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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (11 page)

BOOK: Ender el xenocida
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—No —protestó Miro.

Pero no se separó. Después de unos momentos, su brazo se movió torpemente para abrazarla. Ya no lloraba, pero le dejó que la abrazara durante un minuto o dos. Tal vez sirvió de ayuda. Valentine no tenía forma de saberlo.

Entonces se acabó. Miro se retiró y rodó para volverse de espaldas.

—Lo siento.

—No hay de qué —dijo ella.

Creía en responder a lo que la gente quería decir, no a lo que decía.

—No se lo cuente a Jakt —susurró él.

—No hay nada que contar. Hemos tenido una buena charla.

Ella se levantó y se marchó, cerrando la puerta. Miro era un buen chico. Le gustaba el hecho de que pudiera admitir que le preocupaba lo que Jakt pensara de él. ¿Y qué importaba si sus lágrimas de esta noche contenían autocompasión? Ella misma había derramado unas cuantas por ese mismo motivo. La pena, se recordó, es casi siempre por la pérdida del doliente.

LA FLOTA LUSITANIA

‹Ender dice que cuando la flota de guerra del Congreso Estelar nos alcance, pretenden destruir este mundo.›

‹Interesante.›

‹¿No teméis a la muerte?›

‹No tenemos intención de estar aquí para cuando lleguen.›

Qing-jao ya no era la niña pequeña cuyas manos sangraban en secreto. Su vida se había transformado a partir del momento en que se demostró que era una agraciada, y en los diez años que habían transcurrido desde ese día llegó a aceptar la voz de los dioses en su vida y el papel que esto le daba en sociedad. Aprendió a aceptar los privilegios y honores que se le ofrecían como dones dirigidos hacia los dioses: como su padre le había enseñado, no se vanagloriaba, sino que en cambio se volvía más humilde a medida que los dioses y el pueblo depositaban cargas cada vez más pesadas sobre ella.

Aceptaba sus deberes seriamente y encontraba alegría en ellos. Durante los diez últimos años atravesó un riguroso y estimulante plan de estudios. Su cuerpo fue moldeado y entrenado en compañía de otros niños; corría, nadaba, cabalgaba, combatía con espadas, combatía con bastones, combatía con huesos. Junto con los otros niños, su memoria se llenó de lenguajes: el stark, el idioma común de las estrellas, que se empleaba en los ordenadores; el antiguo chino, que se cantaba con la garganta y se dibujaba en hermosos ideogramas sobre papel de arroz o sobre fina arena; y el nuevo chino, que se hablaba solamente con la boca y se anotaba con un alfabeto común sobre papel ordinario o sobre tierra. Nadie se sorprendió, excepto la propia Qing-jao, de que aprendiera todos estos lenguajes con mucha más facilidad, más rápidamente y más a fondo que cualquiera de sus compañeros.

Otros maestros la atendían sólo a ella. Así aprendió ciencias e historia, matemáticas y música. Además, cada semana acudía a ver a su padre y pasaba con él medio día, que empleaba en mostrarle todo lo que había aprendido y en escuchar lo que él decía en respuesta. Sus halagos la hacían danzar en el camino de regreso a su habitación; su más leve reproche la hacía pasar horas siguiendo vetas en las tablas del suelo de su clase, hasta que se sentía digna para regresar a los estudios.

Otra parte de su educación era completamente privada. Había visto que su padre era tan fuerte que podía posponer su obediencia a los dioses. Sabía que cuando los dioses exigían un ritual de purificación, el ansia, la necesidad de obedecerlos era tan intensa que no podía ser negada. Sin embargo, su padre, de algún modo, lo negaba. Lo suficiente, al menos, para que sus rituales fueran siempre en privado.

Qing-jao ansiaba tener esa fuerza y por eso empezó a disciplinarse para retrasarse en su sumisión. Cuando los dioses la hacían sentir su opresiva indignidad, y sus ojos empezaban a buscar vetas en la madera o empezaba a sentir las manos insoportablemente sucias, esperaba, tratando de concentrarse en lo que sucedía en el momento y retardar la obediencia cuanto podía.

Al principio era un triunfo si conseguía posponer su purificación durante un minuto entero; y cuando su resistencia se rompía, los dioses la castigaban por ello haciendo el ritual más oneroso y difícil que de costumbre. Pero ella se negaba a rendirse. Era la hija de Han Fei-tzu, ¿no? Con el tiempo, a lo largo de los años, aprendió lo que había aprendido su padre: que se puede vivir con el ansia, contenerla, a menudo durante horas, como un brillante fuego atrapado en una caja de jade transparente, un fuego de los dioses peligroso y terrible que ardía dentro de su corazón.

Entonces, cuando estaba sola, podía abrir esa caja y dejar salir el fuego, no con una erupción única y terrible, sino lenta, gradualmente, llenándose de luz mientras inclinaba la cabeza y seguía las líneas del suelo, o se inclinaba sobre la palangana sagrada de sus santos lavados y frotaba tranquila y metódicamente sus manos con piedra pómez, lejía y aloe.

