ante el escaparate de otra peluquería nueva en la calle, o quizá es que no había reparado antes en ella: HAIR PLAY, PELUQUEROS, dice el rótulo. El escaparate muestra fotos de modelos recién peinados, hombres de entre treinta y cuarenta años, correctamente vestidos, uno de ellos con barba y pelo cano. Cambiar de peluquero es como cambiar de amante: el momento propicio para probar cosas nuevas, y por un momento el comisario piensa en darle el salto a la Barbería Siberia y entrar allí, en aquel agradable interior decorado con madera clara donde además sólo se ve a un cliente esperando tanda, y es casi calvo.

Gana su sentido de la fidelidad y sigue caminando hasta la Barbería Siberia, un poco más allá en la misma acera. Cuando llega se da cuenta de que la persiana está bajada y han enganchado un rótulo escrito a mano: «Cerrado por reformas. Próxima apertura, 1 de septiembre». «Los tiempos cambian», se dice el comisario, y como no puede esperar a septiembre para cortarse el pelo, vuelve sobre sus pasos y sin pensárselo mucho entra en HAIR PLAY, PELUQUEROS preguntándose qué demonios querrá decir
Hair Play.

Tres cuartos de hora después, su habitual peinado a raya se ha convertido en un corte uniformemente corto dirigido hacia delante, su bigote ha sido drásticamente podado al dos y, sobre la barba incipiente, le han recortado una perilla que se une al bigote por las comisuras. Lo de la perilla es sólo un intento que el comisario no tendrá más remedio que someter al criterio de su mujer, pero de momento se siente bien con su esbozo y va mirándose en el reflejo de los escaparates. Tanto que, poco antes de llegar a la comisaría, se le ocurre desviarse hacia la tienda de discos.

Entra sin pensárselo mucho, con naturalidad, como si no pasara nada:

—Buenos días, jóvenes —dice.

Contesta el del
piercing
en el ombligo, que ahora luce además un par de finas tiritas que le cruzan el puente de la nariz:

—Vaya, qué sorpresa... ¿Viene a atracarnos, caballero?

—¿Tengo aspecto de venir a atracar?

—Bueno, como luce esa perilla tan bizarra... digo a ver si el brigadier se ha pasado al enemigo. Si no puedes detenerlos, únete a ellos.

—Pues no: venía a comprar uno de esos discos modernos que vende, y de paso a ver qué tal terminó lo del otro día...

—Si se refiere usted a mi pequeño combate, he resultado ganador por puntos, como puede ver. Uh, ¿y ese moreno de playa...? Qué envidia, a mí me ha dicho el médico que no tome el sol hasta que me cicatrice bien la nariz o me quedará marca. En realidad no sé qué hacer: son tan sexi las cicatrices... Por cierto, ¿me permite un consejo sobre su nuevo estilismo?

—Mmmm, sea prudente, joven, ya sabe cómo suelen terminar sus consejos sobre estilismo...

—Bueno, ya que no lleva casco de moto me arriesgaré... Debería cambiar el modelo de gafas. Esas doradas no van bien con el peinado y la barba de candado. Le recomiendo un modelo tipo director de cine años sesenta: rectangulares, de pasta negra. Con cristales amarillos son lo más...

Esta vez el comisario sale a la calle con un CD de Simply Red y la confianza en su nuevo
look
bastante alta. La siguiente piedra de toque es entrar en la comisaría.

Naturalmente todo el mundo se fija en él, sobre todo en la perilla, el comisario se da perfecta cuenta, pero nadie se atreve a hacer comentarios. Excepto Quique Aribau, que está en la cafetería con Sanchís. «Le queda bien la perilla —le dice—, pero ya no tiene tanto aspecto de comisario, ahora empieza a parecer... no sé, un director de cine...»

