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Authors: Léon Bloy

Tags: #Ensayo,Otros

En tinieblas

BOOK: En tinieblas
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En tinieblas
, última y póstuma obra del escritor Léon Bloy, constituye el amargo diario espiritual de las postrimerías del más encendido místico moderno. Escrita en 1917, año en que todavía resuenan los cañones de la Primera Guerra Mundial,
En tinieblas
es la crónica de un mundo en descomposición y del reflejo que esa universal podredumbre va dejando en el alma, espejo de enigmas, del más enconado de los testigos de cargo. Ensayo perturbador, a lo largo de sus páginas se acotan y enriquecen los grandes conceptos, las «palabras mayores», que han jalonado el itinerario del ser humano en pos de lo Absoluto: la fe, la muerte, el dolor, la guerra, la pobreza, la insatisfacción permanente, la trascendencia. Para Léon Bloy, la ceguera es la metáfora cabal del mundo. Las tinieblas exteriores son la contrapartida de la ceguera congénita, la universal ceguera, que aflige a los hombres. El ciego, en su interpretación, se erige así en símbolo de linaje humano, que en su máxima expresión, el ciego de nacimiento del Evangelio, es la imagen invertida de Jesucristo vista en el espejo enigmático de san Pablo.

Léon Bloy

En tinieblas

ePUB v1.1

chungalitos
30.07.12

Título original:
Dans les ténèbres

Léon Bloy, 1918.

Traducción: Luis Cayo Pérez Bueno

ElCobre Ediciones, 2006

Editor original: chungalitos (v1.0)

ePub base v2.0

Tenebrae erant super faciem Abyssi

Prólogo a la primera edición
[1]

En la hoja parroquial de Bourg-la-Reine de diciembre de 1917 puede leerse:

«Han recibido cristiana sepultura…

»… 6 de noviembre, señor Léon Bloy, 71 años…

»De entre los difuntos cuyos recientes funerales se han anunciado, séanos permitida una mención particular al señor Léon Bloy, escritor vigoroso y original que nos lega un crecido número de obras. A otros les corresponderá hablar de la fogosidad de su polemismo, de las prendas de un estilo que suscitaba “la admiración de las personas cultas, incluidas las que se contaban entre sus adversarios”.

»A nosotros nos corresponde hablar del cristiano convicto al que veíamos todos los días en el comulgatorio hasta el instante mismo en que, vencido por la enfermedad, debió resignarse a permanecer en su casa. Contaba con numerosos amigos, conversos algunos; uno de éstos me decía al siguiente día de las exequias: “Somos muchos los que, merced a él, hemos vuelto al redil”. Si su lenguaje incurrió en exageración o en violencia, Dios se apiadará de todo el bien que quiso hacer y del que efectivamente hizo».

Esta mención lapidaria del óbito de Léon Bloy me complace.

Ha sido la Iglesia la que ha hablado por boca del humilde cura de su parroquia y ante la Muerte y a un paso de la Eternidad, a qué más puede aspirar un cristiano, sino a que se diga: «Dios se apiadará de todo el bien que quiso hacer y del que efectivamente hizo».

Para vosotros amigos, conocidos y desconocidos, después de Dios, se ha escrito este libro. Ahí estabais, en derredor del anciano escritor, cual cortejo invisible, pues sólo le animaba el propósito de haceros el bien, justo hasta el momento, el 15 de octubre, en que la pluma rodó de su mano, dos semanas antes de su muerte.

Pero su espíritu no conoció descanso. Los dilatados capítulos que tenía en mente, para rematar la obra, se extendían ante él en sus noches en vela. A «Los nuevos ricos» debían seguirle «Los nuevos pobres», dos capítulos más y luego una conclusión.

Espoleada por la curiosidad de conocer el contenido de esa conclusión, le pregunté un día por el mismo, respondiéndome: «Desearía mostrar cómo, antiguamente, todo cuanto era grande se hacía con medios minúsculos, mientras que lo que hacen hoy los hombres es siempre minúsculo, aunque lo hagan con grandes medios».