Así, convirtió la airada voz de los dioses en un culto privado y disciplinado. Sólo en los raros momentos de súbita desazón perdía el control y se abalanzaba al suelo delante de un maestro o una visita. Aceptaba estas humillaciones como la forma que tenían los dioses de recordarle que su poder sobre ella era absoluto. Estaba satisfecha con esta disciplina incompleta. Después de todo, sería presuntuoso por su parte igualarse al perfecto autocontrol de su padre. La extraordinaria nobleza de Han Fei-tzu existía porque los dioses lo honraban, y por eso no requería su humillación pública. Ella no había hecho nada para ganarse ese honor.

Por último, su educación escolar incluía un día a la semana en que ayudaba al pueblo llano en su labor virtuosa. Ésta, por supuesto, no era el trabajo que el pueblo llano hacía diariamente en sus oficinas y fábricas. La labor virtuosa significaba el duro trabajo en los arrozales. Cada hombre, mujer y niño de Sendero tenía que ejecutar esta labor, inclinándose y chapoteando en agua hasta la rodilla para plantar y recolectar el arroz, o perdía la ciudadanía.

—Así honramos a nuestros antepasados —le explicó su padre cuando era pequeña—. Les mostramos que ninguno de nosotros se alzará jamás sobre su labor.

El arroz cultivado a través de la labor virtuosa era considerado sagrado. Se ofrecía en los templos, se comía en los días sagrados y se colocaba en pequeños cuencos como ofrenda a los dioses de la casa.

Una vez, cuando Qing-jao tenía doce años, el día era terriblemente caluroso y estaba ansiosa por terminar su trabajo en un proyecto de investigación.

—No me hagas ir a los arrozales hoy —le rogó a su maestro—. Lo que estoy haciendo aquí es mucho más importante.

El maestro hizo una reverencia y se marchó, pero pronto su padre entró en la habitación. Llevaba una pesada espada, y ella gritó aterrada cuando la alzó por encima de su cabeza. ¿Pretendía matarla por haber hablado de forma tan sacrílega? Pero él no la hirió, ¿cómo había podido imaginar que lo haría? En cambio, la espada cayó sobre su ordenador. Las partes metálicas se retorcieron, el plástico se quebró y voló. La máquina quedó destruida.

Su padre no alzó la voz. Con un débil susurro, dijo:

—Primero los dioses. Segundo los antepasados. Tercero el pueblo. Cuarto los gobernantes. Lo último, el yo.

Era la expresión más clara del Sendero. Era la razón por la que este mundo fue habitado en primer lugar. Ella lo había olvidado: si estaba demasiado ocupada para ejecutar la labor virtuosa, no estaba en el Sendero.

Nunca volvería a olvidarlo. Con el tiempo, aprendió a amar al sol que le golpeaba la espalda, al agua fría y pegajosa alrededor de sus piernas y manos, los tallos de las plantas como dedos que se alzaban desde el lodo para entrelazarse con sus propios dedos. Cubierta por el barro de los arrozales, nunca se sentía falta de limpieza, porque sabía que estaba sucia en servicio a los dioses.

Finalmente, a la edad de dieciséis años, su educación terminó. Sólo tenía que demostrarse capaz de ejecutar la tarea de una mujer adulta: una tarea que fuera lo suficientemente difícil e importante para poder ser confiada sólo a una agraciada.

Visitó al gran Han Fei-tzu en su habitación. Como la suya, era un gran espacio abierto; como la suya, las instalaciones para dormir eran simples: una esterilla en el suelo; como la suya, la habitación estaba dominada por una mesa con un terminal de ordenador. Ella nunca había entrado en la habitación de su padre sin ver algo flotando en la pantalla situada sobre el terminal: diagramas, modelos tridimensionales, simulaciones en tiempo real, palabras. Casi siempre palabras. Letras o ideogramas flotaban en el aire sobre páginas simuladas, moviéndose adelante y atrás, de lado a lado, según su padre necesitara compararlas.

En la habitación de Qing-jao, todo el resto del espacio estaba vacío. Ya que su padre no seguía vetas en la madera, no había necesidad para tanta austeridad. Incluso así, sus gustos eran simples. Una rara alfombra con mucha decoración. Una mesita baja, con una escultura en ella. Paredes desnudas a excepción de una pintura. Y como la habitación era tan grande, cada una de estas cosas parecía casi perdida, como la débil voz de alguien que gritara desde muy lejos.

El mensaje de esta habitación a las visitas era claro: Han Fei-tzu escogió la simpleza. Una sola cosa de cada bastaba para un alma pura.

Sin embargo, el mensaje para Qing-jao fue bastante diferente, pues sabía lo que nadie fuera de la casa advertía: la alfombra, la mesa, la escultura y la pintura cambiaban cada día. Y nunca en su vida había reconocido ninguna de ellas. Así que la lección que aprendió fue ésta: un alma pura nunca debe acostumbrarse a una sola cosa. Un alma pura debe exponerse a cosas nuevas cada día.