El comisario toma nota de la coincidencia y por la tarde, de camino a casa en el autobús, le va dando vueltas a la idea. Director de cine está bien, mucho mejor que notario, y tiene connotaciones de mando que le gustan. Pero no se juzga a sí mismo un hombre creativo, y tampoco tiene mayor interés en parecerlo. Él es hombre de principios, de leyes y de fidelidades, eso es. Mientras observa como siempre el tráfico desde la ventanilla del autobús, se le ocurre pensar en qué disfraz le gustaría ponerse en caso de asistir a un baile de máscaras. Sin duda de gángster de película: camisa negra, corbata blanca, sombrero de fieltro y abrigo largo de pelo de camello. Al fin y al cabo un capo mafioso no es tan distinto de la de un Comisario de policía, piensa el comisario: los dos se ven obligados a inspirar respeto pero también confianza, a mostrarse inflexibles o magnánimos según el momento, a intimidar y ofrecer protección en un delicado equilibrio de contrarios...

Cuando llega a casa ha olvidado completamente el último y definitivo examen al que debe someter su nuevo
look.
La idea cae sobre él justo en el momento en que gira el llavín.

—Hola-hola, por dónde andas...

—En la cocina, ¿ya estás aquí?

—Sí, tengo que enseñarte una cosa, no te asustes.

Naturalmente ese aviso hace que su mujer se alarme y aparezca de inmediato en el quicio de la cocina, secándose apresuradamente las manos con un paño. El comisario prende la luz del recibidor para dejarse ver sin sombra de duda:

—¿Qué te parece?

Como primera reacción, su mujer levanta las cejas y se lleva la mano a la boca.

—Ah: qué susto me habías dado... ¿Por eso llevabas desde el sábado sin afeitarte? —dice al fin.

El comisario asiente y se toca el pelo incipiente del mentón:

—Sabía que si te preguntaba, me ibas a decir que no. Quería probar..., pero si no te gusta, me afeito ahora mismo.

Silencio. Mirada detenida:

—El corte de pelo no está mal, pero eso de ahí debe de pinchar, ¿no?...

Se acerca, le toca primero la cara con el dorso de la mano y después le tira de la solapa para agacharlo y poder pasarle la mejilla.

—Uh, sí que pincha...

—Cuando me crezca un poco más, ya no pinchará, será como el bigote...

—La verdad es que estás guapo; con otras gafas... Pero ahora voy a tener que cambiar yo también de peinado...

—Así ¿qué?, ¿me lo dejo?

—Bueno, déjatelo unos días hasta que me acostumbre, y si luego no pincha...

El comisario principal que hubiera querido disfrazarse de gángster se va de buen humor al dormitorio, «Hola Gardfield», se quita las gafas y se contempla los ojos de Boris Karloff en el espejo del tocador.

EN EL PARAÍSO

A las cinco en punto, después de haber pasado por el hotel para cambiarse, T está ante el edificio del Instituto: relajado, compuesto y sin mácula. Enseguida aparece Suzanne entre una avalancha de oficinistas encorbatados.

—¿Qué has estado haciendo toda la tarde? —pregunta ella.

—Darme cuenta de que ya no puedo dejar de pensaren ti —responde él.

—Bueno, bueno... Eso se lo dirás a todas...

—No, sólo a las que me vuelven loco.

Cuando echan a caminar sin mucha decisión por Lexington, T va pensando en algo concreto que hacer, a estas horas no se puede simplemente pasear, con todo el mundo moviéndose frenéticamente. Pregunta a Suzanne si conoce algún almacén de discos con buen surtido de
folk
y
blues.
Ella sugiere llegarse a Tower Records, recuerda una tienda de la cadena en Broadway con la sesenta y algo. Eso es desde luego algo concreto que hacer, pero para llegar allí hay que cruzar el centro en hora punta, algo como atravesar el mar Rojo.

Les parece lo mejor intentar el milagro en metro, así que caminan hasta Grand Central, toman el
shuttle
hasta Penn Station y allí empalman con la IRT de Broadway. El vagón en dirección al Bronx está menos abarrotado de lo que cabía esperar, y en el último tramo pueden sentarse juntos y charlar. Suzanne le pregunta a T si ya se aclara en la maraña del metro y él, exagerando cómicamente, le cuenta los problemas que tuvo los primeros días: los
token,
los locales y los expresos, las bifurcaciones de las líneas, los vagones que se enganchan y desenganchan, lo del día que quería llegar al Distrito Financiero y acabó en algún lugar de Brooklyn...

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