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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Ender el xenocida (72 page)

BOOK: Ender el xenocida
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Sonrió.

Wang-mu nunca había visto una sonrisa así. Él la atravesó con la mirada como si poseyera su alma. Como si la conociera mucho mejor de lo que ella se conocía a sí misma.

—Wang-mu —dijo amablemente—. Real Madre del Oeste. Y Han Fei-tzu, el gran Maestro de Sendero.

Inclinó la cabeza. Los dos repitieron el gesto.

—Mi misión aquí es breve —anunció. Tendió la ampolla al Maestro Han—. Aquí está el virus. En cuanto me marche, porque no tengo ningún deseo de sufrir ninguna alteración genética, gracias, bébetelo. Imagino que sabe a pus o algo igualmente repugnante, pero tómatelo de todas formas. Luego contacta con todas las personas posibles, en tu casa y en la ciudad cercana. Tendrás unas seis horas antes de que empieces a sentirte enfermo. Con suerte, al final del segundo día no quedará ningún síntoma. De nada —sonrió—. No más danzas en el aire para ti, Maestro Han, ¿eh?

—No más servidumbre para ninguno de nosotros —añadió Han Fei-tzu—. Estamos preparados para transmitir nuestros mensajes de inmediato.

—No se lo digas a nadie hasta que ya hayas esparcido la infección durante unas cuantas horas.

—Por supuesto —asintió el Maestro Han—. Tu sabiduría me enseña a ser cuidadoso, aunque mi corazón me dice que me apresure y proclame la gloriosa revolución que nos traerá esta afortunada plaga.

—Sí, muy bonito —dijo el hombre. Entonces se volvió a Wang-mu—. Pero tú no necesitas el virus, ¿verdad?

—No, señor.

—Jane dice que nunca ha visto a nadie tan inteligente.

—Jane es demasiado generosa.

—No, me mostró los datos. —Él la miró de arriba abajo. A Wang-mu no le gustó la forma en que sus ojos tomaron posesión de todo su cuerpo—. No necesitas estar aquí para la plaga. De hecho, será mejor que te marches antes de que suceda.

—¿Que me marche?

—¿Qué te espera aquí? —preguntó el hombre—. No importa hasta dónde llegue la revolución, seguirás siendo una criada y la hija de unos padres de clase baja. En un lugar como éste, podrías pasarte toda la vida superando esta situación y seguirías sin ser otra cosa que una criada con una mente de una capacidad sorprendente. Ven conmigo y formarás parte del cambio de la historia. Crearás historia.

—¿Qué vaya contigo y haga que…

—Derrocar al Congreso, desde luego. Cortarles las piernas a la altura de las rodillas y enviarlos arrastrándose de vuelta a casa. Hacer a todos los mundos coloniales miembros iguales de la política, limpiar de corrupción, descubrir todos los secretos viles y ordenar a la Flota Lusitania que se retire antes de que cometa una atrocidad. Establecer los derechos de todas las especies raman. Paz y libertad.

—¿Y tú intentas hacer todo eso?

—Solo no.

Ella se sintió aliviada.

—Te tendré a ti.

—¿Para hacer qué?

—Para escribir. Para hablar. Para hacer todo aquello para lo que te necesite.

—Pero no tengo educación, señor. El Maestro Han apenas ha empezado a enseñarme.

—¿Quién eres? —demandó el Maestro Han—. ¿Cómo puedes esperar que una muchacha modesta como ésta se vaya con un desconocido?

—¿Una muchacha modesta? ¿Una muchacha que entrega su cuerpo al capataz para tener oportunidad de estar cerca de una joven agraciada que tal vez la contrataría como doncella secreta? No, Maestro Han, ella quizás asume la actitud de una muchacha modesta, pero eso se debe a que es un camaleón. Cambia de piel cada vez que piensa que conseguirá algo.

—No soy una mentirosa, señor —declaró Wang-mu.

