Encuentros (El lado B del amor) (15 page)

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Authors: Gabriel Rolón

Tags: #Amor, Ensayo, Psicoanálisis

BOOK: Encuentros (El lado B del amor)
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Pero al menos quedémonos con las diferencias con el instinto que marcamos en capítulos anteriores y sepamos que la pulsión tiene cuatro elementos: la fuente u origen, que es alguna zona del cuerpo, lo que llamamos zonas erógenas, el objeto, que como vimos no es fijo como el del instinto sino que varía de sujeto en sujeto, la finalidad, que es la satisfacción, la cual jamás se alcanza del todo y que en su insatisfacción sostiene la existencia del deseo y, por último, que le impone permanentemente a nuestra psiquis un trabajo, un esfuerzo para que haga algo con ella.

Y no ahondaremos más sobre esto porque sería algo que excede la intención de este libro. A todo aquel que le interese profundizar lo remito al texto freudiano
Pulsión y destinos de la pulsión
.

Pero retomemos una de las cosas que tienen que ver con el fin de la sexualidad humana que, como dijimos, ya no es la procreación sino el placer. Con esto quiero decir que el sujeto humano tiene relaciones sexuales, no porque su naturaleza lo lleva a procrear, sino porque le gusta. Es más, los padres se encargan de terminar con todo el atisbo natural de sus hijos no bien se desarrollan.

Cuando el adolescente tiene sus primeras poluciones nocturnas, en el caso de los hombres, o la primera menstruación (menarca) en el caso de las mujeres, lo cual indica que ya podría procrear, viene el momento, si es que no lo hicieron antes, de explicarle cómo vivir la sexualidad sin inconvenientes, cómo cuidarse para no contraer enfermedades de transmisión sexual, pero, también, para no correr el riesgo de que se produzca un embarazo no deseado.

No hay nada más antinatural que la sexualidad responsable. Allí se ve claramente cómo el ser humano es, antes que nada, un producto de la cultura.

¿Por qué? Porque si sigue la vía natural, el joven va a andar embarazando, o embarazándose todo el tiempo. Entonces ¿qué hacemos? Le tiramos la cultura encima y le decimos: «vení para acá. Mirá es muy lindo tener relaciones, pero hacelo con responsabilidad». Les enseñamos lo que es un preservativo, por ejemplo, o llevamos a la joven al ginecólogo para que le explique cómo debe cuidarse para vivir una sexualidad responsable. ¿Y qué es lo que le estamos diciendo cuando le explicamos todo eso?

Que su meta no es la meta instintiva, que no es un animal, que lo tiene que hacer por placer y para disfrutarlo, que debe evitar los problemas que conlleva, vivirlo según las leyes de la naturaleza. Es decir, empezamos a acotar el tema este de cuál es la meta de la sexualidad humana y le transmitimos que el fin es que lo pase bien sin correr riesgos de salud, que lo disfrute sin cometer descuidos.

Después, con el tiempo, a lo mejor llegará el momento en el que esa persona desee y decida tener un hijo, pero es preferible que no sea a los catorce años. Es más, todos sabemos que el embarazo adolescente se estudia y se reconoce como un problema social. Y esto pasa porque en la especie humana se da una paradoja, que es que, para cumplir con la función de padres, no siempre coinciden la aptitud física con la psíquica.

Por ejemplo, y aunque la naturaleza diga lo contrario, está mucho más capacitada para ser madre una mujer de cuarenta y cinco años que una chica de quince. Y por eso hemos desarrollado las técnicas para evitarlo en la adolescencia y para propiciarlo, incluso por métodos asistidos, cuando se es adulto.

Pensemos que no es poco el trabajo que se nos impone al tener que manejar esta falta de sincronía entre lo natural y lo humano con respecto a lo sexual. El hecho de que un joven esté físicamente apto para procrear quince o veinte años antes de alcanzar la aptitud psíquica, no es un detalle menor. Y también con eso tenemos que lidiar a la hora de vivir la sexualidad.

Sexo, moral y religión

A lo largo de las conferencias que he dado por todo el país, muchas veces recibí comentarios o preguntas referidas al rol que los condicionamientos sociales y religiosos podrían jugar con respecto al tema de la sexualidad. Recuerdo que alguien me preguntó directamente: «¿Y qué pasa con la prohibición de fornicar? ¿Cómo hacemos para no vivir con culpa el disfrute sexual con semejante mandato?»

Lo cierto es que la cultura siempre ha intentado mantener al hombre bajo control, y esa prohibición del acto sexual se basa en dos premisas. La primera, que hay en el sexo algo que no está bien, algo malo, y la segunda, que es necesario acotar la sexualidad a lo biológico, a lo natural, olvidando el hecho de que el ser humano no es un ser natural sino un ser cultural.