Como ésta era una ocasión formal, no se acercó y se plantó tras él mientras trabajaba, estudiando lo que aparecía en su pantalla, intentando adivinar qué estaba haciendo. Esta vez se dirigió al centro de la habitación y se arrodilló en la alfombra, que hoy era del color de un huevo de petirrojo, con una pequeña mancha en una esquina. Mantuvo la mirada baja, sin estudiar siquiera la mancha, hasta que su padre se levantó de la silla y se acercó a ella.

—Han Qing-jao —dijo—. Déjame ver el amanecer del rostro de mi hija.

Ella alzó la cabeza, lo miró y sonrió.

Él le devolvió la sonrisa.

—Lo que te impondré no será una tarea fácil, ni siquiera para un adulto con experiencia —advirtió su padre.

Qing-jao inclinó la cabeza. Esperaba que su padre le impusiera un desafío difícil y estaba dispuesta a cumplir su voluntad.

—Mírame, mi Qing-jao —insistió el padre.

Ella alzó la cabeza, lo miró a los ojos.

—Esto no va a ser una tarea de la escuela. Es una tarea del mundo real. Una tarea que el Congreso Estelar me ha impuesto, y de la que puede depender el destino de pueblos y naciones.

Qing-jao ya estaba nerviosa, pero ahora su padre la estaba asustando.

—Entonces, debes encargar esta tarea a alguien en quien puedas confiar, no a una niña sin experiencia.

—Hace años que no eres una niña, Qing-jao. ¿Estás preparada para oír tu tarea?

—Sí, padre.

—¿Qué sabes de la Flota Lusitania?

—¿Quieres que te diga todo lo que sé?

—Quiero que me digas todo lo que tú consideres importante.

De modo que esto era una especie de prueba, para ver hasta qué punto podía discernir lo importante de lo accesorio en su conocimiento de un tema concreto.

—La flota fue enviada para someter una colonia rebelde en Lusitania, donde las leyes referidas a la no interferencia con la única especie alienígena conocida se rompieron desafiantemente.

¿Era eso suficiente? No…, su padre estaba todavía esperando.

—Hubo gran controversia, desde el principio —siguió ella diciendo—. Unos ensayos atribuidos a una persona llamada Demóstenes causaron problemas.

—¿Qué problemas, en concreto?

—Demóstenes advirtió a los mundos coloniales que la Flota Lusitania era un precedente peligroso: sería sólo cuestión de tiempo el hecho de que el Congreso Estelar usara la fuerza para conseguir también su obediencia. Demóstenes advirtió a los mundos católicos y las minorías católicas de todas partes que el Congreso intentaba castigar al obispo de Lusitania por enviar misioneros a los pequeninos para salvar sus almas del infierno. A los científicos, advirtió que el principio de investigación independiente estaba en juego: todo un mundo estaba bajo ataque militar porque se atrevía a preferir el juicio de los científicos del lugar al de los burócratas situados a muchos años luz de distancia. Demóstenes también advirtió a todo el mundo que la Flota Lusitania llevaba el Ingenio de Desintegración Molecular. Por supuesto, eso es obviamente una mentira, pero algunos lo creyeron.

—¿Qué efectividad tuvieron esos ensayos? —preguntó el padre.

—No lo sé.

—Fueron muy efectivos. Hace quince años, los primeros ensayos enviados a las colonias fueron tan efectivos que casi provocaron una revolución.

¿Una rebelión en las colinas? ¿Hacía quince años? Qing-jao sólo conocía un suceso así, pero nunca había advertido que tuviera nada que ver con los ensayos de Demóstenes. Se sonrojó.

—Ésa fue la época de la Carta de la Colonia…, tu primer gran tratado.

—El tratado no fue mío —objetó Han Fei-tzu—. El tratado pertenecía por igual al Congreso y las colonias. Gracias a él, se evitó un conflicto terrible. Y la Flota Lusitania continúa con su gran misión.

—Escribiste cada palabra del tratado, padre.

—Al hacerlo sólo expresé los anhelos y deseos que ya existían en los corazones de los hombres a ambos lados del problema. Fui sólo un escriba.

Qing-jao inclinó la cabeza. Sabía la verdad, igual que todo el mundo. Fue el principio de la grandeza de Han Fei-tzu, pues no sólo escribió el tratado, sino que también persuadió a ambas partes para que lo aceptaran casi sin revisión. Incluso después de eso, Han Fei-tzu fue uno de los consejeros en quienes el Congreso más confiaba: a diario llegaban mensajes de los más grandes hombres y mujeres de todos los mundos. Si él decidía considerarse un escriba en tan gran tarea, era solamente porque era un hombre de gran modestia. Qing-jao también sabía que su madre estaba ya muriéndose cuando él culminó todo aquel trabajo. Así era su padre, pues no dejó de prestar atención a su esposa ni a su deber. No pudo salvar la vida de su madre, pero sí las vidas que podrían haberse perdido en la guerra.

—Qing-jao, ¿por qué dices que es obviamente una mentira que la flota lleve el Ingenio D.M?

—Porque…, porque eso sería monstruoso. Sería como Ender el Xenocida, destruir un mundo entero. Tanto poder no tiene derecho ni razón de existir en el universo.

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