—No, estoy seguro de que te conviertes sinceramente en lo que pretendes ser. Así que ahora te ordeno que pretendas ser una revolucionaria conmigo. Odias a los cabrones que hicieron todo esto a vuestro mundo. A Qing-jao.

—¿Cómo sabes tanto acerca de mí?

Él se dio un golpecito en la oreja. Por primera vez, Wang-mu reparó en la joya.

—Jane me mantiene informado acerca de la gente que necesito conocer.

—Jane morirá pronto —objetó Wang-mu.

—Oh, puede que se quede medio tonta durante una temporada, pero no morirá. Vosotros ayudasteis a salvarla. Y, mientras tanto, te tendré a ti.

—No puedo —dijo ella—. Tengo miedo.

—Muy bien, entonces. Lo he intentado.

Se volvió hacia la puerta de su diminuta nave.

—Espera —pidió ella.

Él se volvió.

—¿Puedes decirme al menos quién eres?

—Me llamo Peter Wiggin, aunque imagino que a partir de ahora usaré un nombre falso durante una temporada.

—Peter Wiggin —susurró ella—. Ése es el nombre de…

—Mi nombre. Te lo explicaré más tarde, si me apetece. Digamos que me envió Andrew Wiggin. Me envió más o menos a la fuerza. Soy un hombre con una misión, y él supuso que sólo yo podría cumplirla en uno de los mundos donde las estructuras de poder del Congreso están más densamente concentradas. Fui Hegemón una vez, Wang-mu, y pretendo recuperar el puesto, no importa cuál sea el título cuando lo recupere. Voy a cascar un montón de huevos y causar un sorprendente montón de problemas y remover piedra sobre piedra de estos Cien Mundos, y te invito a ayudarme. Pero la verdad es que me importa un comino si lo haces o no, porque aunque sería bonito disfrutar de tu inteligencia y de tu compañía, haré el trabajo de una manera o de otra. ¿Así qué? ¿Vienes o qué?

Ella se volvió hacia el Maestro Han en una agonía de indecisión.

—Esperaba poder enseñarte —suspiró el Maestro Han—. Pero si este hombre va a intentar conseguir lo que dice, entonces con él tendrás más oportunidad de cambiar el curso de la historia humana que aquí, donde el virus hará por nosotros el trabajo principal.

—Dejarte será como perder a un padre —susurró Wang-mu.

—Y si te vas, habré perdido a mi segunda y última hija.

—No me rompáis el corazón, vosotros dos —masculló Peter—. Tengo una nave más rápida que la luz. Dejar Sendero conmigo no es asunto de toda una vida, ¿sabéis? Si las cosas no funcionan siempre puedo devolverla en un par de días. ¿Os parece justo?

—Quieres ir, lo sé —dijo el Maestro Han.

—¿No sabes que también quiero quedarme?

—Lo sé. Pero irás.

—Sí. Iré.

—Que los dioses te cuiden, hija Wang-mu —le deseó el Maestro Han.

Entonces ella dio un paso al frente. El joven llamado Peter la cogió de la mano y la condujo a la nave. La puerta se cerró tras ellos. Un momento después, la nave desapareció.

El Maestro Han esperó allí diez minutos, meditando, hasta que pudo poner en orden sus sentimientos. Entonces abrió el frasquito, bebió su contenido y regresó a casa. La vieja Mu-pao lo saludó nada más cruzar la puerta.

—Maestro Han —llamó—. No sabía dónde estabas. Y Wang-mu también falta.

—No estará con vosotros durante una temporada —anunció él. Y entonces se acercó mucho a la vieja criada, para que su aliento le llegara a la cara—. Has sido más fiel a mi casa de lo que nos hemos merecido.

Una expresión de miedo apareció en el rostro de la anciana.

—Maestro Han, no me estás despidiendo, ¿verdad?

—No. Creía que te estaba dando las gracias.

