En Silencio (27 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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Kika abrió los ojos.

O'Connor no había corrido las cortinas. Hacía un sol radiante. A través de la ventana entreabierta entraba el trino de los pájaros. Wagner se preguntó cómo llegarían al campo de golf, pero confiaba en las maravillosas facultades de O'Connor para sobreponerse a los efectos del alcohol por ella.

El tarareo cesó.

—¿No te habrás quedado dormido? —murmuró ella dirigiéndose a una arruga de su camisa desabrochada.

—Claro que sí.

—Eso es injusto. Y aburrido. Pensé que, cuando estabas borracho y creías que nadie te estaba observando, escribías obras maestras o detenías por lo menos un par de fotones.

—Por supuesto que lo hago —dijo O'Connor. Al igual que su tarareo de antes, su voz, en la realidad despojada del tiempo y el espacio de esa habitación, no era más que una vibración oscura y extraordinariamente agradable—. Pero sólo en el mundo real.

—¿Qué es el mundo real?

—El que está en mi mente. Todo lo demás es únicamente fantasía. La tuya y la de otra gente. Cuando termino allí arriba, les permito a los demás que sueñen conmigo o que compartan mi genialidad.

—¿Quieres decir que no existes realmente?

—Quiero decir que vosotros no existís realmente.

—Estás como una cabra.

—Rechazo todo tipo de responsabilidad. David Hume estaba como una cabra. Fue él quien inventó eso de…

—Sí, ya lo sé. Hume también estaba como una cabra.

—Probablemente tengas mucha razón. El rechazo es la forma más económica del interés, te felicito. En fin, está bien. Tú también existes. Pero nadie más, por favor.

—¿Qué estabas tarareando hace un momento?

O'Connor comenzó a acariciarle la nuca, y entonces la melodía volvió a sonar en el oído de Kika.

—¡Sí, ésa! ¿Qué es?


Na Géanna Fiáine
—dijo O'Connor.

—Suena a gaélico —comentó Wagner.

—Es gaélico, y trata de los gansos salvajes que pasan volando sobre mi país. Eso es susceptible de varias interpretaciones. Algunos dicen que regresan al dorado Dublín de Richard Cassels, Thomas Ivory y James Gandon; son los chicos a los que les debemos el Royal Exchange y algunas maravillas como las Four Courts o el frontón occidental de la universidad Trinity, tras el cual me morí de aburrimiento durante varios años. La otra versión se corresponde más bien con mi interpretación de la tristeza irlandesa. Los gansos abandonan la isla, emigran y se llevan consigo el elemento irlandés primigenio.

—Suena bonito. Fuera lo que fuese lo que los gansos estuvieran pensando.

—Un arpista llamado Patrick Quinn se la vendió a principios del siglo XIX a un hombre que coleccionaba esas cosas —gruñó O'Connor—. ¿Sabes una cosa? Todos los irlandeses cantan, incluso los que no saben. No porque no tengan oído musical, sino porque nadie puede tragarse la miseria de otra forma.

—Me resultas enigmático.

—Yo también soy un enigma para mí mismo.

—¿Por qué bebes tanto?

—Esa es una pregunta estúpida. Todos los irlandeses…

—Todos los irlandeses beben. Sí, por supuesto, ¿qué otra cosa iba a ser? ¿Puedes darme una explicación que no esté en cualquier guía turística?

O'Connor guardó silencio por un momento. Luego dijo:

—Hay gansos salvajes que vienen y otros que se van. Luego hay otros que vuelan en círculos.

—¿Y por qué lo hacen?

—Porque si tomaran una dirección determinada alguien podría seguirlos.

—¿Y es ése un motivo para emborracharse?

—Es un motivo para no estar sobrio nunca. El vuelo en círculo, cuando es hábil, se desliga de toda responsabilidad. Tú puedes detener la luz impunemente y hacer otras bobadas. Puedes hacer llegar a las masas tu palabrería en forma de libros. Puedes meter la pata y a cambio ser cortejado. Sólo los irlandeses pueden permitírselo, esa pandilla de pobretones. A cualquier otro lo meterían en la cárcel. En Dublín vivía un hombre al que todos llamaban el Yupper. Cuando alguien atravesaba a pie el puente O'Connell, él le saltaba desde atrás y le gritaba «¡Yup!», de forma que a esa persona el corazón se le salía por la boca. Le hacía esa broma a cualquiera. Era un genial volador en círculos. ¿Sabes una cosa? A veces pienso que paso toda mi vida gritando «¡Yup!», y siempre funciona. Ninguna persona quiere que tome una dirección. ¿Crees en serio que algo así puede soportarse si se está sobrio?

—¿Y por qué no dejas de volar en círculos?

—¿Y qué haces tú?

