En Silencio (46 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: En Silencio
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El hombre miró a Kuhn durante un rato sin decir palabra. El editor podía ver pasar literalmente los pensamientos detrás de su frente. Entonces, con un gesto de la mano, le indicó que se pusiera de pie.

—Vaya de nuevo a la ducha —le dijo amablemente.

Kuhn se levantó como pudo. Sus piernas casi le fallaron. Temblando, entró en el cuarto de baño, y el eslavo lo encerró una vez más. En esta ocasión regresó a los pocos minutos.

—Preste atención a lo que haremos ahora —le dijo en un tono que tal parecía que estuvieran planificando juntos una fiesta—. Usted y yo vamos a pensar un bonito plan. ¿Qué opina? Para prever cualquier eventualidad. Por ejemplo, lo que tiene que decir si esta maquinita de repente quiere hablar con usted. Y dónde va a estar mañana, ¿entiende? Quiero que llame bien temprano a su gente y le cuente una bonita historia que ellos puedan creer.

Sin esperar su respuesta, le colocó a Kuhn un montón de cosas sobre los brazos: prendas de ropa, papeles, carpetas. Salieron del piso. El eslavo no se esforzaba mucho por andar sin hacer ruido. Y Kuhn sabía por qué. El disimulo era la vía más rápida para ser atrapado. Obedientemente, caminaba con torpeza delante del otro, a sabiendas, quizá, de que cualquier intento por escapar estaba condenado al fracaso. Pasaron junto al coche de Kika, y Kuhn sintió una punzada.

¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba O'Connor? ¿Qué diablos les había pasado a esos dos?

Pocos metros más allá, el eslavo le tiró de la manga y le señaló un todoterreno que estaba aparcado bajo los árboles de la Vorgebirgsstrafie.

—Conduce usted —dijo.

Durante todo el trayecto, el eslavo permaneció sentado junto a él en silencio. Kuhn consiguió no estrellarse contra los árboles ni saltarse los semáforos en rojo; a pesar de tener los nervios a flor de piel, logró mantener el coche en el carril. Sus pensamientos oscilaban entre la esperanza más desaforada y una última mirada retrospectiva. Vio pasar ante sus ojos algunas escenas de su vida; los caminos para tomar decisiones se bifurcaban, le sugerían que podía haber evitado el transcurso de esa noche y acababan en un vacío. Habían cruzado el Rin y llegado por fin a un pequeño polígono industrial, pasando antes por barracones, edificios de oficinas, superficies de cargas y aparcamientos. El patio interior al que entraron finalmente parecía pertenecer a una empresa de transportes. En la oscuridad, Kuhn podía distinguir la silueta de varios camiones. El eslavo le ordenó que parara y se bajara del coche. Caminaron hasta una nave y entraron en ella.

Los tubos de neón despedían una luz fría. En el centro, una caja enorme reposaba sobre una especie de vagón con eje. En un primer momento, Kuhn creyó estar viendo un remolque de camión, pues así de grande era la estructura, sólo que las ruedas estaban colocadas de forma transversal y descansaban sobre unos raíles. De uno de los lados salían unos cables que desaparecían en dos toscas estructuras. Nada le parecía familiar a Kuhn.

Como todo intelectual, habitaba en el Olimpo del saber, desde cuya atalaya estaba nublada la visión para las cosas prácticas de la vida. Vio otras cosas: un trípode de color plateado y una consola de mandos situada sobre una base. Su curiosidad superaba su miedo, pero no se atrevía a hacer preguntas. Además, en realidad no tenía ningún interés en saberlo. No quería saber nada. Cualquier libro o película policíaca le enseñaban a uno las consecuencias que podía tener el saber demasiado.

—Vaya hasta allí.

El eslavo lo empujó hacia una de las paredes. Unos delgados tubos de metal salían del techo y llegaban hasta el suelo. El hombre sacó unas esposas y encadenó a Kuhn a uno de los tubos. Luego se dio la vuelta y desapareció a través de una puerta en la parte trasera de la nave. Kuhn lo siguió con la mirada; luego se quedó a solas consigo mismo y con su calamitosa situación. Miró a su alrededor. Aparte del enigmático vagón, en la nave no había casi nada. Había una larga mesa y algunas sillas colocadas contra la pared a unos metros de allí, pero ése era todo el mobiliario. Era todo menos un lugar para sentirse a gusto.