Me parece que no contrarío sus deseos reemplazando los tres capítulos y la conclusión inacabados por su estudio sobre el ciego de nacimiento.

Léon Bloy tenía la intención de completar una serie de estudios bíblicos de este tipo. Esta tarea, bastante ardua, reclamaba una gran paz interior, ninguna inquietud particular y una vida casi contemplativa. No nos ha dejado más que notas sueltas, pero no es menos cierto que la esencia de su pensamiento respecto de una interpretación de las Escrituras que no deba nada ni a lo moral ni a lo histórico, sino al simbolismo puro, preside, para los que saben leer, toda su obra.

¿Pero la llave que abría el sentido absoluto de las divinas palabras, esa llave preciosa, quién, en lo sucesivo, sabrá manejarla?

Esto justamente es lo que nos aflige a nosotros, los amigos de su pensamiento inmortal.

Pues él no había recibido sólo un don al que podríamos llamar intuición sobrenatural; no, le fueron confiados también otros bienes en depósito. Estaba casi seguro de que cada vida esconde su abismo de tinieblas o de luz, secreto entre él y su Creador, sea o no consciente.

Durante toda su existencia, Léon Bloy arrastró el peso de su secreto, secreto deslumbrante y terrible para la debilidad humana.

En cuántas ocasiones no me diría: Le debo todo a esa intervención en mi vida. Un suceso insólito había abierto sus ojos y le fue dado penetrar el sentido de la Escritura.

¡No otro era el ciego de nacimiento! Al igual que en el Evangelio, Jesús le había curado los ojos «con saliva» y él mismo, respondiendo a nuestras indiscretas preguntas, nos decía: «Una cosa sé, que habiendo sido yo ciego, ahora veo».

¡Que este libro encuentre su destino! El autor imprimió en él su sello, el del dolor.

Nuestra Señora de los Desamparados le dedicó el parlamento que figura en el capítulo III, que escuchó Léon Bloy una madrugada, y que transcribió al punto:

«Tú y Yo, hijo mío, formamos el Pueblo de Dios. Estamos en la Tierra prometida y yo Misma soy esa tierra de bendición, como fui antaño el mar Rojo que había que atravesar. ¡No olvides que mi Hijo llamó bienaventurados a los que lloran y a mí las generaciones me dicen Bendita porque he derramado todas las lágrimas y experimentado todas sus agonías! ¡Nada son las maravillas de Egipto, nada tampoco las maravillas del Desierto en comparación con las cosas admirables que te traigo para la Eternidad!».

En una muy dulce conversación que tuve con mi esposo, una de las últimas noches antes de su muerte, me dijo con un acento extraordinario: «Soy el único que sé la fuerza que Dios me ha dado para el combate».

Nosotros que creemos en la Vida eterna, tengamos fe en que esta fuerza será empleada a la mayor Gloria de Dios.

J
EANNE
L
ÉON
B
LOY
Bourg-la-Reine, 3 de diciembre de 1917

I
El desprecio

¡Oh, el delicioso, el inestimable refugio! ¡Alivio para un corazón macerado en la angustia y el asco! El desprecio universal, absoluto, de hombres y cosas. Llegados ahí, cesa el sufrimiento o al menos se tiene la esperanza de no sufrir más. Se dejan de leer los diarios, se deja de oír el fragor de las ciénagas, se renuncia a saber nada nuevo y se aspira sólo a morir. Es el estado propio de un alma transida por el dolor que conoce a Dios y que sabe que no hay nada sobre la faz de la tierra en que apoyarse en nuestros espantosos días.

¿Hay que llegar a viejo para darse cuenta? No estoy seguro, pero es más que probable. El mal es inmenso, piensan los hombres que han superado los sesenta años, pero si echamos mano de esto o de aquello podemos poner algún remedio. No se dan cuenta de que estamos atrapados en la red del más avieso de los cazadores y que sólo un ángel del Señor o un varón abastecido de milagros podrían librarnos.