Hay religiones que, incluso, prescriben cómo deben tener relaciones sexuales los esposos para evitar que sus cuerpos se rocen, para que no haya besos ni caricias, para que no se miren ni se hablen y que sólo el pene y la vagina se contacten teniendo como único fin la procreación. Justamente lo contrario a lo que hemos planteado en un pasaje anterior de este libro, aquello de no reducir la sexualidad a la genitalidad.

Con esas prohibiciones y mandatos culpabilizantes, lo que se intenta es producir un borramiento de lo más importante de la sexualidad humana: el placer. Porque la idea madre es que hay algo de malo en el placer, una especie de miedo al hedonismo. Pero hay que decir que entre alguien que se permite experimentar el placer de la sexualidad y un hedonista, es decir aquel que hace del placer su máxima de vida, hay un abismo.

No estoy diciendo que la búsqueda del embarazo no pueda ser, en algunos casos, lo que incita el encuentro sexual. Es obvio que el deseo de tener un hijo puede ser también un deseo auténtico y fuerte. Pero obsérvese que ese anhelo es de un orden diferente del de la búsqueda del placer, y esto es así hasta el punto tal de que, cuando una pareja decide tener un hijo, puede hacer pública esta decisión. Como si no estuvieran hablando de su sexualidad. Pueden decir, por ejemplo, «que han empezado a buscar». Y los demás le desearán suerte, hablarán de nombres, padrinos o regalos. En cambio, cuando lo que se está buscando es un mayor placer o la concreción de alguna fantasía, eso queda en el marco íntimo y privado de la pareja.

Entonces, cuando el deseo de paternidad o de maternidad aparece como un deseo genuino del sujeto, se convierte en un maravilloso proyecto de vida, pero cuando el embarazo no es el fruto de ese deseo, sobreviene la angustia.

El paciente viene conmovido, desorientado y dice que no sabe qué hacer, si tenerlo o no, si utilizar la pastilla del día después o esperar unas semanas, y esta situación puede impactar sobre la pareja de un modo tal que, aquellos que hasta hace unos días fantaseaban con vivir juntos, a veces llegan a preguntarse para qué se involucraron con esa persona. ¿Y por qué tanta angustia, tanto nerviosismo si lo que ha ocurrido es un hecho totalmente natural?

Justamente por eso, porque las cuestiones del ser humano y la naturaleza no siempre, es más, sería mejor decir que casi nunca, van de la mano.

Matrimonio igualitario

Adentrados en esta temática, es válido recordar que hace poco tiempo, la sociedad argentina se vio conmovida por un fuerte debate de ideas que tuvo como desenlace la promulgación por parte del Senado de la Nación de la ley de matrimonio igualitario que permite casarse a dos personas del mismo género y les otorga, incluso, el derecho a la adopción.

Con profunda emoción recibí la invitación del Senado para ser uno de los expositores ante la comisión encargada de tratar este tema. Y así fue como, en una fría mañana porteña, me encontré formando parte de la historia argentina en una más de las luchas por los derechos de igualdad ante la ley, de un modo mínimo y modesto, intentando simplemente acercar algún pensamiento que pudiera ayudar a reflexionar a quienes debían decidir sobre un tema tan sensible a la comunidad.

Lo primero que hay que decir es que esta discusión puso sobre el tapete dos ejes sobre los que es necesario reflexionar: la sexualidad y el amor. Y, como en aquellos teoremas matemáticos cuya demostración se hace por «el absurdo», es decir por la negativa, me pareció importante detenerme en los motivos de aquellos que sostenían una oposición a la aceptación de esta ley.

Así encontré que las objeciones se levantaban básicamente a partir de cuatro pilares: la sexualidad natural, algunas cuestiones sociales, una idea de salud y, por supuesto, por motivos religiosos.

Acerca de la oposición a la idea de la naturalidad de la sexualidad humana, acabamos de hacer ya un extenso desarrollo.

En cuanto a las objeciones sociales, es cierto que la homosexualidad implica una elección diferente de la heterosexualidad, pero ser diferente en la elección sexual no implica que deban ser diferentes ante la ley.

También una persona alta es diferente de una baja, un hombre a una mujer, y un blanco a un negro, y la sociedad, apoyada en estas diferencias, durante mucho tiempo las proyectó al territorio de los derechos civiles. Así, hasta hace muy poco las mujeres, por ser distintas de los hombres, no eran consideradas capacitadas para votar y, en los Estados Unidos de Norteamérica, por ejemplo, estaba prohibido el matrimonio interracial. Hoy, un hijo fruto de la posibilidad de esa unión es el presidente de esa nación.

Acotar los derechos de una persona basándose en la diferencia sólo es concebible cuando esa diferencia hace a una condición de edad, de enfermedad o de conducta ante la ley. Porque en esos casos la ley protege al sujeto de sí mismo (ya sea porque se trata de un niño o alguien que por alguna enfermedad no está en condiciones de hacerse cargo de sus decisiones) o protege a la sociedad, en el caso de personas que sean peligrosas para los demás, acotando sus derechos.