Un sonido de voces llegaba débilmente hasta sus oídos.

De pronto, Kuhn se sintió más miserable que nunca. No se atrevía ni siquiera a imaginarse lo que harían con él. O lo que habrían hecho con Wagner. O con Liam O'Connor.

Una terrible sensación de abandono lo sobrecogió.

Comenzó a sollozar.

La puerta se abrió de nuevo. Entró una mujer.

—Qué estupidez —dijo ella.

Su voz era suave y oscura. Su alemán apenas tenía acento. En un primer momento, Kuhn pensó que era italiana, pero luego ya no estuvo tan seguro.

—¿Me… me matarán ustedes? —preguntó el editor.

Qué llorosa sonó su voz en el vacío de aquella nave. De pronto se sintió avergonzado. Era ridículo. Quizá lo matarían, y él se avergonzaba de su miedo porque se trataba de una mujer.

Ella lo miró con sus ojos oscuros. Era hermosa en cierto modo, si bien sus facciones tenían cierto aspecto de máscara. Sólo su mirada era de una intensidad irritante.

—Eso depende —dijo la mujer.

—¿De qué?

—No tiene motivos para sentir miedo. Nosotros no matamos a la gente al azar. Las escogemos con suma precisión. —La mujer hizo una pausa y dejó que sus palabras surtieran efecto, entonces dijo—: Si consigue borrarse del mapa de un modo creíble hasta mañana por la noche, de modo que ninguno de sus amigos pueda sospechar nada o ir a la policía, estará libre pasado mañana. Ése es el trato.

Un rayo de esperanza comenzó a agitarse dentro de Kuhn. Lo que la mujer decía sonaba por lo menos como si Kika y O'Connor no corrieran peligro inmediato.

—Procuraré hacerlo —le prometió casi sin aliento. Ella bajó ligeramente la cabeza. Luego se acercó, lo tomó por el mentón y le oprimió las mejillas.

—No admito error alguno, ni un solo fallo ni problemas de ninguna índole. Eso debe saberlo. Si cumple su parte, vivirá.

La mujer lo soltó. Kuhn tragó saliva y se apoyó contra la pared, exhausto.

—Haré cualquier cosa —murmuró débilmente.

—Con lo que le he dicho, es suficiente —respondió la mujer. Ella mantuvo la vista clavada en él durante un rato. Luego se dio la vuelta, se alejó y volvió a desaparecer tras el camión con plataforma.

Al cabo de pocos minutos, regresó el eslavo. Otra vez le preguntó a Kuhn por los detalles de su estancia en Colonia, por O'Connor, por Wagner. Luego le dio una serie de instrucciones. Finalmente, volvió a dejarlo solo.

Durante un rato Kuhn se quedó sentado en el suelo, apático, mirando fijamente hacia adelante. Nadie entró para ocuparse de él. Esperaba sin saber nada, y eso era lo peor de todo.

Sonó su móvil.

El eslavo entró corriendo y se puso la mano sobre el corazón en un gesto bastante elocuente. Fuera lo que fuese lo que aquel gesto significara, lo mismo si se trataba del lugar donde guardaba la pistola con la cual ejecutaría a Kuhn allí mismo, o si se refería al sitio por donde entraría la bala, el editor no cometió ningún error. Dijo lo que le habían encargado decir, y lo hizo lo suficientemente bien como para arrancarle una sonrisa a los rasgos angulosos del otro.

Kuhn consiguió devolverle la sonrisa.

—Quiero vivir —dijo.

El hombre hizo un gesto afirmativo.

—Eso lo queremos todos.

El SMS. En él estaba el atisbo de una oportunidad. Y, posiblemente, algo más.

El eslavo no se había enterado de que Kuhn había intercalado dos indicaciones veladas en la conversación. Las había dejado caer de un modo tan discreto, que al editor le preocupaba que Wagner no las hubiera entendido. Pero no se había atrevido a ser más explícito, y seguramente habría sido una idea pésima, probablemente la última que tendría.