La Fe yace tan yerta que cabe preguntarse si alguna vez la hubo, y que lo que hoy pasa por tal es tan necio y hediondo que la tumba es mil veces preferible. En cuanto a la razón, ha llegado a tal grado de miseria y de inanición que mendiga por los caminos y se mantiene con las sobras de la filosofía alemana. No queda más entonces que el desprecio, único refugio de las pocas almas superiores que la democracia no ha conseguido arrastrar.

He aquí un hombre que no espera sino el martirio. Sabe a ciencia cierta que un día le será dado elegir entre la prostitución de su pensamiento y los más horribles suplicios, pero él ya ha elegido. Entretanto hay que esperar, vivir, y no resulta fácil. Felizmente, existen la plegaria y las lágrimas y la calma ermita del desprecio. Esta ermita se alza justamente a los pies de Dios, al abrigo de todas las concupiscencias y de todos los temores. Lo ha abandonado todo, como está mandado, renunciando incluso a la posibilidad de lamentarse por algo.

A lo sumo, sentiría la tentación de envidiar la muerte de quienes ya cayeron y entregaron su vida terrenal combatiendo con generosidad. Pero ese final llega a repugnarle, por ignominioso, tras haber concitado el aplauso de los cobardes y de los necios.

El resto es espantoso. La estupidez infinita de todo el mundo casi sin excepciones; la ausencia, jamás vista, de cualquier superioridad; el envilecimiento inaudito de la gran Francia de antaño, que implora hoy el socorro de las naciones sorprendidas de no temblar ante ella; y la sobrenatural infamia de los usureros de la carnicería, multitud incontable de logreros grandes y chicos, administradores soberbios o mercachifles de la peor estofa, que se embriagan con la sangre de los inmolados y se ceban con la desesperación de los huérfanos. Ha sido preciso llegar, generación tras generación, al umbral del Apocalipsis y verse convertidos en espectadores de una abominación universal no conocida ni por los siglos más oscuros para experimentar la imposibilidad absoluta de cualquier esperanza humana.

Sólo entonces, Dios, sabedor de la miseria de sus criaturas, otorga misericordiosamente a algunos de los que ha elegido para que sean sus testigos la suprema gracia de un desprecio sin tasa, del que únicamente quedan a salvo Él mismo en sus Tres Personas inefables y los milagros de sus Santos.

Cuando el sacerdote alza el cáliz para recibir la Sangre de Cristo, cabe imaginar el inmenso silencio de toda la tierra que el adorador supone colmada de espanto en presencia del Acto indecible que evidencia la inanidad de todos los demás actos, equiparables al punto a vanas gesticulaciones en las tinieblas.

La más horrible y cruel injusticia, la opresión de los débiles, la persecución de los presos, el mismo sacrilegio y hasta el desencadenamiento consecutivo de las lujurias del Infierno, todas esas cosas, en ese instante, se diría que dejan de existir, pierden su sentido si se las compara con el Acto Único. No queda más que la avidez de sufrimientos y la efusión de las lágrimas espléndidas del gran Amor, anticipo de la beatitud para los novicios del Espíritu Santo que han fijado su morada en el tabernáculo del olímpico Desprecio de las apariencias todas de este mundo.

II
Las apariencias

Creer que las cosas son lo que parecen, he ahí la más trivial de las ilusiones, ilusión universal que se ve confirmada, día tras día, por la impostura tenaz de nuestros sentidos todos. Sólo la muerte nos desengañará. En el instante mismo en que nos sea revelada nuestra identidad, tan perfectamente desconocida para nosotros mismos, inconcebibles abismos, dentro y fuera de nosotros, se descubrirán ante nuestros
genuinos
ojos. Los hombres, las cosas, los sucesos, nos serán finalmente declarados y cada uno podrá comprobar la afirmación de aquel místico que dijo que desde la Caída el género humano sin excepción se sumió en un profundo sueño.

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