Dejó a Mu-pao y recorrió la casa. Qing-jao no estaba en su habitación. Eso no constituía ninguna sorpresa. Pasaba la mayor parte del tiempo atendiendo a las visitas. Eso convendría a sus propósitos. Allí la encontró, en la habitación de la mañana, con tres viejos agraciados muy distinguidos de la ciudad situada a doscientos kilómetros de distancia.

Qing-jao los presentó graciosamente y entonces adoptó el papel de hija sumisa en presencia de su padre. Él se inclinó ante cada uno de los hombres, pero luego encontró ocasión para extender la mano y tocarlos.

Jane había explicado que el virus era extremadamente contagioso. La simple cercanía física bastaba, pero el contacto lo haría más seguro.

Y después de saludar a las visitas, el Maestro Han se volvió hacia su hija.

—Qing-jao, ¿recibirás un regalo de mi parte?

Ella se inclinó y respondió amablemente.

—Sea lo que sea lo que me haya traído mi padre, lo recibiré agradecida, aunque sé que no soy digna de su atención.

El Maestro Han extendió los brazos y la atrajo hacia sí. La sintió envarada e incómoda en su abrazo: no había hecho un acto impulsivo ante dignatarios desde que ella era una niña pequeña. Pero la abrazó de todas formas, con fuerza, pues sabía que su hija nunca le perdonaría lo que este abrazo traía consigo, y por tanto era consciente de que ésta sería la última vez que estrecharía en sus brazos a Gloriosamente Brillante.

Qing-jao sabía lo que significaba el abrazo de su padre. Le había visto hablar en el jardín con Wang-mu. Había visto la aparición de la nave en forma de almendra en la orilla del río. Le había visto tomar la ampolla de manos del desconocido de ojos redondos, y beberla. Luego acudió allí, a esta habitación, a recibir a las visitas en nombre de su padre. «Cumplo con mi deber, mi honrado padre, aunque tú te dispongas a traicionarme.»

E incluso ahora, sabiendo que su abrazo era su esfuerzo más cruel para arrancarla de la voz de los dioses, consciente de que la respetaba tan poco que creía poder engañarla, recibió sin embargo todo lo que él estuviera decidido a darle. ¿No era acaso su padre? El virus del mundo de Lusitania podría o no robarle la voz de los dioses; ella no alcanzaba a imaginar lo que los dioses permitirían hacer a sus enemigos. Pero estaba claro que si rechazaba a su padre y le desobedecía, los dioses la castigarían. Era mejor permanecer digna ante los dioses mostrando el debido respeto y obediencia a su padre, que desobedecerle en nombre de los dioses y hacerse por tanto indigna de sus dones.

Así, recibió el abrazo e inspiró profundamente su aliento. Después de hablar brevemente con sus invitados, su padre se marchó. Los invitados tomaron su visita como una señal de honor, tan fielmente había ocultado Qing-jao la loca rebelión de su padre contra los dioses, que Han Fei-tzu era todavía considerado el hombre más grande de Sendero. Ella les habló con suavidad, sonrió graciosamente y los despidió. No les dio a entender que llevaban consigo un arma. ¿Por qué habría de hacerlo? Las armas humanas no serían de ninguna utilidad contra el poder de los dioses, a menos que los dioses lo desearan. Y si los dioses deseaban dejar de hablar a la gente de Sendero, entonces éste bien podría ser el disfraz que hubieran elegido para su acción. «Que parezca a los no creyentes que el virus lusitano de mi padre nos aparta de los dioses; yo sabré, como lo sabrán todos los hombres y mujeres de fe, que los dioses hablan a quien desean, y nada hecho por manos humanas podría detenerlos si ellos así lo desean.» Todos los actos eran vanidosos. Si el Congreso creía que habían causado que los dioses hablaran en Sendero, que siguieran creyéndolo. Si su padre y los lusitanos pensaban que iban a causar que los dioses guardaran silencio, que lo pensaran. «Yo sé que, si soy digna, los dioses me hablarán.»