«En cualquier caso —pensaba Kuhn—, estoy ahora en la situación envidiable de saber que existe una conspiración. Ahora lo sé de forma definitiva. Sé incluso que todo será en el aeropuerto.»

En ese mismo momento supo quién era el objetivo de aquellas personas.

«No, ellos no me van a matar —pensó con amargura—. No tan pronto. Posiblemente no antes de mañana al atardecer.»

Hasta entonces tenía que ocurrir un milagro.

Daba igual quién lo hiciera.

SALA DE ORDENADORES

Mirko regresó a la habitación que habían reconvertido en el centro de mando y esperó. Sus párpados se cerraron a medias, su pensamiento se conectó con una especie de grupo electrógeno de emergencia. Dormía poco, en algunas épocas pasaba incluso varias noches en vela. El trance era su forma de regenerar el cuerpo y el espíritu. Diez minutos de trance eran mucho más eficaces que tres horas de sueño.

Al cabo de un rato, Jana se detuvo a su lado con una taza de café recién hecho en la mano.

Mirko la observó de perfil. Satisfecho, se dio cuenta de que, a pesar de los imprevistos acontecidos, Jana parecía mantener su equilibrio y estar relajada. En esencia, ninguno de ellos tenía mucho que hacer en esta última fase. Sin el reencuentro de O'Connor con Paddy y la aparición inesperada de Kuhn en la ducha, todo hubiese sido demasiado aburrido. Cuando no estaban en la empresa de transportes, no existía ninguna Jana. En ese caso, Laura Firidolfi, única accionista de la empresa AG, de Alba, y su jefe del Departamento de Programación, Maxim Gruschkov, se alojaban en el elegante hotel Hoppers, en el Barrio Belga de Colonia, y entablaban conversaciones con creadores de software locales. Después de semanas y meses de camuflaje, no había ningún indicio de que alguno de los dos hubiese estado antes en Colonia. Era la primera vez que la directiva administrativa y técnica de la empresa piamontesa estaba junto al Rin por el espacio de una semana, provista de dos coches de alquiler modelo Audi A8, y no se cansaba de resaltar cuánto le gustaría combinar los negocios con un poco de turismo.

Durante un rato reinó el silencio.

—Eso sería todo —dijo Mirko finalmente—. No puedo hacer nada más por usted. A partir de ahora, está usted a merced de sí misma.

—¿Puedo localizarlo en caso de emergencia a través de la RANA?

—Por supuesto.

Él la miró con gesto examinador.

Luego dijo:

—Todo ha salido de un modo un poco diferente de lo que habíamos pensado, Jana. Me gustaría hablarle con toda franqueza. A mis clientes les interesa poco cómo resuelva usted los problemas. Ellos parten de la idea, sencillamente, de que veinticinco millones son suficientes. Claro que saben también que con una cantidad de siete cifras, cualquiera puede poner pies en polvorosa con relativa facilidad.

—Eso no va a suceder —dijo Jana, impasible—. Me saldría demasiado caro.

—Y yo estaría obligado a reclamarle el pago —dijo Mirko, asintiendo—. Por cierto, lo haría de mala gana. Hemos andado juntos un largo trecho.

—Sí, y nos hemos divertido bastante —dijo Jana con cierto tono de sarcasmo—. ¿Cuándo se reunirá usted con sus clientes?

—A última hora de la mañana. —Mirko vaciló—. Debería decir «nuestros clientes». Es cierto que ellos no le dejarán pasar la más mínima, pero de todos modos saben valorar su trabajo, por supuesto. Jana sopló su café.

—Déjese de tanto juego de palabras, Mirko —dijo Jana—. Mientras yo no conozca a los tripulantes de su Caballo de Troya, ellos seguirán siendo sus clientes, no los míos. Mirko se encogió de hombros.