Wagner reflexionó. Se le ocurrieron miles de respuestas imposibles de superar por su seriedad. Luego le vino a la mente que cualquier confesión medianamente decente parecía corresponder a una de esas direcciones de las que O'Connor había hablado. No sentía ningún placer en encontrar una explicación racional a su presencia allí, en analizar objetivamente por qué estaba tumbada en una cama con alguien que había conocido hacía tan sólo veinticuatro horas, con una botella de
single malt
a un lado, poseída por la idea de hacer el amor con él y al mismo tiempo encantada de no hacerlo. Mientras reflexionaba cómo podía encontrarle la lógica a eso, se le aparecieron unas ideas que daban vueltas en torno a sí mismas y que seguían su curso graznando. ¿Por qué los más grandes escritores habían escrito sobre los mismos lugares y las mismas personas; por qué los más grandes pintores habían pintado siempre el mismo cuadro, y por qué los más grandes actores representaban siempre los mismos papeles?

Ese pensar en círculos era algo hermoso. Demasiado hermoso.

Kika se incorporó para poder mirar a O'Connor a los ojos. Los tenía medio cerrados. Se acariciaba la nariz, y su aspecto era extraordinariamente tierno.

—Tú no te mueves en círculos —le dijo—. Sólo finges que lo haces. Como en todas las cosas. Te gustas en esos papeles. Liam, maldita sea, te has convertido en un físico muy reconocido, escribes libros que son éxitos de venta, en algún momento tienes que haber tomado una dirección. O'Connor sonrió. —Sólo cuando el círculo es demasiado amplio, a los demás les parece que se trata de un rumbo.

—¿No te parece que, poco a poco, nos estamos volviendo demasiado abstractos?

—El ser abstractos es un privilegio de los borrachos. Joyce era tan abstracto que consiguió la fama mundial con libros que nadie entiende. Si recuerdo bien lo que Kuhn me contó de ti, naciste en Colonia, pero trabajas en Hamburgo.

—Es cierto. ¿Y qué?

—¿Cómo ha sido el regreso?

—Es… —«¿Cómo era?», pensó Kika—. Bueno, es eso, un regreso. Está bien. Mis padres viven aquí.

—¿Y por qué estás en Hamburgo?

—Por el trabajo.

O'Connor meneó la cabeza.

—No te marchaste a Hamburgo por causa del trabajo. No me cuentes historias. Adoras Colonia. Puedo olerlo. Además, no eres nada de lo que aparentas ser. No eres tan dura como finges ser, ni te gusta Hamburgo. Y tampoco estás aquí porque te ocupes de la campaña de prensa de mi libro.

Wagner estaba desconcertada. En ese instante, su sano juicio había topado con algo absurdo, pero eso era algo que ella tenía que afrontar con total seriedad.

¿O acaso no?

—De todas formas lo hago —dijo con tono obstinado.

—Eso no lo discuto. Sólo digo que no estás aquí por eso. Te han enviado para que veles por mí, ¿no es así?

—Vaya tontería.

Él la agarró suavemente por los hombros y la atrajo hacia sí. En la ingravidez del beso el sol salió y se puso por lo menos tres veces. Los gansos salvajes perseguían botellas de whisky voladoras.

—¿Es cierto? —le preguntó otra vez.

Wagner se abrazó a él y lo miró fijamente.

—Me ocupaba del trabajo de prensa en una editorial y cometí el error de enamorarme de mi jefe —dijo ella; era extraña la facilidad con que todo aquello le salía de los labios—. De eso hace un par de años. Colonia no era lo suficientemente grande para huir. —Kika rió entre dientes—. Era una estructura circular. Ideal cuando se quiere avanzar en círculos. El problema es que aquí siempre te cruzas con alguien en el camino. En cualquier esquina te tropiezas con un conocido, pero en realidad sólo te encuentras a ti mismo. Eso puede ser bueno o malo. En mi caso fue terrible, por lo tanto el ganso abandonó la región.

O'Connor guardó silencio.

—¿Quieres saber una cosa? —suspiró ella—. Pues no, no me fui de buena gana. Si las cosas hubieran sucedido de otro modo, todavía tendría mi piso en el Barrio Belga o seguiría viviendo con un hombre simpático que al menos fingiera volar en línea recta. Pero tienes razón, he volado en círculos, siempre alrededor de la misma situación hasta que fue demasiado. Estuvimos un tiempo juntos, luego nos separamos, pero nos cruzábamos a diario miles de veces, lo cual no funcionaba muy bien. Jaque mate. Entonces, para bien o para mal, me busqué otra cosa, sólo para alejarme de él de una vez. Aquí, en Colonia, encontré algo en seguida, pero fue una catástrofe. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando saltas a ciegas en un agujero para ocultarte? De repente tienes la sensación de que la ciudad es tu jodido problema. No consigues nada, en todas partes acechan las decepciones y los disgustos. Te llevas a alguien a la cama y en ese preciso instante sientes ganas de echarlo. Corres como una demente, pero lo haces sobre una pista de ceniza, y siempre llegas al mismo sitio, y en cada ocasión todo parece más perdido, y los consejos de tus amigos suenan cada vez más originales… En fin, que un día metes todo en una maleta y te rindes. Te convences de que en otra parte todo será estupendo y que a fin de cuentas en cualquier sitio serás más feliz que aquí. Una importante editorial te hace una oferta y te marchas. Wagner hizo una pausa.