Objeciones basadas en la salud

La homosexualidad ha debido enfrentar diferentes y tremendos juicios por parte de la cultura según los momentos de la historia. Así fue considerada primero un delito, luego un pecado o una enfermedad producida por alguna degeneración congénita. De allí el término «degenerados» con el que se los estigmatizaba hace algunos años y, por qué negarlo, con el que muchos los siguen estigmatizando aún hoy.

Pero, por suerte, en la mayoría de los países la ley ya no pena la homosexualidad y la Organización Mundial de la Salud (OMS) a su vez ha dejado de considerarla una enfermedad para verla como una elección de amor diferente.

A pesar de esto, sin embargo, en el transcurso de este apasionante debate pude escuchar muchas cosas, algunas muy inteligentes y otras basadas en el puro prejuicio.

Algunos legisladores e incluso médicos y psicólogos sostuvieron, fracasando en la ironía y mostrando en cambio un desconocimiento que asusta, que si la decisión es dar igualdad ante la ley a las diferencias sexuales, ¿por qué no permitir también la zoofilia (sexo con animales) la necrofilia (sexo con muertos) o la pedofilia (sexo con niños), ya que también son elecciones diferentes que una persona puede hacer?

Pues bien, hay algo que quienes sostienen ese argumento parecen no poder comprender, y es el hecho irrefutable de que un animal y un muerto no pueden elegir tener esa relación sexual y que un niño no está en condiciones madurativas de hacerlo, mientras que vivir en pareja con alguien del mismo género es una elección de dos adultos que voluntariamente deciden compartir sus vidas a partir del deseo y del amor.

La homosexualidad no es el acto perverso de alguien que somete a otro a padecer algo aberrante, sino la elección consciente de dos personas en la cual uno no es el objeto de goce del otro, sino que ambos se constituyen en sujetos del amor.

Objeciones religiosas

Éstas son, sin ninguna duda, las más difíciles de rebatir porque la fe es algo incuestionable y toda persona tiene derecho a vivir en la creencia que elige y bajo las normas religiosas que quiera siempre y cuando esto no se oponga a la ley de la Nación en la que vive.

Pero es necesario marcar la diferencia entre la religión y la ley, lo cual no es tan fácil como parece, ya que en algún momento de la historia la religión fue la encargada, también, de impartir la ley. Así el faraón en Egipto era el dios mismo encarnado y desde allí conducía la vida política de su nación. Algo parecido ocurrió con Europa y el avance de las religiones judeocristianas. Pero poco a poco fue marcándose una diferencia entre una institución y la otra.

Toda religión tiene su dogma y desde allí imparte lo que está bien visto a los ojos de Dios y lo que es pecado, y tiene derecho a hacerlo. Porque pertenecer o no a una religión es, en definitiva, una elección más de un sujeto que, en caso de decidirlo, deberá aceptar ciertas normas.

Por eso la Iglesia puede, desde sus creencias, sostener la decisión de casar solamente a parejas heterosexuales. Es el derecho de esta institución.

Pero una nación no legisla solamente para los que pertenecen a tal o cual religión sino para todos los habitantes de un país, para los que creen en Dios y también para los que no creen. Y lo que en este debate se dirimía era la igualdad ante la ley de los ciudadanos, no de los feligreses.

Me sorprendió, sin embargo, que algunos se hayan apoyados en citas bíblicas textuales para oponerse a la sanción de esta ley, porque a esta altura ya casi nadie sostiene la literalidad de las escrituras.

Vaya como simple ejemplo esta cita que, por supuesto, fue seleccionada por mí:

«No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido.»

O esta otra:

«Las mujeres guarden silencio en la asamblea, no les está permitido hablar; en vez de eso, que se muestren sumisas. Si quieren alguna explicación, que pregunten a sus maridos en casa, porque está feo que hablen mujeres en las asambleas» (1a Corintios, capítulos 11 y 14).

Y esto para no hablar de lapidaciones u otros comentarios acerca de influencias demoníacas que sólo mentes fundamentalistas serían capaces de tomar literalmente.

Las perversiones

Pero lo que en realidad les costaba aceptar a quienes se oponían a esa ley era que la homosexualidad no es una perversión, que no es una enfermedad, sino un modo particular de elección amorosa. La perversión es otra cosa; es un tipo de relación en la cual no hay dos sujetos, sino que uno de los dos es degradado a la condición de objeto para el goce del otro.

Hay una frase que circula comúnmente y que dice que siempre un sádico busca un masoquista, o un masoquista busca a un sádico como complemento. Nada más falaz. Porque al sádico lo que lo excita no es el dolor, sino la angustia del otro, y el masoquista en su dolor obtiene placer. Entonces ¿para qué un sádico va a buscar a un masoquista, si el masoquista no le va a dar lo que él quiere? Porque lo que él quiere no es pegarle, sino que el otro se angustie cuando le pega.

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