—Como quiera. Pero hablemos del procedimiento. Esta noche hemos transferido otros diez millones a la cuenta que usted nos indicó. Y lo hemos hecho a través de los vericuetos correspondientes. Los millones restantes serán ingresados en cuanto recibamos una prueba visible de que la misión ha sido realizada. —Mirko sonrió con ironía—. Y esa prueba la tendremos con bastante rapidez. Todas las emisoras de televisión del mundo la transmitirán.

—Telerrealidad —dijo Jana.

—Eso. A veces creo que podríamos hacer volar por los aires a medio Estados Unidos, y la gente creería que se trata de una telenovela. Cada cual tiene lo que merece. —Mirko hizo una pausa—. He disfrutado mucho con nuestra colaboración, Jana. Y espero poder seguir disfrutándola. En algo menos de una hora abandonaré este país. Usted no podrá seguirme ni emprender ningún esfuerzo por encontrarme a mí o a mis clientes. No nos veremos más ni sabremos nada más el uno de la otra. Si existe algo más sobre lo que debamos hablar, éste es el momento.

—¿Ponemos alguna música de fondo para subrayar la despedida?

Mirko rió bajito.

—Quizá usted no lo crea, pero me cae bien. En nuestra profesión, no hay mucha cabida para las simpatías. Y por lo general no alimento ninguna. Tómelo como una expresión de mi estima personal el que le diga que la echaré un poco de menos.

Durante un momento, el rostro de Jana permaneció inmóvil. Luego desapareció la dureza de sus facciones.

—Muy amable por su parte decírmelo, Mirko. Pero usted también sabe lo que significa asumir un oficio como éste.

—¿Acaso lo que usted hace no es algo personal?

—En otras circunstancias podría serlo, quizá. Sé que en su momento usted intentó atraerme pulsando las teclas de mis raíces patrióticas. Posiblemente tuviera razón. Sin embargo, al mismo tiempo, usted me ofreció veinticinco millones. En los últimos tiempos he estado preguntándome si lo hubiese hecho por menos.

—¿Y? ¿Lo hubiese hecho?

—No.

—Hum. Pensaba que el patriotismo exigía un alto precio. —Mirko la miró con ojos inquisitivos—. Sin embargo, también es posible que usted emplee el dinero para ciertos propósitos que se aproximen más a sus intereses que este trabajo. Independientemente del hecho de que, con el cumplimiento de esta misión, le ha prestado un servicio inigualable a mucha gente de su pueblo. Usted podrá dudar de ello, pero de todos modos sería una gran victoria.

—¿Una victoria para quién?

—Una victoria de los serbios. Del pueblo serbio.

—Sí, nosotros, los serbios, sabemos convertir en victoria cualquier derrota. ¿Cree usted en serio que le estamos prestando un servicio al pueblo serbio?

Mirko vaciló.

—Pero sí a la causa serbia.

—A la causa. —Jana frunció el ceño; luego negó con la cabeza lentamente—. Es un poco raro, ¿no le parece? Por lo visto, más allá de todos los destinos personales, existe todavía una causa nacional. Antes yo no comprendía eso. ¿Sabe una cosa, Mirko? Al final de mi trayectoria, vuelvo a encontrarme en un terreno abstracto. Al principio luchaba por las personas. Con eso no tenía ningún problema. Se podían tener criterios diferentes sobre las formas, pero mientras supiera lo que valía una vida humana que yo deseaba salvar, tenía también conciencia de lo monstruoso que era sacrificar otra vida a cambio de la primera. Yo sólo tenía claro que existía una especie de acuerdo a niveles más elevados, según el cual se podía enviar a la muerte a las personas para servir a su causa. Tal vez me falte la perspectiva del estadista, pero yo nunca tuve muy claro lo que significaba en realidad esa causa. ¿Dónde podemos encontrarla? ¿Cuál es su aspecto? ¿Dónde habita? Hace diez años, Milosevic hablaba todavía del pueblo serbio. Últimamente sólo habla de la causa serbia. Pero también existe una causa albanesa. Cualquiera que esté en el poder, define la causa según sus criterios. En contra de Serbia está la causa de Occidente y de la OTAN, y tampoco hay que olvidar la causa de las personas en general. De algún modo, sólo se lucha por las causas. Mirko guardó silencio.

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