—Al principio no regresas. Tienes que demostrarte a ti misma que no necesitas la ciudad ni tu antigua vida. Luego te calmas de nuevo, las penas de amor se desvanecen y a fin de cuentas te sientes demasiado joven para vivir amargada. Todo vuelve a ser normal. Tienes éxito, nuevos amigos y un montón de diversiones, pero desgraciadamente vives en la ciudad equivocada. Y puesto que lo sabes, tampoco tienes amigos, pues no te reportan nada si tú misma estás de paso. El resto de tus pequeñas insatisfacciones, por ejemplo, que seas tan alta y delgada, como un álamo, reaparecen de nuevo como viejos conocidos que te invitan a tomar el té, y casi te alegras por la familiaridad de tus complejos. De ese modo no vives mal y te buscas un nuevo radio para volar en círculos, uno más amplio que llegue desde el Alster hasta el Rin. Eso funciona durante un tiempo, hasta que una mañana te despiertas en la cama de un loco que te cuenta historias sobre otros locos y que te emborracha hasta que todo te sale por los oídos, y te escuchas contándote a ti misma tu pequeña y maldita historia, mientras piensas en cuánto te gustaría volver a vivir aquí, y eso es todo. O no. ¡No lo es!

—¿No?

Kika volvió la mirada hacia O'Connor. Las comisuras de sus labios se separaron. La sonrisa irónica era necesaria.

—No, porque todavía tienes que admitir que tenías la misión secreta de velar por un loco, ya que la editorial había sacado a relucir sus temores más terribles. Creo que con eso están todas las cartas sobre la mesa.

O'Connor se sonrió satisfecho.

—Tu editorial puede sentirse orgullosa de ti. Muestras un interés con el que seguramente ellos no habían contado.

Kika se alzó un poco, se inclinó sobre O'Connor y lo besó. Su cabello cayó a ambos lados, y la cortina de cabellos los envolvió.

—Esto no estaba previsto —susurró ella.

—Lo sé —dijo O'Connor en voz baja—. A mí nadie me preparó jamás para que esta noche sucumbiera a la idea de adquirir algunos principios.

—Estás fanfarroneando de nuevo —murmuró Kika Wagner.

—En absoluto. Eres maravillosa. Y eso es algo notable teniendo una estatura de un metro ochenta y siete.

—No soy guapa. Soy muy delgada, alta, pálida y con facciones muy angulosas.

Durante un rato sólo cantaron los pájaros bajo la ventana de la habitación.

Cuando Wagner casi se había quedado dormida, O'Connor dijo:

—No, Kika. Una mujer es siempre tan hermosa como el cumplido que se le hace. Y tú te los mereces todos.

1999. 18 DE FEBRERO. COLONIA

A primera vista se veía que aquel hombre no había comido en varios días. Y cuando uno se le acercaba, se olía también que hacía mucho más tiempo que su cuerpo no había estado en contacto con el agua y el jabón.

Estaba sentado en el asiento del copiloto de un flamante Audi y se frotaba constantemente las manos en su viejo abrigo. Su pelo rojo le colgaba despeinado sobre la frente. Su rostro estaba bronceado por el sol e hinchado, al punto de que los ojos, entre los párpados, parecían empotrados en unos cojines. La nariz había cobrado un color azulado, al igual que la ceja izquierda, esta última a causa de un golpe recibido en una pelea con un proxeneta albanés. Curiosamente aunque mostraba un aspecto lamentable en todos los sentidos, el hombre no parecía sentirse infeliz; reía mucho, y al hacerlo ponía al descubierto una dentadura amarillenta y llena de huecos, mientras asentía al chófer con un gesto de confianza.

Desde hacía media hora tenía en el estómago dos hamburguesas y una ración enorme de patatas fritas.

—Muy amable de tu parte —dijo. Su voz era como un rasguño. Entre los punks y los desahuciados de Colonia, esa voz metálica le había dado el sobrenombre de Voz de Ordenador. Casi nadie sabía cómo se llamaba en realidad, y él mismo no parecía querer saberlo—. De verdad que eres muy amable, chaval. ¡Estaba rico! Si me preguntas, te diré que podría acostumbrarme.

El hombre más joven sonrió.

—Eso depende —dijo.

—Bah, quedarás satisfecho —graznó Voz de Ordenador—. Me han fotografiado alguna vez. Para un periódico. Eso fue… Ah, qué va, ya no lo recuerdo, un día es igual a otro. Da lo mismo. Ellos siempre hacen reportajes sobre nosotros; a la gente fina le gusta leer esas cosas durante el desayuno. —El hombre rió por lo bajo y tiró de la manga de la chaqueta del conductor—. Tú también eres un chico fino, ¿verdad? Alfombras elegantes y esas cosas. ¿Se gana mucho dinero como fotógrafo?

—No es para tanto —dijo el chófer mientras el coche cruzaba el puente de San Severino—. Hay tantos fotógrafos como arena en el mar. Si mis fotos no son buenas, nadie me las compra. Y si son buenas, siempre puede sucederme que a algún sabiondo no le gusten. En ese caso, las cosas me van asquerosamente.

El mendigo arrugó las facciones de su cara, miró al hombre más joven y sacó el labio inferior.

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