Unas pocas horas más tarde, Qing-jao se sintió mortalmente enferma. La fiebre la golpeó como el puño de un hombre fuerte; se desplomó y apenas advirtió que los criados la llevaban a su cama. Acudieron los doctores, aunque ella podría haberles dicho que no había nada que pudieran hacer y que con su visita sólo se expondrían a la infección. Pero no dijo nada, porque su cuerpo se debatía con demasiada fiereza contra la enfermedad. O, más bien, su cuerpo se debatía para rechazar sus propios tejidos y órganos, hasta que por fin la transformación de sus genes quedó completa.

Incluso así, tardó tiempo en purgarse de los viejos anticuerpos.

Qing-jao durmió y durmió.

Era una tarde brillante cuando despertó.

—Hora —dijo al ordenador de su habitación con voz ronca, y éste anunció la hora y el día.

La fiebre le había robado dos días de su vida. Ardía de sed. Se levantó y caminó tambaleándose hasta el cuarto de baño, abrió el grifo, llenó una taza y bebió y bebió hasta quedar saciada. Permanecer de pie la mareó. La boca le sabía agria. ¿Dónde estaban los criados que tendrían que haberle dado alimento y bebida durante su enfermedad? «Debían de estar también enfermos. Y padre…, tuvo que caer enfermo antes que yo. ¿Quién le llevará agua?»

Lo encontró durmiendo, empapado en sudor frío, temblando. Lo despertó con una taza de agua, que bebió ansiosamente, mientras la miraba a los ojos. ¿Interrogando? O tal vez suplicando perdón. «Haz tu penitencia a los dioses, padre; no debes ninguna disculpa a una simple hija.»

Qing-jao también encontró a los sirvientes, uno a uno, algunos de ellos tan leales que no se habían acostado, y habían caído donde sus deberes requerían que estuvieran. Todos estaban vivos. Todos se recuperaban, y pronto estarían en pie otra vez. Sólo después de atenderlos, se dirigió Qing-jao a la cocina y encontró algo que comer. No pudo contener la primera comida que tomó. Sólo una sopa ligera, tibia. Llevó sopa a los demás, que también comieron.

Pronto todos estuvieron en pie y recuperados. Qing-jao reunió a los criados y llevó agua y sopa a las casas vecinas, ricas y pobres por igual. Todos agradecieron lo que les llevó, y muchos musitaron plegarias a su favor. «No estaríais tan agradecidos —pensó Qing-jao—, si supierais que la enfermedad que habéis sufrido procedió de la casa de mi padre, por su voluntad.»

Pero guardó silencio.

En todo ese tiempo, los dioses no le exigieron ninguna purificación.

«Por fin —pensó—. Por fin los estoy complaciendo. Por fin he hecho, a la perfección, todo lo que requerían.»

Cuando volvió a casa, quiso dormir de inmediato. Pero los criados que se habían quedado allí estaban congregados alrededor del holo de la cocina, viendo las noticias. Qing-jao casi nunca veía los holonoticiarios y conseguía toda su información del ordenador, pero los criados parecían tan serios, tan preocupados, que entró en la cocina y permaneció con ellos alrededor de la holovisión.

Las noticias trataban de la plaga que asolaba el mundo de Sendero. La cuarentena no había sido eficaz, o había llegado demasiado tarde. La mujer que leía los informes se había recuperado ya de la enfermedad, y anunciaba que la plaga no había matado a casi nadie, aunque interrumpió el trabajo de muchos. El virus había sido aislado, pero moría demasiado rápidamente para que lo estudiaran a fondo.

—Parece que una bacteria sigue al virus, matándolo casi en el momento en que la persona se recupera de la plaga. Los dioses nos han favorecido, al enviarnos la cura junto con la plaga.

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